image

Tabla de Contenido

Título

El Autor

Los hombros de la marquesa

Angéline o la casa encantada

El ayuno

Las fresas

Viaje circular

Una víctima de la publicidade

Simplicio

About the Publisher

image
image
image

El Autor

image

Émile Zola nació en París, hijo de François Zola, un ingeniero veneciano naturalizado, y de la francesa Émilie Aubert. Su familia se trasladó a Aix-en-Provence y tuvo graves problemas económicos tras la muerte temprana del padre. Tuvo como compañero de colegio a Paul Cézanne1con quien mantendría una larga y fraternal amistad. Volvió a París en 1858. En 1859, Émile Zola suspendió dos veces el examen de bachillerato. Como no quiso seguir siendo una carga para su madre, abandonó los estudios con el fin de buscar trabajo.

En 1862 entró a trabajar en la librería Hachette como dependiente. Escribió su primer texto y colaboró en las columnas literarias de varios diarios. A partir de 1866, cultivó la amistad de personalidades como Édouard Manet, Camille Pissarro y los hermanos Goncourt.

En 1868 concibió el proyecto de Les Rougon-Macquart, que empezó en 1871 y concluyó en 1893. Su aspiración era realizar una novela «fisiológica», a la que intentaba aplicar algunas de las teorías de Taine sobre la influencia de la raza y el medio sobre el individuo y de Claude Bernard sobre la herencia. "Quiero explicar cómo una familia, un pequeño grupo de seres humanos, se comporta en una sociedad, desarrollándose para dar lugar al nacimiento a diez o a veinte individuos que parecen, a primera vista, profundamente diferentes, pero que el análisis muestra íntimamente ligados los unos a los otros", dirá Zola en el prefacio de la primera novela de la saga, que sigue, aunque solo en parte, el modelo de Honoré de Balzac en la Comedia humana. El subtítulo de la serie reza Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio.

La obra consta de veinte novelas y se inicia con La fortuna de los Rougon en 1871: un retrato social que, siguiendo el esquema del naturalismo, tiene altas dosis de violencia y dramatismo y resultó a veces demasiado explícito en sus descripciones para el gusto de la época. Las novelas, sin embargo, fueron elaboradas con imaginación, pese a los datos que había buscado previamente.

Se casó en 1870 con Alexandrine Mélay. A partir de 1873, se relacionó con Gustave Flaubert y Alphonse Daudet. Conoció a Joris-Karl Huysmans, Paul Alexis, Léon Hennique y Guy de Maupassant que llegaron a ser habituales de las veladas de Médan, un lugar cerca de Poissy donde Zola tenía una casita de campo desde 1878. Se convirtió en el líder de los naturalistes. Un volumen colectivo nacido de esas Veladas apareció dos años después.

En 1886, Zola y Cézanne se distanciaron, cosa que se ha atribuido, aunque con poco fundamento, a los paralelismos existentes entre Paul Cézanne, el amigo y pintor, con el personaje de Claude Lantier, pintor fracasado de La obra de Zola. La diferencia fundamental radica en que sólo algunos rasgos de la personalidad —por ejemplo, hábitos, valoraciones y forma de trabajar del personaje— fueron inspirados sobre la base de las notas que tomó Zola de la vida de su amigo. Sin embargo, la obra plástica ficticia de Claude Lantier está inspirada en una interpretación del mismo Zola de un conjunto de pintores que conocía bien, incluyendo Manet, Le Déjeuner sur l'Herbe; como aficionado al arte contemporáneo que era, planteó un análisis convencional sobre dicha obra de Manet, atribuyéndosela a un personaje con ideas artísticas, un carácter, expectativas y costumbres completamente opuestos a los de Cézanne, además de dotarlo de una historia trágica y dramática. Contrariamente a lo que se creyó en su momento no correspondían con la vida de Paul, pero si bien todo el conjunto de circunstancias descritas en la novela evocaban elementos muy diferentes a los que en realidad le correspondían, estos eran en parte significativos para la vida y obra de Paul Cézanne.

Criticó habitualmente los criterios utilizados en las exposiciones de arte oficiales del siglo XIX, en las que se rechazaba de forma continuada las nuevas obras impresionistas.

Por otro lado la publicación de La tierra levantó polémica: el «Manifiesto de los cinco» marcó la crítica de escritores naturalistas jóvenes. Se hace amante de Jeanne Rozerot en 1888, con la que tendrá dos hijos. En 1890, se rechazó su entrada en la Academia francesa.

image
image
image

Los hombros de la marquesa

image

I

La marquesa duerme en su gran lecho, bajo el ancho dosel de satén amarillo. A las doce, al escuchar el sonido claro del reloj de pared, se decide a abrir los ojos. La habitación está tibia. Las alfombras, las colgaduras de puertas y ventanas la convierten en un nido mullido donde el frío no penetra. Fluyen calores y olores. Allí reina una eterna primavera. Y, tan pronto como está bien despierta, la marquesa parece víctima de una súbita ansiedad. Retira las mantas y llama a Julie.

-¿La señora ha llamado?

-Dígame, ¿ha subido la temperatura?

¡Oh! ¡la buena marquesa! ¡Con qué emocionada voz ha preguntado! Su primer pensamiento es para aquel terrible frío, aquel viento del norte que ella no nota, pero que tan cruelmente debe soplar en los tugurios de los pobres. Y pregunta si el cielo se ha apiadado, si puede estar caliente sin sentir remordimientos, sin pensar en todos los que tiritan.

-¿Ha subido la temperatura?

La doncella le ofrece el salto de cama que acaba de calentar junto a un gran fuego.

-¡Oh! no, señora, no ha subido la temperatura. Al contrario, está helando con mayor intensidad. Acaban de encontrar a un hombre muerto de frío en un ómnibus.

La marquesa se deja llevar por una alegría infantil; aplaude y grita:

-¡Ah! ¡estupendo! Entonces esta tarde iré a patinar.

––––––––

image

II

Julie recorre las cortinas, suavemente, para que la brusca claridad no hiera la delicada vista de la deliciosa marquesa. El reflejo azulado de la nieve inunda el dormitorio de una luz alegre. El cielo está gris, pero de un gris tan bonito que a la marquesa le recuerda el vestido de seda gris perla que llevaba la víspera en el baile del ministerio. El vestido estaba adornado con blondas blancas, semejantes a los ribetes de nieve que ve al borde de los tejados, sobre la palidez del cielo.

La víspera estaba encantadora con sus nuevos diamantes. Se acostó a las cinco. Por eso tiene aún la cabeza algo pesada. Sin embargo, se ha sentado ante el espejo y Julie ha levantado la oleada rubia de sus cabellos. La bata se desliza y los hombros quedan al aire hasta media espalda.

Toda una generación ha envejecido ya contemplando el espectáculo de los hombros de la marquesa. Desde que, gracias a un poder fuerte, las damas de físico atractivo pueden escotarse y bailar en las Tullerías, ella ha paseado sus hombros por la baraúnda de los salones oficiales, con una asiduidad que la ha convertido en el estandarte viviente de los encantos del Segundo Imperio. Ha tenido que acomodarse a la moda, escotar sus vestidos unas veces hasta el declive de los riñones, otras hasta el extremo de sus pechos; hasta el punto de que la querida mujer, hoyuelo a hoyuelo, ha mostrado ya todos los tesoros de su corpiño.

No hay ni tanto así de su espalda o de su pecho que no sea conocido desde la Magdalena hasta Santo Tomás de Aquino. Los hombros de la marquesa, generosamente exhibidos, son el blasón voluptuoso del reino.

––––––––

image

III

Es verdad, es inútil describir los hombros de la marquesa. Son tan populares como el puente Nuevo. Durante dieciocho años han formado parte de los espectáculos públicos. Basta con ver un pequeño trozo en un salón, en el teatro o en cualquier otro lugar, para exclamar: «¡Hombre! ¡la marquesa! ¡Reconozco la señal negra de su hombro izquierdo!».

Por lo demás, son unos hermosos hombros, blancos, rollizos, provocativos. Las miradas de un gobierno han pasado por ellos proporcionándoles mayor finura, como le sucede a las losas que los pies de la gente pulen con el paso del tiempo.

Si yo fuera el marido o el amante, preferiría ir a besar el pomo de cristal de la puerta del despacho de un ministro, desgastado por la mano de los que van a solicitar algo, antes que rozar con los labios aquellos hombros sobre los que ha pasado el aliento cálido de todo el París galante. Cuando se piensa en los mil deseos que han temblado a su alrededor, uno se pregunta de qué arcilla ha debido hacerlos la naturaleza para que no se hayan corroído ni desmenuzado como esas estatuas desnudas, expuestas al aire libre en los jardines, de las que el viento roe los contornos.