LEYENDA NEGRA Y LEYENDA ROSA

José Checa Beltrán

En enero de 2009, un grupo de investigadores de distintas universidades y centros de investigación comenzamos a trabajar en un proyecto sobre lecturas del legado literario-cultural español en la Europa del siglo XVIII. La historiografía tradicional ha subrayado la vigencia y circulación de la “leyenda negra” antiespañola en la Europa ilustrada. Sin compartir la sistematicidad y universalidad de esas lecturas negras sobre España, este grupo de investigación adoptó como hipótesis de trabajo que, junto a las lecturas negativas, existió entonces en el continente una corriente de pensamiento que debía de reconocer la aportación española a la literatura y cultura universales. Tres años después, y tras el análisis de un buen número de textos europeos del siglo XVIII, podemos confirmar la existencia de una corriente de “lecturas rosa”, favorable a España.

Por otra parte, como subtítulo de dicho proyecto hicimos figurar tres conceptos, canon, nacionalismo e ideología, que, a nuestro juicio, podrían haber marcado esas “lecturas” del título. Algunos trabajos de este volumen confirman que esos tres elementos condicionaron los juicios que los letrados europeos del siglo ilustrado hicieron sobre España y su aportación histórica a la cultura occidental.

En el primer capítulo de este volumen, el profesor Pérez Magallón reflexiona sobre las implicaciones de la llamada “leyenda negra”, la identidad nacional y el nacionalismo. Los cambios en la situación geopolítica de la Europa occidental determinaron que desde mediados del siglo XVII la propaganda antiespañola ya no busca atacar a la mayor potencia de esa zona, sino a una país que se encuentra en la periferia de una Europa moderna en vías de construcción. De ahí que en el siglo XVIII los ataques europeos a España se concentren en su atraso, ignorancia y rechazo al progreso y a la modernidad. Ello determinó que los letrados de nuestro país redactasen una serie de escritos sobre España, autoapologéticos o autocríticos, que constituyeron la base de un “programa” nacional de futuro.

Las opiniones acerca de la literatura española en la polémica que, sobre el barroco, sostuvieron autores franceses e italianos (casi todos jesuitas) a comienzos del siglo XVIII es el tema del capítulo redactado por el profesor Garrido Palazón. La hegemonía española en Europa, definitivamente perdida en el ámbito político durante la segunda mitad del siglo XVII, desapareció igualmente en la dimensión simbólica y cultural. Aquella hegemonía intelectual detentada por Italia durante el Renacimiento y por España en su Siglo de Oro pasó entonces a Francia. Los franceses fueron depurando la imagen propagandística del “Siglo de Luis XIV” y estableciendo una influyente oposición entre el buen gusto francés y el mal gusto español e italiano. La “galicanización del gusto” planteada por Bouhours en 1687 (también por Boileau y Rapin, entre otros), y la consiguiente descalificación de españoles e italianos, generó una réplica italiana, determinada por una epistemología tan racial como la de sus adversarios franceses. No hubo respuesta española en aquellos años de principios del XVIII, marcados por la guerra de Sucesión. Camillo Ettorri, Gian Gioseffo Orsi, Girolamo Baruffaldi, Ludovico Antonio Muratori y Gravina, principalmente, respondieron a los franceses reflexionando sobre el propium de la poesía, defendiendo la tradición poética italiana y declarando la opinión que los italianos tenían sobre la poesía española y su “agudeza de ingenio”, mostrándose tibiamente favorables o desfavorables a España, indiferentes o, fundamentalmente, neutrales.

Siguen dos capítulos dedicados a la recepción de España en Francia. La profesora Étienvre revisa el tópico historiográfico sobre las lecturas de los filósofos franceses acerca de España, supuestamente muy negativas. Lo primero que llama la atención es que tanto Montesquieu como Voltaire prestan mayor atención a la España americana que a la peninsular. Dicho esto, la visión de los dos autores franceses sobre España es, en efecto, muy crítica cuando se enjuicia el papel de la Inquisición y ciertos episodios del pasado político español, sobre todo la colonización de América (a pesar de ello, para Voltaire la conquista fue cruel pero también heroica e inteligente por parte española). Pero, si bien estos juicios son severos, sus lecturas sobre España buscan, en el caso de Montesquieu, hallar principios teóricos sobre la economía, el comercio y el “carácter” de las naciones, además, por supuesto, de criticar cáusticamente la intolerancia religiosa y la mentalidad de los españoles. Voltaire, más historiador que teórico, demuestra una mejor información sobre España, sus juicios son bastante ecuánimes y es capaz de elogiar el legado español —también el cultural— cuando corresponde, a pesar de su desinterés por la España contemporánea, todavía fuertemente inquisitorial. Si a lo dicho se añade que otros filósofos, como Diderot y Rousseau, nunca hablaron de España, debe concluirse que la maledicencia de Masson de Morvilliers fue un caso extremo en el ámbito “filosófico”.

El segundo capítulo sobre Francia ilustra textualmente que, efectivamente, aquellos tres conceptos que identificábamos como hipótesis de trabajo —canon, nacionalismo e ideología— condicionaron las lecturas francesas sobre el legado español. En este trabajo, mío propio, se desvela, además, cómo en la Francia dieciochesca existió una red de letrados interesados en establecer canales de comunicación con España y en postular el valor de la aportación española a la cultura occidental. Se muestra, así, que en el siglo XVIII francés no solo hubo ignorancia y desprecio de la cultura española, tal y como la historiografía tradicional ha defendido mayoritariamente, sino que también hubo intelectuales interesados en estrechar las relaciones culturales francoespañolas y en reivindicar el papel histórico de España. Frente a los “philosophes”, quizás más críticos con España, este otro grupo de letrados pertenecían a un pensamiento más conservador, aunque ni mucho menos reaccionario. Se corrobora de esta manera el papel de la ideología en los juicios de unos países sobre otros: los “philosophes” franceses no podían “leer” positivamente a una España supuestamente anclada en el pasado y todavía dominada por la la Iglesia y la Inquisición. Por el contrario, era lógico que los intelectuales políticamente moderados vieran con mayor simpatía a una España que no participaba de las radicales ideas filosóficas que triunfaban en Francia. En ello podría radicar, en parte, su visión positiva sobre el legado literario-cultural español —determinada también por la alianza diplomática franco-española—, atenuada en ocasiones por cuestiones nacionalistas o estéticas.

El profesor Fabbri y la profesora Garelli centran su investigación en el ámbito italiano. Fabbri pasa revista a las polémicas italo-españolas en las que se discutía sobre el origen del mal gusto barroco. El imaginario italiano estaba contaminado negativamente por la huella que el dominio político español había dejado en territorio italiano. De esta manera, a finales del setecientos se reforzó en Italia la idea de la culpabilidad española sobre el origen del mal gusto. Las respuestas a este tipo de lecturas italianas (sobre todo de Tiraboschi y Bettinelli) fueron redactadas por jesuitas españoles exiliados en Italia. Las de Llampillas y Masdeu tuvieron poco éxito en Italia, debido a su posición excesivamente apologética y nacionalista. Sin embargo, Juan Andrés, que hizo una convincente, moderada e imparcial defensa de la imagen de España, mereció el reconocimiento de la intelectualidad italiana. El profesor Fabbri estudia también a Giambattista Conti, que tradujo y divulgó en su país la obra de los mejores líricos españoles. Andrés y Conti demostraron que los tópicos antiespañoles estaban basados en el desconocimiento del legado español. Sus propuestas favorecieron la conclusión de una querella literaria larga y estéril.

La profesora Garelli ilustra con una amplia documentación la producción dramática en italiano de los jesuitas españoles exiliados en Italia. Son obras compuestas a finales del siglo XVIII, un teatro laico, “democrático”, centrado en los problemas más actuales de la época, relativos a la vida privada y pública de los ciudadanos. Gracias a su posición ideológica, moderadamente ilustrada, alejada de la que dominó en el teatro barroco español del Siglo de Oro, aquellas creaciones tuvieron una buena acogida pública y contribuyeron a rectificar los prejuicios y valoraciones negativas que la Italia del siglo XVIII mantenía aún sobre el teatro español.

Las profesoras Cantarutti y Ruzzenenti se ocupan de la recepción del legado español en Alemania. El autor elegido es Bertuch, empresario cultural, traductor del Quijote y del Fray Gerundio; gracias a él, Weimar se convirtió en un centro mediador de la cultura española en Alemania. Su Magazin der Spanischen und Portugiesischen Literatur (1780-1782) intentó dar a conocer en su país la literatura española, “tan estimada y seguida” en la Alemania de los siglos XVI-XVII, aunque bastante desconocida en el siglo ilustrado. Pero este capítulo no se limita al Magazin de Bertuch y a la relación germano-española, sino que ilumina una compleja red de relaciones entre intelectuales de distintos países europeos y ofrece una rica mina de datos inéditos sobre traducciones, sinergias y autores que operaban en la Europa del siglo XVIII. En esa red, la anglofilia de los ilustrados alemanes —muchos de ellos, masones— favoreció su hispanofilia.

Incorporamos en este libro un interesante capítulo sobre la recepción de la cultura española en Rumanía, un país sobre cuyas relaciones culturales con España sabemos muy poco. La profesora Sâmbrian, experta en esta línea de investigación, ofrece datos inéditos sobre la presencia española en la Rumanía del siglo XVIII. Una presencia que viene de atrás, pero que en la época de la Ilustración adquiere una dimensión más profunda. Lo comprobamos gracias al estudio de las bibliotecas de Constantin Cantacuzino y del Museo Brukenthal —ambas con un significativo número de libros españoles— y gracias al análisis de las traducciones al rumano de libros españoles. La profesora Sâmbrian completa su aportación con unas reveladoras páginas sobre el primer lexicón rumano, cuyo autor fue el español Hervás y Panduro.

El profesor Miguel Ángel Lama ha centrado su contribución en el ámbito de la lírica. Con diferentes ejemplos, sostiene que la imagen de la poesía española en la Europa del siglo XVIII coincidía con la defendida en las antologías sobre ese género publicadas en España. Los antólogos españoles tuvieron como objetivo primordial seleccionar los mejores poetas españoles así como sus mejores obras; pero su finalidad no fue solo la de darlos a conocer en España, sino exportar esa selección al extranjero. En efecto, en los paratextos de dichas antologías se constata que entre los fines de sus autores figura el de corregir la visión que de la literatura española tenían los extranjeros. El profesor Lama, así pues, estudia la recepción de los líricos castellanos en varias publicaciones españolas y europeas y ofrece un útil cuadro sinóptico sobre la presencia de esos poetas en las referidas colecciones.

Las controversias entre naciones que se producen a lo largo del siglo XVIII no se libraron únicamente en los campos de batalla o en la competencia entre grandes producciones artísticas y literarias. Sobre ello trata el trabajo del profesor García Lara: una literatura secundaria o paraliteratura, escrita al mismo tiempo que aquellas otras reconocidas como canónicas y dedicada en principio a la lectura privada, fue abriéndose paso de lo privado a lo público, alimentando un influyente imaginario sobre la identidad española. Confluyendo unas veces y confrontándose otras, las cartas, relatos de viajeros, enciclopedias, tratados geográficos o científicos, etc. esperan su turno para completar el contradictorio recorrido de la imagen de España en los demás países europeos.

Finalmente, incluimos un capítulo que transgrede geográficamente el título de este libro, pero cuya inclusión confiere a este volumen un valor añadido: el trabajo de la profesora Martínez Luna trata sobre la recepción de la cultura literaria española en una España, la trasatlántica, que muy pronto va a dejar de serlo. El capítulo sobre el Diario de México pone de manifiesto las consistentes influencias que la Nueva España recibe de la metrópoli, pero también la peculiar adaptación que hace de ellas. Sin negar la presencia de las autoridades intelectuales españolas, a veces intermediarias de la cultura francesa o inglesa, comprobamos cómo las elites letradas mexicanas “leen” el legado peninsular en clave novohispana, lo encajan en su entorno geográfico y social y lo interpretan de la manera más abierta y moderna posible.

APOLOGÍAS, IDENTIDAD NACIONAL Y EL DESPLAZAMIENTO DE ESPAÑA A LA PERIFERIA DE LA EUROPA “MODERNA”

Jesús Pérez-Magallón

McGill University (Montreal)

A la memoria de François Lopez, cerebro chispeante, lengua acerada, investigador eximio e irrepetible

Mi punto de partida en esta exploración tiene que ver, cómo no, con la consideración de la leyenda negra, opuesta y compatible con la leyenda rosa (o dorada —amarilla— o blanca, según el gusto de cada historiador). Y tiene que ver porque, en mi opinión, la expresión leyenda negra se aplica de modo automático e indiscriminado para referirse a todo aquello que critica o censura a España (su cultura, su política, sus actos…) en cualquier momento de la historia. Por supuesto que fue el difusor de la expresión —apuntada ya en Pardo Bazán y Blasco Ibáñez— y el primer explorador de sus dimensiones el que lo estableció de ese modo. En efecto, Julián Juderías afirmaba:

En una palabra, entendemos por leyenda negra la leyenda de la España inquisitorial, ignorante, fanática, incapaz de figurar entre los pueblos cultos lo mismo ahora que antes, dispuesta siempre a las represiones violentas; enemiga del progreso y de las innovaciones; o, en otros términos, la leyenda que, habiendo empezado a difundirse en el siglo XVI a raíz de la Reforma, no ha dejado de utilizarse en contra nuestra desde entonces, y más especialmente en momentos críticos de nuestra vida nacional (1974: 28).

El problema con el estudio de Juderías —y su interpretación por José Mª de Areilza al prologar la edición de 1954— es que parece necesario responder a quienes habían injuriado a España, planteamiento inservible en los días que nos tocan. Por tanto, indico ya desde ahora, que a mí no me preocupan las injurias o la defensa de eso que llaman honor nacional porque creo que nada de eso está realmente en juego. Objetivos como el de “rehabilitar el buen nombre de España” (según dice Areilza [1974: 17]) están fuera del alcance de mis palabras. Siguiendo, pues, el enfoque fundacional de Juderías, Christine Matthey, de la Université de Genève, define la leyenda negra como una “vision mêlant tous les aspects négatifs attribués à la péninsule ibérique” (2008: 413). Prueba evidente de lo que digo es, además, por ejemplo, el libro de Miguel Molina Martínez La leyenda negra, de 1991, donde el autor se concentra exclusivamente en el papel que en dicha leyenda desempeñó la conquista y colonización de América. Incluso Greer, Mignolo y Quilligan, en la “Introducción” a un conjunto de trabajos que reconsidera el papel de la raza y el racismo en la construcción discursiva de la leyenda negra, le otorgan la misma función epistémica al hablar de los revivals de la misma durante las guerras de Independencia o la crisis de 1898 (2007: 6). Y Joseph Pérez, en una entrevista a propósito de su reciente libro La leyenda negra, afirmaba en El País: “La leyenda negra se construye para debilitar el poder de la Casa de Austria, pero cuando viene su declive, a partir de la paz de Westfalia en 1648, el argumento es el de una España rendida al oscurantismo del papado frente al progreso de las luces. A finales del XIX, las naciones anglo-sajonas miran con desprecio a las latinas. La leyenda negra seguía presente”. Con absoluta razón habla Joseph Pérez en su libro de las razones que motivan la articulación demagógica de la leyenda negra; pero sigue aferrado a la visión de que todo es leyenda negra, hasta el extremo de dedicarle cinco páginas al siglo XVIII en su libro. No era, pues, casual que Areilza, en la órbita del franquismo, partiendo de la muy famosa y burlesca obsesión franquista con una conjura universal de masones, judíos y marxistas contra su régimen, afirmara que en sus días se daba una continuidad de la misma leyenda, “como si fuera una nueva fase ampliada del mismo proceso histórico” (1974: 17). De ahí la importancia de matizar. Y esa es en parte mi intención.1

Pero lo más importante es insistir en las raíces de su surgimiento: en primer lugar, la posición hegemónica de España en la política europea occidental y en la explotación “exclusiva” junto a Portugal del mercado colonial americano; en segundo lugar, las pretensiones geopolíticas y expansionistas hacia América de Inglaterra, Holanda y Francia; por último, los movimientos independentistas del calvinismo de los Países Bajos, con el funcionamiento indiscutible de una red de contactos que vincula a hugonotes, calvinistas holandeses y puritanos ingleses —así como a las comunidades judías— en posiciones de poder. Acertadamente escribía Pierre Chaunu que si se estudia el discurso antihispánico de las luces se verá que “il sort directement de la version protestante et hollandaise de la fin du XVIe et du début du XVIIe siècle” (cit. en Lopez 1976: 320). Esos factores generales estarán en la base de la guerra entre España y las Provincias Unidas (1568-1648); de la guerra anglo-española entre 1585 y 1604; de la guerra de los Treinta Años (1618-1648) y de la guerra con Francia (e intervención inglesa) entre 1635-1659; de la guerra con Inglaterra entre 1655 y 1660, cerrada con el acceso al trono inglés de Carlos II. Después de la batalla de Las Dunas (1658) y de la Paz de los Pirineos, de 1659, la hegemonía española ya no es tal. Pero sigue siendo una potencia que, además, controla el imperio americano, lo que explicaría el énfasis que pondrán algunos intelectuales del XVIII en la cuestión americana.

Ahora, fijémonos un momento en cómo presentan los constructores de la leyenda negra la España de los siglos XVI y XVII. Como un país violento y bárbaro, barbarie encarnada en el poder destructor y violento de la Inquisición, en la brutalidad, crueldad y atrocidades denunciadas por Las Casas respecto a la conquista y colonización de América, en los actos criminales de sus reyes (el “asesinato” de Carlos por Felipe II) o sus aristócratas (el duque de Alba en los Países Bajos), en la avaricia insaciable de sus hombres, en la utilización de la religión (del papismo) para encubrir esa avaricia, en la intolerancia de sus creencias religiosas, en la cruel tiranía de su vida política, en la soberbia de sus individuos, en la utilización de la religión como excusa para sus fines avariciosos y paganos, su sometimiento a la oscuridad del papismo, su barbaridad en forma de unos inventados instrumentos de tortura embarcados en la Gran Armada con la intención de aplicar los recursos de la Inquisición a los pacíficos ingleses.2 Y, por último, en la imagen de otra raza distinta de los auténticos europeos, más oscurillos por culpa de la mezcla entre hispanos de origen godo y moros o judíos —idea que está en Guillermo de Orange y en los panfletistas ingleses—. Idea, también, a la que alude desde otra óptica Forner en la Oración apologética al referirse al “quebrado color” (1997: 139) de Marco Porcio Latro. En ese sentido, creo discrepar de Michael Iarocci cuando este afirma que ya a fines del XVI o principios del XVII “The idea that the Spaniards were naturally ignorant and barbaric, along with the unspoken correlate —that northern Europe was not— would remain a central feature of anti-Spanish discourse” (2006: 14). En realidad, el barbarismo de que se acusa a los españoles —no su ignorancia, que yo no la he encontrado— se relaciona o justifica con su crueldad (asesinato de millones de indios, saqueos en Roma o Amberes con violación de mujeres y jóvenes varones, matanza de embarazadas y sus bebés, etc.). La ignorancia está por venir.3 No ha sido todavía incorporada al discurso antiespañol. Lo mismo sucede con la Inquisición: su rasgo esencial es la brutalidad (los tormentos, las confesiones forzadas, la aceptación de cualquier testimonio), pero no todavía la relación entre ausencia de libertad de pensamiento e ignorancia.

A diferencia de esa visión, perfectamente manipulable en las estrategias retóricas contra la mayor potencia política y militar del momento, al finalizar el siglo XVIII la visión de España se ha modificado. Según resumen Greer, Mignolo y Quilligan, España se recorta como “a backward country of ignorance, superstition, and religious fanaticism that was unable to become a modern nation” (2007: 1). Es evidente —por cuestiones de pura cronología— que la imposibilidad de convertirse en una nación moderna no podía formar parte de la estrategia antiespañola del siglo XVI o primera mitad del XVII. Y no lo formaba. El énfasis puesto en la crueldad, la tiranía, la ambición, la arrogancia, la avaricia, a los que se añadió —tras el episodio de la Gran Armada en 1588— la cobardía y la incompetencia, no tenía nada que ver con la capacidad de España y su imperio de convertirse en una nación moderna. Francis Willughby escribe hacia 1664 que la situación en España es terrible por 1) su mala religión; 2) la tiránica Inquisición; 3) la multitud de prostitutas; 4) la esterilidad del suelo; 5) la vagancia de la gente; 6) la expulsión de moros y judíos; 7) las guerras y plantaciones (1970: 64). El que uno de los panfletistas del siglo XVI, en su traducción inglesa, calificara sin mayor desarrollo a los españoles de demi-barbarians (Maltby 1971: 85) apunta uno de los hilos que se retomarán más tarde. Pero el mismo Maltby señala, con cierta sorpresa, una muy curiosa omisión, que es la completa indiferencia respecto a los “Spain’s intellectual achievements or lack of them” (ibíd.: 133). Así, al margen de la alusión de Thomas Gage, en la leyenda negra inglesa, en el sentimiento antiespañol articulado e inventado por los panfletistas isabelinos, no hay ningún lugar para el juicio sobre la producción cultural española. ¿Y para qué? Maltby trata de explicar esa “omisión” en función de que “there was a change in the anti-Spanish writers themselves” (ibíd.: 133), pero aquí nuestra opinión se orienta en otra dirección. No es que hubiera un cambio en los escritores ingleses, es que se ha producido un cambio trascendente en la situación geopolítica de la Europa occidental.

Y ello puede servirme para proseguir mi reflexión. Porque, ¿tiene la misma función, es lo mismo, lo que se dice o escribe en Europa —seamos precisos, en Francia e Inglaterra esencialmente, con la aportación de Holanda— a lo largo del XVI y hasta mediados del XVII que desde mediados del XVII y todo el XVIII? ¿Puede compararse o, peor, identificarse la utilización de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias entre los siglos XVI y XVII con la formulación sintética con que Masson de Morvilliers vendría a resumir toda una percepción —pero también la intencionalidad de un programa cultural y político preciso sobre el que volveré después— de ciertos países de Europa en su tantas veces repetida pregunta sobre qué se debe a España? Confieso desde este momento que sé condenado al fracaso mi intento de clarificar algo el asunto. Y lo confieso porque tengo la impresión de que la gente, y entiendo por gente a muchos y muchas colegas, parece satisfacerse con lo que ya creía saber, con ese recurrir a los lugares comunes, de modo que la visión caricaturesca se impone y de poco, de muy poco sirven los escritos que aspiran a modificar en algo esa visión. Anticipo algo que pertenece a Juan Pablo Forner, y es que él —lo mismo que el conde de Aranda y tantos otros— era tan escéptico sobre la posible eficacia de sus palabras como yo. En efecto, al adjuntar su Apología de la literatura y artes de España, primer borrador de lo que sería la Oración apologética, escribía: “si Europa no lee las apologías italianas, cuya lengua es más común que la nuestra, fío poco el fruto de mis conatos” (cit. en Lopez 1976: 363).

Las palabras de Oliver Cromwell en la apertura del Parlamento el 17 de septiembre de 1656 son clarificadoras de lo que podemos calificar un cambio de tendencia: España es la tierra de la superstición y de la sumisión a la Santa Sede de Roma (2005: 392), por lo que es el enemigo natural de los ingleses, sobre todo a causa de su desprecio por todo lo que es de Dios, o sea, del Dios puro de Cromwell y los suyos, lo cual justifica convertir a España en el enemigo de los ingleses. Cromwell, en cierto sentido, recicla un antiespañolismo muy démodé, completamente diferente, por ejemplo, de la actitud con que Francis Bacon justifica ante el rey Carlos I la necesidad de una guerra contra España. En efecto, Bacon no duda en plantear dicha necesidad como resultado de la necesidad y posibilidad de que Inglaterra, lo mismo que hicieron Roma y España, llegue a construir su propio imperio. Sin embargo, muy pronto se empieza a articular otro tipo de discurso. Me refiero a lo que, por ejemplo, representan las palabras de Chapelain, traductor del Guzmán de Alfarache, quien en 1662 escribe: “Il y a quarante ans que je suis éclairci que cette brave nation [España] généralement parlant n’a pas de goût des belles lettres et que c’est un prodige lorsqu’elle produit un savant entre mille avec quelque idée de la raison pour les compositions justes” (cit. en García Cárcel 1998: 59; en Bray 1966: 30). O a las de Bertaut, que no duda en calificar a Calderón de ignorante porque dice que sobre las reglas poéticas “il ne savait pas grande chose” (ibíd.: 30). Más interesante todavía es Saint-Evremond, quien relaciona la irregularidad de la poesía española —es decir, la prueba concreta de su ignorancia— con la influencia de los moros: “il y reste je ne sais quel goût d’Afrique, étranger des autres nations, et trop extraordinaire pour pouvoir s’accomoder à la justesse des règles” (ibíd.: 31). Empiezan, pues, los comentarios que van a ir construyendo una imagen de la cultura española —en primer lugar— como fuera de los cánones que la Académie y su presunto racionalismo recién descubierto erigirán en criterio central para considerar una cultura como moderna o no. El cuestionamiento generalizado del valor de la cultura española ocupa las actividades de antiguos y modernos, pero se desarrolla mayoritariamente en la Académie. Recordemos lo que escribirá por ejemplo Boileau sobre Lope y dejemos de lado los juicios que Lesage dedica al Quijote de Cervantes para llegar a Montesquieu o incluso a lo que Lopez ha calificado como la coyuntura corta del reinado de Carlos III, “le moment le plus important de la campagne philosophique contre l’Espagne” (1976: 323). Podríamos incluso extendernos en algunos episodios poco conocidos.

Porque aunque mucho se ha escrito sobre la famosa polémica desatada por el artículo de Masson de Morvilliers a partir de su “Espagne” en la Encyclopédie méthodique (1782), Ricardo Pascual ya señaló el papel del botánico José Quer (1695-1764) en su respuesta a Linneo, quien había incluido en 1736 un comentario despectivo sobre el bajo nivel de la botánica española. En 1762 publicó Quer una apología sistemática de la ciencia española en el primer volumen de su Flora española (1762). Pero aun antes Quiroz llamó someramente la atención sobre un primer debate respecto a la percepción que los extranjeros tienen de España: el caso de Pierre Régis, que bien merece nuestra atención como anticipo de otros debates posteriores en los que se ventilan diferentes percepciones de la identidad nacional (López Piñero 1979: 18-27). El arranque de la polémica contra Pierre Régis se sitúa en una frase que este incluye en el “Prólogo” que antepuso a su edición de las Opera posthuma de Malpighi (Amsterdam, 1698): “Nisi essent Hispani, Lusitani & Moscovitae, qui in tenebris, adhuc versantes, eas inepte fovent”. Alvar Martínez Vidal y José Pardo Tomás han vuelto exhaustivamente sobre el debate que desencadena Régis:

Las palabras de Pierre Régis no pasaron inadvertidas para algunos médicos españoles, que al verse igualados con los rudos “moscovitas” en las obras póstumas de una figura de tan reconocido prestigio en toda Europa, decidieron responder de una manera pública y notoria. En concreto, fueron destacados médicos de la corte madrileña afines al movimiento novator quienes acusaron recibo y respondieron a la invectiva de Régis (1995: 305).

En otras palabras, la serie de polémicas que se multiplican en el XVIII tiene su arranque en esta primera defensa científica que hacen los novatores frente al ataque de un francés, de poca envergadura intelectual, dicho sea de paso. Y no solo eso, sino que en esta primera polémica prevalece, como han señalado ambos autores, “un discurso apologético y legitimador en el que la defensa entusiasta de la medicina española se confunde con su adhesión a la causa borbónica, esto es, a la corona personificada por Felipe V” (ibíd.: 305).

Lo más significativo, por tanto, es que podemos aventurar que, desde mediados del siglo XVII en adelante, ya no estamos ante un programa de propaganda para combatir a la mayor potencia de Europa occidental. El proceso que arranca entonces, y que está sin duda ligado en el plano de los recursos retóricos a la fase anterior, es el que podemos calificar como desplazamiento de España y su imperio a la periferia de una Europa moderna en vías en construcción. Y en esta fase, que tiene lugar preponderantemente en el siglo XVIII, será cuando se pondrá el acento en el carácter atrasado, bárbaro e incivilizado de España y su imperio. En cierto sentido, algo así expresa Antonio de Capmany al aceptar que “nosotros somos de los que menos hemos contribuido para hacer la Europa moderna, tan superior a la antigua” (cit. en Marías 1963: 201-202). Y François Lopez anticipa intuitivamente ese proceso del que hablamos al asegurar que “L’Espagne est devenue l’idéal repoussoir d’une Europe qui se définit elle-même comme la civilisation du progrès et de la libre pensée” (1976: 325). Lo anticipa para, refiriéndose a las frases más citadas de Masson, interpretarlas de modo perspicaz y profundo: “C’était en quelques mots faire disparaître toute une nation de la carte de l’Europe civilisée, réduire à néant sa contribution à la marche des idées et au progrès des connaissances” (ibíd.: 347). En efecto, el valor simbólico del texto de Masson —vulgar y sin originalidad— radicaba exactamente en eso: en poner por escrito, y en una obra de previsible gran difusión europea, la desaparición o amputación simbólica de España —o, como dice Lopez, la “bannisait de l’Europe civilisée” (ibíd.: 348)— del curso que había conducido a la modernidad racionalista y civilizada, y, en consecuencia, de la modernidad misma (a la que pretendería renunciar la siguiente modernidad que se llamaría a sí misma posmodernidad). Podría decirse que era la verdadera y auténtica solución del problema español para las que habían sido sus potencias rivales, o la auténtica y satisfactoria venganza de los nuevos poderes imperialistas.4

Pero, sobre todo, me parece esencial la explicación general que da Lopez de las modificaciones que tienen lugar en las posiciones antiespañolas:

Suivant les époques, en effet, la légende anti-hispanique a été diversement modulée, en fonction des affrontements politiques et des crises religieuses qui ébranlaient l’Europe, et à un niveau plus profond de la conjoncture économique et des variations axiologiques entraînées par la transformation interne des sociétés (1976: 319).

En esa diversa modulación hay que recordar 1) la ocupación por la corona de Aragón del espacio mediterráneo que los italianos habían monopolizado; 2) las críticas lascasianas de la colonización americana; la guerra con los calvinistas holandeses; 3) la guerra con los protestantes ingleses, con la expedición de la Armada como punto culminante; 4) la consolidación de una diáspora calvinista junto a una diáspora judía en Holanda y especialmente en Ámsterdam; la guerra de los Treinta Años y los conflictos con Francia; 5) la renovación de la guerra con Inglaterra a mediados del XVII.

El problema no es que quien escribe o habla de España revele, como dice Matthey a propósito de Montesquieu, “une ignorance flagrante de la réalité culturelle espagnole” (2008: 417). Ya Pierre Chaunu había indicado con perspicacia que “la légende noire est le reflet d’un reflet, une image doublement déformée, parce que doublemente reflétée” (cit. en Lopez 1976: 325). Y mucho menos que lo digan así los españoles tratando de defenderse de las agresiones culturales del exterior. Porque los lugares comunes, las meras opinones, las doxa, se construyen precisamente sobre el desconocimiento y la ignorancia más absoluta. Tampoco tiene significación alguna que el objeto de la leyenda trate de demostrar “objetivamente” la falsedad de las acusaciones. El verdadero problema radica en cómo se incorporan esos lugares comunes en una campaña que tiene objetivos estratégicos más importantes, para lo cual todo texto, toda intervención, desempeña un papel significativo y significante.

Tiene razón Julián Marías cuando afirma: “Entre todas las críticas acumuladas sobre España por parte de extranjeros durante el siglo XVIII, hay dos que tuvieron resonancias excepcionales” (1963: 23). Se refiere, obviamente, a las de Montesquieu y Masson. No voy a hablar de Montesquieu ni me voy a detener demasiado en Masson de Morvilliers, cuyo “mensaje” antiespañol se caracteriza, sobre todo, por su falta de originalidad. Obviamente, de los comentarios de Montesquieu se deriva en buena lógica que España “c’est peut-être la nation la plus ignorante de l’Europe” (García Cárcel 1998: 158), aunque Masson se aventura a asentar que “les arts son éteints [...] les sciences, le commerce!” (Lopez 1976: 353). De Voltaire y su Dictionnaire philosophique proviene la idea de que en España hay que esperar “d’un moine la liberté de lire & de penser” (García Cárcel 1998: 158). De varios lugares, el odio a la Inquisición y achacarle ser la responsable de crear un pueblo de esclavos e hipócritas. Tampoco es suya la imagen de que toda Europa, incluida Dinamarca, Suecia, Rusia y Polonia —por no hablar de Italia, Inglaterra, Alemania y Francia— “ennemis, amis, rivaux, tous brûlent d’une généreuse émulation pour le progrès des sciences & des arts!” (ibíd.: 158). En ese contexto brota la formulación sintética más precisa del papel que se le ve y se le da a España en la génesis de la Europa moderna: “Mais que doit-on à l’Espagne? Et depuis deux siècles, depuis quatre, depuis dix, qu’a-t-elle fait pour l’Europe?” (ibíd.: 158). Pero no se detiene ahí Masson en su euforia retórica, y creo que poco interés se ha mostrado por esta parte del retrato que traza de la cultura española y del mundo hispánico. La posición de España ya no pertenece a Europa, ni siquiera al nivel de Rusia o Polonia. En efecto, “Elle ressemble aujourd’hui à ces colonies faibles et malheureuses, qui ont besoin sans cesse du bras protecteur de la métropole” (ibíd.: 158-159), idea sugerida por Montesquieu en L’Esprit des lois. España se ha convertido simbólicamente en una colonia por su estado de menor edad —“peuple enfant” lo llama Lopez (1976: 353)—, por su ausencia de cultura y civilización, de modo que todo, absolutamente todo, tiene que proporcionársele desde la metrópoli.5 Y si eso se piensa y dice de España, no es precisa gran imaginación para suponer lo que se piensa y dice de su imperio. Pero esa parte conecta con las políticas neoimperialistas de la época, que tratan de desacreditar definitivamente a España como gestora de un poder para el que —según sus rivales— nunca estuvo preparada, a diferencia de sus potenciales sustitutas. Me parece erróneo, sin embargo, deducir de ahí lo que recientemente Alberto Medina ha llamado la “orientalización” de España “que continuará a lo largo del siglo siguiente” (2009: 33). La amputación de España de la modernidad racionalista y empírica no alcanza a su identificación plena con un África vista como la encarnación misma del atraso.

Evidentemente, la resonancia de los comentarios de Masson no fue probablemente más allá de los españoles que leyeron el artículo. Por eso es esencial retener una idea: Masson no hace más que sintetizar y bordar las ideas que intelectuales de verdadera envergadura y prestigio habían ido diciendo a lo largo del siglo. Una de las repercusiones del artículo de Masson es, al margen de toda la literatura apologética que se produce en España y en otros lugares, el debate que tiene lugar —y sobre el que Matthey ha llamado muy acertadamente la atención— entre intelectuales españoles que se posicionan a favor o en contra de las opiniones vertidas por Masson. Porque ese debate forma parte de las numerosísimas intervenciones efectuadas a lo largo del siglo XVIII por los intelectuales españoles en relación estrecha con la nación y la identidad nacional. En cierto sentido, ese es el objetivo de Antonio Feros al afirmar: “I am interested in understanding in what senses these critiques, and Spanish responses, helped Spaniards to define themselves, their history, their culture and ultimately their character”.

Antes de proseguir se impone una breve digresión sobre la identidad nacional por dos razones. La primera es que varios críticos han cuestionado el uso de dicho concepto —pensemos en Rogers Brubaker y Frederick Cooper en “Beyond Identity”, o en Jorge Orlando Melo en el artículo “Contra la identidad”—, sin embargo, nadie hasta ahora ha podido proscribirlo. Entre otras razones porque, siempre que se precisen los márgenes o límites de su empleo, sigue teniendo una utilidad indiscutible. Y todavía más en particular cuando se habla del pensamiento conservador, porque ha sido el conservadurismo político —por no hablar del reaccionarismo radical— el que se ha aferrado a una determinada visión de la identidad nacional para justificar sus demagogias y sus programas de gobierno. La segunda es porque clarificar el sentido de ese concepto también permitirá entender —e incluso aceptar— el uso anacrónico del mismo al aplicarlo al siglo XVIII, cuando las expresiones con que se alude al mismo varían entre el ser nacional, el ser español, etcétera. Y como última precisión digamos que yo no voy a entrar en las diversas naciones que constituyen el estado español y, por tanto, en la multiplicidad de identidades que podrían diferenciarse.

Teniendo en cuenta los procesos históricos, culturales e ideológicos que la han configurado, la identidad nacional no puede verse desde un punto de vista esencialista, que prefiere considerarla como algo que existe en sí y por sí de modo atemporal, en vez de tenerla como una construcción puramente artificial. Como escribe Robert Foster: “Neither the nation-as-community nor, therefore, national culture has any essential properties [...] Nations, and national cultures are artifacts” (1991: 252). Uno de los aspectos clave de la identidad nacional es que es capaz de provocar un apego sentimental, psicológico y afectivo en el individuo, lo cual es esencial para comprender cómo se ha manipulado en función de intereses y objetivos políticos contrapuestos. Y ello explica también la tendencia conservadora a recurrir al esencialismo: si siempre hemos sido lo que somos, parece más fácil implicar afectivamente a la gente. Según Eric Hobsbawm: “Nationalism requires too much belief in what is patently not so [rational]” (1990: 12). Además, a menudo se logra provocar en los miembros de la nación el sentimiento de pertenecer a una misma comunidad que comparte algo a pesar de todas las diferencias de clase, ideología, raza o religión que los separan. En ese sentido, el amor a la nación suscitado en el individuo por complejos mecanismos de psicología social se pone siempre por encima de cualquier resentimiento causado por las injusticias y desigualdades dentro de la sociedad (Anderson 1994: 7; Foster 1991: 247). De ese modo, la identidad de cada uno se ve “sustituida” por una identidad colectiva que no es nada más que una creación artificial que sirve para manipular más fácilmente a la sociedad en su conjunto.

Al mismo tiempo, y en un proceso concomitante, al lado del amor hacia “lo nuestro” y del apego afectivo a la propia nación se genera y fomenta el odio y el rechazo de todo lo que se ve como ajeno, extraño, extranjero, otro. Ya que al crear el mito del carácter o la identidad nacional se les adscriben a todos y cada uno de los representantes de la nación las mismas características y los mismos valores y aquellos que viven fuera de las fronteras de la nación —geográficas y/o psicológicas— y no comparten los mismos rasgos identitarios se ven como “lo/el otro”. Ahí se origina la animosidad que siente un pueblo frente a las otras naciones, porque ha sido manipulado para experimentar ese sentimiento. Por otra parte, también se puede producir y se produce ese tipo de animosidad entre los diferentes grupos dentro de un mismo país, cada uno de los cuales pretende representar y defender la visión verdadera y auténtica de cómo es el carácter nacional —y, por tanto, el nacionalismo— en términos que excluyen toda otra visión alternativa. Según plantea Stuart Hall “identities can only function as points of identification and attachment only because of their capacity to exclude” (1996: 5). Así se produce la reacción de lo que Edward Said ha definido como “uncritical condemnation of outside enemies” (1994: 252), que se traduce en la convicción de que “lo nuestro” es siempre mejor que lo ajeno y en el deseo de defender a cualquier precio los valores supuestamente antiguos, demostrados por la tradición y compartidos por todos, aunque ese “todos” sea una abstracción, una invención o una imposición.

Uno de los mecanismos empleados para crear el sentimiento de comunidad espiritual o cultural reside en el intento de construir una versión determinada del pasado histórico que todos los miembros de la nación pueden y deben compartir. Las representaciones hegemónicas del pasado de una sociedad determinada constituyen las versiones de ese pasado que sirven para mantener las relaciones de poder existentes. Como escribe Paul Connerton: “Images of the past commonly legitimate a present social order. It is an implicit rule that participants in any social order must presuppose a shared memory” (1989: 3). Para configurar el sentimiento de nación y, por tanto, construir la base emotiva, psicológica e ideológica del nacionalismo, es imprescindible insertar en la memoria individual los elementos clave que la vinculan con una memoria colectiva creada a través de ese proceso de exclusión y manipulación interpretativa de los datos. Manipulación es palabra que alude a la función intencionalmente mitificadora de la imaginación (creadora) puesta en contacto con el sueño de una nación. La formación de la idea de la nación, por tanto, no se puede llevar a cabo sin suprimir o inventar cierto tipo de historia nacional, además de crear un conjunto de símbolos, prácticas e iconos que, al ser mencionados o simplemente aludidos, deben provocar siempre una reacción de apego sentimental a la nación y a las ideas y actitudes vinculadas con esos símbolos. Escribe Anthony Smith que:

National symbols, customs and ceremonies are the most potent and durable aspects of nationalism. They embody its basic concepts, making them visible and distinct for every member, communicating the tenets of an abstract ideology in palpable, concrete terms that evoke instant emotional responses from all strata of the community (1991: 77).

El papel que desempeñaron los intelectuales, en España como en el resto de Europa y el mundo occidental, para la creación del mito de la identidad nacional fue fundamental: “A las academias —Real Academia Española, Real Academia de la Historia, Real Academia de Bellas Artes— se les encargaron tareas y responsabilidades que equivalían [...] a la elaboración de la propia identidad nacional” ha escrito Juan Pablo Fusi (2000: 147). Por otra parte, lo que llamamos la Ilustración —corriente coetánea del dominante barroco europeo— representó en todos los países la continuidad y profundización de una ruptura con el pasado en cuanto a la manera de pensar y concebir el mundo. Por todas partes se entabla una lucha entre los que apoyan los cambios y el progreso y los que se ven amenazados por esos cambios y siguen aferrados a los modelos antiguos de vivir y pensar. Se ha señalado que el nacionalismo fue “inventado” por los núcleos intelectuales que estaban tratando de llegar al poder por medio de esa manipulación político-cultural, aludiendo claramente a quienes intervinieron en la génesis de las revoluciones burguesas (inglesa, francesa, americana, española). Así, Smith plantea que el nacionalismo es “a ‘movement of intelectuals’ excluded from power and bent on acquiring it through leadership of ‘the people’ whose cultural definition they have themselves supplied” (1991: 95). En efecto, el enfrentamiento entre diversos grupos de intelectuales se produce acerca de la cuestión de quién tiene el derecho legítimo y la autoridad de representar a “la nación” y expresar —o en realidad crear— la “verdadera” idea de la identidad nacional.

En España la necesidad de autodefinirse en términos identitarios se agravó por la crisis de adaptación a su nueva posición en el mapa geopolítico del paso del siglo XVII al XVIII; pero, sobre todo, hay que tener en cuenta la importancia para el desarrollo de la identidad nacional del proyecto de unificación española que forma parte del programa político de la nueva dinastía borbónica señalado por Gonzalo Anes (1998: 223). La necesidad puramente política de lograr la unificación del país va acompañada del deseo de forjar una identidad que incluya a todos los españoles. Juan Pablo Fusi ha afirmado que “fue el centralismo borbónico, el reformismo ilustrado, el que terminaría por crear el sentimiento de nación” (2000: 130). Y, como había escrito Maravall, “en España la empresa de la guerra de la Independencia hubiera sido inconcebible sin esa etapa ilustrada previa de ‘nacionalización’ de la sociedad’” (1991: 257), idea que comparte Antonio Elorza y ha seguido, más recientemente, Francisco Sánchez-Blanco. Así, pues, es el siglo ilustrado, el siglo XVIII, el que va a contemplar y protagonizar el proceso de articulación de una visión de la identidad nacional que será cuestionada y replanteada en épocas posteriores, sin duda, pero que permanecerá como una referencia irrenunciable.

Al hablar de los apologistas solemos —y solían— meter en la misma cesta una variedad de enfoques y aproximaciones que difícilmente podrían soportar la proximidad. Pongo un ejemplo: Leandro Fernández de Moratín escribe en su Viaje de Italia: “Hice noche en medio de estos montes en un lugarcillo infeliz, en cuya posada hallé una buena sopa, una excelente tortilla, pichones, pollos, jamón, un guisado de vaca, manteca, queso, barquillos y vino tinto y blanco. Apologistas, ¿se halla esto en Villaverde a las once de la noche?” (2008: 1012). Nótese cómo Moratín ha desplazado el ámbito de las apologías iniciales a esferas que prácticamente no tienen ninguna presencia en los textos apologéticos: la comodidad de la vida, la satisfacción de placeres de la gastronomía o de la bebida. Por eso me parece necesario hacer un poco de selección en esa cesta. Primero, porque hay diversos “ataques” culturales en el XVIII (dejo aparte el tiempo anterior) que provocan diferentes respuestas “apologéticas”: desde Pierre Régis o Montesquieu hasta Du Perron du Castera, Fleuriot de Langle y su Voyage de Figaro en EspagneTeatro español