Cubierta

Diario irlandés

Heinrich Böll

Traducción de Joan Parra

Plataforma Editorial

Esta Irlanda existe, pero el autor no se hace responsable si alguien va allí y no la encuentra.

Dedico este librito a la persona que me estimuló a escribirlo:

Karl Korn.

H. B.

1. LLEGADA I

AL SUBIR A BORDO del vapor, vi, oí y olí que había traspasado una frontera; había visto una de las caras amables de Inglaterra: la casi bucólica Kent, después de rozar apenas el milagro topográfico de Londres, y luego una de las caras sombrías: Liverpool; pero aquí, en el vapor, se había acabado Inglaterra: aquí ya olía a turba, sonaba el celta gutural por el bar y el entrepuente, aquí el orden social de Europa adquiría otras formas: la pobreza no solo ya no era «una vergüenza», sino tampoco una honra: resultaba —como índice de posición social— tan trivial como la riqueza; los pliegues de la ropa habían perdido su agudeza, y el imperdible, la vieja fíbula céltico-germánica, volvía por sus fueros; donde el botón del sastre habría puesto un punto, colgaba la coma del imperdible; signo de improvisación, hacía posibles los pliegues allá donde el botón los habría impedido. También lo vi sosteniendo etiquetas de precios, prolongando tirantes, sustituyendo gemelos, y hasta en funciones de arma con la que un niño pinchaba a un hombre por el fondillo de los pantalones: al ver que el hombre no reaccionaba, el muchacho se sorprendió y luego se asustó; entonces lo tocó con el dedo índice para comprobar si vivía todavía: vivía, y, risueño, le dio una palmada en la espalda al niño.

Iba alargándose la cola ante la ventanilla donde se servía en generosas porciones y a bajo precio el néctar de Europa Occidental: el té; como si los irlandeses se empeñaran en mantener a toda costa ese otro récord mundial que ostentan, algo por delante de Inglaterra: en Irlanda se consumen anualmente casi cinco kilos por cabeza; año tras año se derrama por cada garganta irlandesa una pequeña piscina de té.

Mientras avanzaba lentamente en la cola, tuve tiempo para evocar los restantes récords mundiales irlandeses: este pequeño país no solo ostenta el de consumo de té, sino también el de vocaciones sacerdotales (la archidiócesis de Colonia, por ejemplo, tendría que ordenar anualmente casi mil sacerdotes para poder competir con cualquier pequeña archidiócesis irlandesa); el tercer récord mundial de Irlanda es el de espectadores de cine (de nuevo seguida de cerca por Inglaterra: ¡cuánto en común pese a tantas divergencias!); y por fin el cuarto récord, muy significativo, que no me atrevo a afirmar que esté en relación causal con los otros tres: Irlanda es el país del mundo con menos suicidas. Los récords de consumo de whiskey y tabaco no han sido todavía homologados, pero también en esas disciplinas lleva la delantera Irlanda, ese pequeño país con la superficie de Baviera pero menos habitantes que los que viven entre Essen y Dortmund.

Una taza de té a eso de la medianoche, tiritando al viento oeste, mientras el vapor penetraba poco a poco en alta mar; luego un whiskey, arriba en el bar, donde el celta gutural resonaba todavía, pero ahora a través de una sola garganta; en la antesala del bar, un grupo de monjas se acurrucaban como grandes aves de corral para pasar la noche, abrigadas bajo las tocas y los largos hábitos, recogiendo los largos rosarios como se recogen las amarras al zarpar un barco; en la barra, a un hombre joven con un niño de pecho en brazos le negaron la quinta cerveza, y a su mujer, que estaba a su lado con una niña de dos años, el cama- rero le retiró también el vaso sin volver a llenárselo; el bar se vaciaba lentamente, ya había enmudecido el tono gutural del celta; las monjas cabeceaban silenciosas, presas del sueño; una se había olvidado de recoger el rosario, y las gruesas cuentas rodaban por el suelo al compás del barco; la pareja con los niños en brazos, que se había quedado sin el último trago, se cruzó conmigo tambaleante, rumbo al rincón donde había alzado su pequeña fortaleza de maletas y cajas de cartón: allí dormían otros dos niños, recostados a ambos lados contra la abuela, cuyo mantón negro ofrecía por lo visto calor suficiente para tres; al niño de pecho y a su hermanita de dos años los metieron en un cesto y los taparon; los padres, silenciosos, se colaron entre dos maletas, se arrimaron el uno al otro, y la mano del hombre, blanca y delgada, extendió luego sobre la pareja un impermeable, a modo de techo de tienda de campaña. Silencio; solo las cerraduras de las maletas tintineaban suavemente al ritmo de la marcha.

Yo, que había olvidado asegurarme un sitio para pasar la noche, crucé por encima de piernas, cajas y maletas; en la oscuridad brillaban cigarrillos, y me llegaban fragmentos de conversaciones a media voz:

—En Connemara… nada que hacer… de camarera en Londres.

Me acurruqué entre botes y chalecos salvavidas, pero el viento oeste soplaba cortante y húmedo; me levanté y eché a andar por el barco, que más parecía un barco de emigrantes que de gente que volvía a casa; piernas, ascuas de cigarrillos, fragmentos de conversaciones entre susurros, hasta que un cura me cogió por el borde del abrigo y, con una sonrisa, me invitó a sentarme a su lado; me recosté con la intención de dormir, pero delante del cura, a la derecha, una voz clara y suave hablaba desde debajo de una manta de viaje a rayas verdes y grises.

—No, father, no, no… Si pienso en Irlanda me pongo triste. Bastante hago con volver una vez al año a ver a mis padres. Mi abuela todavía vive. ¿Conoce usted el condado de Galway?

—No —dijo en voz baja el cura.

—¿Y Connemara?

—No.

—Pues debería ir por allí a echar un vistazo. Y a la vuelta, pásese por el puerto de Dublín y fíjese bien en lo que exporta Irlanda: niños y curas, monjas y galletas, whiskey y caballos, cerveza y perros…

—Hija mía —dijo en voz baja el cura—, ¿cómo se te ocurre mencionar todas esas cosas de un tirón?

Bajo la manta de viaje verde y gris se encendió una cerilla; por unos pocos segundos se hizo visible un enérgico perfil.

—No creo en Dios —dijo la voz clara y suave—. No, no creo en Dios, así que ¿por qué no voy a juntar curas, whiskey, monjas y galletas? Tampoco creo en Kathleen ni Houlihan, la Irlanda de los cuentos de hadas. He trabajado dos años de camarera en Londres. He visto cuántas chicas de vida fácil…

—Hija mía —dijo en voz baja el cura.

—… cuántas chicas de vida fácil exporta a Londres Kathleen ni Houlihan, la isla de los santos.

—¡Hija mía!

—El cura del pueblo también me llamaba «hija mía». Los domingos venía en bicicleta a decir misa, desde muy lejos; pero él tampoco podía evitar que Kathleen ni Houlihan exportara lo más valioso que tiene: sus propios hijos. Vaya usted a Connemara, father; seguro que no ha visto nunca tantos paisajes bonitos con tan poca gente; venga a decir misa allí y me verá el domingo arrodillada en la iglesia, como una buena creyente.

—¿Pero no dices que no crees en Dios?

—¿Usted cree que, por respeto a mis padres, puedo permitirme el lujo de no ir a misa? «Nuestra hija querida sigue tan piadosa como siempre; qué buena chica es». Y mi abuela, cada vez que vuelvo, me da un beso, me bendice y me dice: «Sigue siempre así, tan devota, hija mía»… ¿Sabe usted cuántos nietos tiene mi abuela?

—Hija mía, hija mía —dijo el cura en voz baja.

El ascua del cigarrillo se iluminó, dejando ver de nuevo por un instante el severo perfil.

—Treinta y seis. Mi abuela tiene treinta y seis nietos; tenía treinta y ocho, pero uno que era aviador murió en la batalla de Inglaterra, y otro se hundió con un submarino inglés; todavía viven treinta y seis, veinte en Irlanda y los otros…

—Hay países —dijo en voz baja el cura— que exportan higiene y pensamientos suicidas, cañones atómicos, ametralladoras, coches…

—Sí, todo eso ya lo sé —dijo la voz clara y suave de muchacha—; lo sé, padre: yo misma tengo un hermano que es cura, y dos primos: son los únicos de la familia que tienen coche.

—Hija mía…

—Voy a ver si duermo un poco; buenas noches, father, buenas noches.

El cigarrillo encendido voló por la borda y la manta de viaje verde y gris se ciñó en torno a los frágiles hombros. El cura meneaba sin parar la cabeza, consternado; o tal vez la movía solo el ritmo de la marcha.

—Hija mía —volvió a decir en voz baja; pero no obtuvo respuesta.

Se reclinó suspirando y levantó el cuello del abrigo; llevaba en el revés de la solapa cuatro imperdibles de reserva: cuatro de ellos, colgados de un quinto, transversal, se bamboleaban al ritmo del suave cabeceo del vapor, que penetraba en la gris oscuridad rumbo a la isla de los santos.

2. LLEGADA II

UNA TAZA DE TÉ a eso del amanecer, tiritando al vien- to oeste, mientras la isla de los santos se esconde todavía del sol, envuelta en la neblina; esta es, pues, la isla en la que vive el único pueblo de Europa que jamás ha emprendido expediciones de conquista, pero que ha sido conquistado varias veces, por los daneses, los normandos, los ingleses; solo ha enviado sacerdotes, monjes, misioneros que, dando un extraño rodeo por Irlanda, llevaron a Europa el espíritu de la ascética de Tebas; hace más de mil años se encontraba aquí, tan lejos del centro, extramuros, proyectado hacia el interior del Atlántico, el corazón ardiente de Europa…

Todo eran mantas de viaje verdes y grises ceñidas en torno a frágiles hombros, perfiles enérgicos, y, en el cuello alzado de más de un cura, imperdibles transversales de reserva, de los que colgaban en leve balanceo dos, tres, cuatro imperdibles más… Vi caras delgadas y ojos soñolientos, y al bebé en su cesto, succionando el biberón, mientras el padre luchaba en vano por conseguir una cerveza en la ventanilla del té. El sol de la mañana iba extrayendo lentamente casas blancas de la bruma, un faro le ladraba en rojo y blanco al barco, el vapor entraba resollando lentamente en el puerto de Dún Laoghaire. Las gaviotas le saludaron, y la gris silueta de Dublín se hizo visible y desapareció de nuevo: iglesias, monumentos, diques, un gasómetro: los vacilantes penachos de humo de unas cuantas chimeneas: la hora del desayuno, aunque solo para unos pocos: Irlanda dormía todavía, allá abajo en el muelle los estibadores se frotaban los ojos para sacudirse el sueño, y los taxistas tiritaban al viento de la mañana. Lágrimas irlandesas saludaban a la patria y a los que regresaban. Por el aire volaban nombres, de un lado a otro, como pelotas.

Cansado, tambaleándome, pasé del barco al tren, del tren, a los pocos minutos, a la estación de Westland Row, grande y oscura, y de allí a la calle: una mujer joven retiraba del alféizar de una casa negra una lechera de color naranja; me sonrió y le devolví la sonrisa.

De haber tenido la inquebrantable ingenuidad del artesano alemán que, llegado a Ámsterdam, se dedicó a indagar la vida y milagros del señor Kannitverstan [en holandés, «no entiendo»], habría podido acabar indagando por mi parte en Dublín la vida y milagros del señor Sorry, puesto que, preguntara a quien preguntara y fuera cual fuera la pregunta, recibía siempre la misma lacónica respuesta: Sorry. Yo no sabía, aunque empezaba a adivinarlo, que las horas comprendidas entre las siete y las diez de la mañana son las únicas en que los irlandeses propenden al laconismo, así que me decidí a no hacer uso de mis escasos conocimientos lingüísticos, y me resigné, apenado, a no ser tan inquebrantablemente ingenuo como el envidiable artesano alemán en Ámsterdam. Qué hermoso habría sido preguntar: ¿De quién son esos grandes barcos que hay en el puerto? Sorry. ¿Quién es ese que está ahí en lo alto de esa columna, solitario entre la bruma matutina? Sorry. ¿De quién son esos niños harapientos y descalzos? Sorry. ¿Quién es ese joven misterioso que imita con tan engañosa semejanza a una ametralladora —tac tac tac tac— desde la plataforma trasera del autobús, en la neblina? Sorry. ¿Y quién navega tan temprano por las calles viento en popa, a toda vela, con bastoncillo y chistera gris? Sorry.

Decidí confiar más en mis ojos que en mi lengua y en la oreja del prójimo y resarcirme estudiando los letreros de las tiendas, y entonces salieron a mi encuentro, en forma de tenedores de libros, taberneros o verduleros, los Joyce y los Yeats, los McCarthy y los Molloy, los O’Neill y los O’Connor, incluso las huellas de Jackie Coogan parecían conducir hasta allí, y tuve que decidirme a reconocer que el hombre de lo alto de la columna, solitario todavía en el fresco matutino, no se llamaba Sorry, por supuesto, sino Nelson.

Compré una revista, un cuadernillo que se llamaba Digest Irlandés, y me dejé tentar por un letrero que prometía Bed and Breakfast reasonable; «cama y desayuno razonable», traduje para mi coleto la promesa, y me decidí, ante todo, por un razonable desayuno.

Si comparamos el color del té continental con el de una foto envejecida, el color del té de estas islas situadas al oeste de Ostende podría compararse —antes de cobrar, con la leche, un color similar al de la piel de un rollizo bebé— con los tonos oscuros, entreverados de reflejos dorados, de los iconos rusos; en el continente el té se sirve flojo, pero en valiosos juegos de té de porcelana, mientras que aquí las teteras abolladas de hojalata vierten con indiferencia en tazones de loza un néctar angélico para solaz del peregrino, y además escandalosamente barato.

El desayuno fue bueno y el té digno de elogio, y por el mismo precio el lote incluía la sonrisa de la joven irlandesa que me lo sirvió.

Me puse a hojear la revista y lo primero que encontré fue una carta al director en la que se exigía el derrocamiento de Nelson y su sustitución por una estatua de la Virgen María. Luego otra carta en pro de la caída de Nelson, y otra más…

Eran ya las ocho y la locuacidad empezó a avivarse, e incluso a envolverme: me abrumaron con un alud de palabras de las que solo entendía una: Germany. Decidí —amable pero resuelto a defenderme a golpes de sorry, el arma del país— disfrutar de la sonrisa gratis de la desaliñada diosa del té, hasta que me sobresaltó un rugido repentino, poco menos que un trueno. ¿Tan intenso era el tráfico ferroviario en aquella peculiar isla? El trueno se sostuvo y se hizo articulado, hasta que el vehemente arranque del Tantum ergo devino clara y limpiamente audible, a partir del Sacramentum — veneremur cernui; el himno, que salía de la iglesia de San Andrés, situada enfrente, resonó hasta la última sílaba por la Westland Row; e igual que las primeras tazas de té fueron tan buenas como las muchas que habría de beber todavía —en poblachos sucios y abandonados, en hoteles y junto al fuego de las chimeneas—, se me quedó también grabada la impresión de sobrecogedora religiosidad que inundó la Westland Row poco después del Tantum ergo: en mi país solo se ve salir a tanta gente de la iglesia después del oficio pascual o la misa del Gallo. Pero tampoco se me había olvidado la confesión de la incrédula de enérgicas facciones.

Eran solo las ocho, domingo, demasiado pronto todavía para despertar a mi anfitrión: pero el té se había enfriado, en el café olía a grasa de cordero, los parroquianos recogían apresurados cajas y maletas y ponían rumbo a sus autobuses. Hojeé desganado el Digest Irlandés, traduciéndome a trompicones las primeras líneas de unos cuantos artículos y cuentos, hasta que en la página 23 me llamó la atención una sentencia: entendí el aforismo mucho antes de haberlo traducido: entendido sin traducirlo sonaba casi mejor que en alemán: «Los cementerios —rezaba— están llenos de gente de la que el mundo no podía prescindir».

Me pareció que aquella sentencia bien valía ya un viaje a Dublín, y decidí guardarla en lo más hondo del corazón, para los momentos en que me creyera importante (más tarde me pareció la clave de esa curiosa mezcla de pasión e indolencia, de ese feroz cansancio, de esa indiferencia mezclada con fanatismo con la que iba a tropezar tantas veces).

Cuando por fin me decidí a despertar a mi anfitrión pese a lo bárbaramente temprano de la hora, me hallaba entre imágenes de grandes y frescas villas ocultas tras los rododendros, escondidas tras palmeras y adelfas; al fondo se divisaban las montañas, y más acá largas hileras de árboles.

Ocho horas más tarde un compatriota me explicaba ya categóricamente: «Aquí todo está sucio, todo es caro, y no hay manera de encontrar un fricandó como Dios manda». Y ahí empecé ya a defender a Irlanda, pese a llevar solo diez horas en el país, diez horas de las que había dedicado cinco a dormir, una a tomar un baño, una a visitar una iglesia y otra, la última, a discutir con aquel compatriota que contraponía su medio año de estancia a mis diez horas. Defendí apasionadamente a Irlanda, blandiendo el té, el Tantum ergo, a Joyce y a Keats contra el fricandó, tanto más peligroso para mí cuanto que me era desconocido (mucho después de regresar a casa busqué la palabra en el diccionario: «cierto guiso de la cocina francesa», leí), aunque tenía la vaga sensación de estar luchando contra algún plato de carne; pero mi lucha fue en vano: el que marcha al extranjero desea dejar atrás los inconvenientes de su país —¡esas prisas alemanas!—, pero le gustaría llevarse el fricandó; probablemente se llevará un chasco el que pida un té en Roma, igual que se lo llevará el que beba café en Irlanda, a no ser que lo pida en un restaurante italiano. Me di por vencido, regresé en autobús y contemplé admirado las interminables colas que se formaban delante de los cines, al parecer bastante abundantes: por la mañana, pensé, se agolpan dentro y fuera de las iglesias, y por la tarde dentro y fuera de los cines; en un quiosco verde sucumbí de nuevo a la sonrisa de una irlandesa, y compré periódicos, tabaco y chocolate, hasta que mi atención recayó en un libro que pasaba inadvertido entre una serie de folletos: la portada, en blanco orlado de rojo, estaba ya sucia, costaba un chelín, de segunda mano, y lo compré. Era el Oblómov de Goncharov, en traducción inglesa. Yo sabía que Oblómov tenía su hogar unos 4.000 kilómetros más al este, pero intuía también que no podía encajar mal del todo en este país que tanto detesta madrugar.