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Tres ucronías en el horizonte de posibilidades del nazismo

Dedico este libro a mis padres y a todos aquellos que han padecido los totalitarismos y sus guerras.

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Agradecimientos

Agradezco a Marcelo Burello y a Pablo Capanna por sus orientaciones a la hora de dar forma a esta investigación, allá en un ya lejano 2011.

Y no puedo dejar de mencionar mi gratitud por los sabios consejos de Adriana Cid, que me ayudaron a redactar la primera parte de este libro, y la esforzada labor de corrección del texto definitivo que hizo Daniela Serber.

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PRÓLOGO

por Pablo Capanna

Si pensamos en esa genealogía que enlaza a los argonautas y Odiseo con Colón, los exploradores y las naves espaciales, tendremos que reparar en la atracción que siempre ha ejercido el espacio sobre el imaginario occidental.

Esta fascinación fue la que siempre nos empujó más allá de las fronteras del mundo conocido, en busca del misterio o la trascendencia. La aventura siempre fue más apasionante cuanto más lejano y misterioso era su escenario. Los viajeros nos acicateaban con los misterios del Asia, la exuberante naturaleza africana, el enigma hiperbóreo, el fondo del mar y el centro de la Tierra: allí estaba la aventura.

Quien haya vivido buena parte del siglo pasado recordará el misterio que rodeaba a la Amazonia y la Antártida; hacia 1950 seguían siendo tan remotas como Marte. Hoy solo nos queda por conocer una parte del fondo marino, pero desde nuestras pantallas podemos visitar la Luna y Marte, pasear por la Gran Muralla, y hasta espiar a nuestros vecinos.

Durante un tiempo, visitamos planetas imaginarios, pero hasta el espacio dejó de ser noticia y sus fronteras amenazan con convertirse en destinos turísticos. Eso quizás explique el éxito de Tolkien y sus imitadores, que supieron construir universos ficticios para la aventura.

Todo esto nos lleva a descubrir que el tiempo es el último ámbito donde cabe ejercer la fantasía. No se trata de reconstruir el pasado ni de soñar con el futuro, porque, como alguna vez observó J. G. Ballard, “no hay futuro, y el pasado está en la BBC”. Sin embargo, la imaginación todavía puede jugar con el pasado, como supo hacer con el futuro. El último desafío será atreverse a intervenir al pasado; de eso se ocupa la ucronía.

Así como la utopía no está “en ninguna parte”, la ucronía habita en un tiempo paralelo al de la historia que conocemos. Con diversas intenciones, los creadores de ucronías nos proponen imaginar presentes alternativos, mejores o peores que el nuestro.

El disparador de la ucronía es el catacronismo: eso que la lógica y aun los periodistas llaman contrafáctico. Si aquella batalla la hubiese ganado otro, o si la nariz de Cleopatra hubiese sido menos respingada, el mundo sería muy distinto. Como aquel personaje que descubría que siempre había hablado en prosa, reconocemos que hasta en la vida diaria recurrimos a las hipótesis contrafácticas. En las mesas de café se argumenta que otro hubiera sido el partido si hubiese jugado tal o cual jugador, mientras otros disertan sobre cómo estaría el país si las elecciones las hubiese ganado su partido.

La ucronía nació en el siglo XIX, en plena vigencia de la idea del progreso. El filósofo Charles Renouvier se preguntó, sin dejar de pensar que el futuro sería utópico, si hubiera sido posible evitar la violencia y el sufrimiento del pasado, y propuso usar la imaginación para rectificar la historia.

Pero cuando el siglo XX quiso poner en práctica las utopías, a menudo con resultados espantosos, decayó la confianza en el futuro. Los nuevos ucronistas, quizás con la intención de devolvernos la esperanza, nos mostraron que las cosas hubieran podido ser aún peores.

De esta suerte de ficciones especulativas, de sus propósitos y alcances, trata este libro. El eje de la investigación pasa por la peor de las pesadillas políticas del siglo pasado, el nazismo. Hace muy poco, la ominosa presencia del ISIS nos recordó que aberraciones similares pueden volver a producirse en cualquier momento.

La idea ha ejercido cierta atracción morbosa sobre los autores de ucronías. En este libro se pasa revista a casi todos ellos, pero el autor elige detenerse en tres textos ejemplares: El Sueño de Hierro de Norman Spinrad, La conjura contra América de Philip Roth, y El hombre en el castillo de Philip K. Dick.

La conjunción de dos autores venidos de la ciencia ficción “genérica” con un escritor del mainstream era inimaginable unas décadas antes, y da cuenta de los avances de la crítica. El criterio que llevó al autor a elegir esos títulos es más que sagaz, si consideramos que ellos cubren toda la problemática de este género.

El Sueño de Hierro de Spinrad es la parodia del delirio paranoico que hubiese podido incubar un Hitler escritor sin vocación política. Se vuelve decididamente inquietante cuando notamos que, de admitir sus premisas, el lector llega a encontrarla no solo justificada sino hasta aceptable.

La conjura contra América de Roth escenifica una imaginaria presidencia de Charles Lindberg, que introduce un paréntesis autoritario en la historia de los Estados Unidos, antes de Roosevelt y la guerra mundial. En este caso el autor la usa como marco para acentuar el clima de una historia de por sí realista.

En El hombre en el castillo, Philip K. Dick construye otro escenario convincente, donde los Estados Unidos han sido derrotados por Japón y Alemania. Su momento más irónico se da cuando el personaje central vislumbra la locura del tránsito en una autopista de nuestro mundo y cree haberse asomado al infierno.

Para quien anduvo explorando estos territorios cuando estas novelas aún no habían sido escritas, resulta halagüeño comprobar que donde entonces solo había senderos hoy existen rutas, con sus cruces, puentes, señales, peajes y hasta policía caminera. De las escasas semillas de entonces ha brotado una espesa selva académica, en la cual podemos encontrar tanto hojarasca y maleza como bellas floraciones. Lo más loable es que hayan caído los prejuicios que vedaban ocuparse de textos como estos, que hoy merecen un tratamiento esmerado.

Discernir cuál es el sentido de estas ficciones especulativas, más allá de todo lo que puedan despertar en una lectura ingenua, no es una empresa fácil. Solo con la ayuda de un guía tan experto como el autor de este libro es posible acometerla con éxito.

Liminar

La realidad es aquello que,

cuando dejas de creer en ella,

no desaparece.

Philip K. Dick

Tal vez el mejor engaño del tiempo haya sido la historia. Detrás de su aparente linealidad y de las fuerzas que contiene empujándola hacia el futuro desde un pasado cada vez más arcano, aguarda el azar, agazapado. No nos alcanzaría una enciclopedia borgiana para enumerar todas las posibilidades que encierra, encriptadas como en una semilla, un mero instante. Acaso porque es mendigo dentro de la eternidad, el ahora es menospreciado. La historia moderna, en cambio, goza de un prestigio que algunos de sus profetas fundadores han consolidado. Pero la historia no contiene el tiempo. Es solo, en cierto modo, uno de sus experimentos. Quizás el más importante, pero no el que puede darnos la medida exacta de la realidad. Como todas las cosas que están hechas en el tiempo, convergen en un instante una innumerable cantidad de elementos heterogéneos. Un hecho histórico es, simplemente, la forma en que se produjo una convergencia. Por tanto, todo podría haber sido diferente. Una brisa, un cielo nublado, una gripe, un viajero que mata una mariposa, un proyectil con la pólvora húmeda o un fusible quemado podrían haberlo cambiado todo.

La idea es vertiginosa y, sin embargo, aparentemente, no escaparía de una mera hipótesis fantástica. Los hechos ya sucedieron. No pueden ser ya de otro modo. Pero no debemos descartar este otro aspecto: lo acontecido carga con el peso de lo que no sucedió. Como una sombra, lo no realizado gravita sobre lo real, le da peso, consistencia y forma. Son experimentos que no funcionaron, pero que, por eso mismo, están contenidos por el que sí funcionó.

Tener como objeto de estudio esta sombra de la historia podría parecer un mero entretenimiento ficcional. Pero incluso esa oscuridad puede, paradójicamente, iluminar. La ucronía y la historia contrafáctica constituyen verdaderos modelos de explicación de la historia: modelos ficcionales y no factuales porque, a través de la ficción, podemos dar vida a lo que no ha sucedido a partir de esa vieja pregunta “qué hubiera pasado si…”. De este modo, podemos coexistir con lo inexistente, comprendernos desde aquello que pudimos o no pudimos ser, de lo negado o reprimido. No es revisionismo, sino un insinuante experimento ficcional.

Pero el problema es complejo. ¿Cómo lograr que la ficción se transforme en conocimiento? Platón y Tomás Moro ya se toparon con este problema. La utopía, ese reino maravilloso y deliberadamente lejano, definió la arquitectura que entrelaza el ideal político y la ficción. Modelo de explicación ficcional de la sociedad por excelencia, cada época fue dándole una forma específica, a veces, pervirtiéndola y otras, cambiando el espacio por el tiempo. La distopía y la ucronía constituyen los modelos de explicación no históricos de la historia propios del fin de la Modernidad y del siglo XXI, hibridados de tal forma que nos resultaría ya difícil separar sus cambiantes fragmentos.

Este libro trata del tiempo, de cómo viajar en él, de las encrucijadas entre la ficción y la historia, y del Mal y del Bien que anidan en ella. Recorrer el hilo de Ariadna del nazismo es la posibilidad que elegimos para comprender el laberinto del tiempo y sus monstruos.

Introducción

El pensamiento utópico como modelo de explicación ficcional de la historia

Los hombres conocen los hechos presentes.

Los futuros los conocen los dioses,

plenos y únicos poseedores de todas las luces.

De los hechos futuros los sabios perciben

aquellos que se aproximan. Sus oídos

a veces en horas de honda meditación

se conturban. El misterioso rumor

les llega de los acontecimientos que se aproximan.

Y atienden a él, piadosos. Mientras, en la calle

afuera, nada escuchan los pueblos.

Constantino Kavafis

En el relato “The Ones who walk away from Omelas” (“Los que abandonan Omelas”), la escritora norteamericana Ursula K. Le Guin describe una sociedad perfecta, plena de armonía entre sus estructuras políticas y la vida de sus miembros.1 Omelas, ciudad también perfecta, esconde, sin embargo, una habitación jamás nombrada por sus habitantes, pero conocida por todos ellos: una habitación tabú, un lugar que debe visitarse una vez en la vida para constituirse en ciudadano. En ella hay un niño (acaso una niña: la desnutrición y la suciedad no permiten saberlo desde la distancia del espectador) que vive encadenado, maltratado y despreciado por esa sociedad perfecta. No ha cometido falta ni delito alguno. Muchos, la mayoría de aquellos que vieron al niño, sufren. Pero, luego, aprenden a aceptar esa oscuridad dentro del mundo luminoso en donde viven y, de algún modo, lo olvidan, o bien convierten ese olvido en felicidad en el presente, como una forma de la memoria pasiva en los actos cotidianos. Para ellos, el futuro exige esa abstracción moral. Si no existiera una presencia del dolor, de la injusticia y del sufrimiento, aun como residuos inconscientes o reprimidos, lo perfecto se autodestruiría por la ausencia de una ética, de una herida permanente en la cultura. Una herida que no debe sanar. Una vida sin heridas es una vida para la muerte.

Estos son los hombres corrientes, los que viven y trabajan para la vida, y se quedan en Omelas para hacerlo. Pero hay otros que abandonan la ciudad, se alejan de la perfección. Hay otros cuya memoria no puede diluirse en lo cotidiano y se hace activa. Es cuando la memoria no sirve para recordar o para hacer, sino para ser. Estos hombres llevan al niño a cuestas, sobre los hombros, como un peso inaudito. La imagen del sufrimiento los ha devuelto al mundo y sus caminos: el precio de esta “perfección” es demasiado alto para ellos y eligen partir. A estos hombres, el sufrimiento del niño los ha hecho indigentes. En este caso, la herida es mortal: ha muerto la fe en la sociedad perfecta.

Este relato encierra la fábula básica de la felicidad: todos los hombres desean ser felices, pero hacerlo en sociedad parecería imposible, a menos que nos atrevamos a pagar un precio terrible. Como individuos, tenemos aspiraciones que entran inmediatamente en conflicto con nuestro vecino, nuestro hijo o nuestro hermano. Entonces, el orden político aparece como sustituto orgánico de la felicidad individual. Luego de la violencia y la anarquía, surgen sucesivamente los dioses, la ley y el gobierno. Su consumación es la utopía, el orden perfecto, que requiere (exige) desplazar la libertad, domesticarla, hacerla productiva en beneficio de todos. Esto harán, en un significativo abrir y cerrar el Renacimiento, Tomás Moro con Utopía (1516) y Tommaso Campanella con La ciudad del Sol (1602). Alguien debe pagar el precio del orden. Pero ese precio, que para los primeros utopistas no es significativo, resulta, para los habitantes de Omelas, demasiado alto y deciden partir, alejarse, rechazar la felicidad que ofrece su país utópico.

Hemos elegido este relato, concebido al mejor estilo de las parábolas, a modo de introducción porque condensa de una forma elocuente la luz y la sombra de un país ideal. Solo desde esta ambivalencia gris podemos pensar qué es la utopía, cómo se vuelve un modelo de explicación de la historia, y cuáles son sus demonios, su lado oscuro. Y, acaso, lo fundamental: pese a sus contradicciones, para qué nos sirve pensar la sociedad desde la literatura utópica, desde una posición necesariamente excéntrica e impugnadora. Desde esta perspectiva, es clara la síntesis que nos ofrece la fábula de la dichosa ciudad de Omelas: un relato ficcional (literario) que organiza contenidos semánticos (la felicidad, la culpa, la responsabilidad, el bienestar, la ley, el deber, la independencia ética) para comprender cierta escisión fundamental entre lo social y lo individual, entre lo humano y lo político, entre la cultura (el mundo) y sus relatos. En esta “escisión”, se vuelven comprensibles las contradicciones que genera la propia dinámica de la utopía.

Si esto es así, entonces surgen preguntas inquietantes: ¿cuál es el contenido semántico esencial de toda utopía?, ¿subyace en ella algún elemento invariable?2 En las ciencias del lenguaje, existe el concepto de semántica generativa. Esta no es más que “un proceso análogo al de la sintaxis profunda en el chomskismo ortodoxo, [que generaría] todas las estructuras semánticas posibles” (Ducrot y Todorov, 1998, p. 73). El concepto, explicado por Oswald Ducrot y Tzvetan Todorov desde una perspectiva esencialmente lingüística, en realidad, es transferible a lo narrativo en sí: existen núcleos de significado que generan relatos que se mantienen en el tiempo; cada cultura y cada época construirá un relato diferente a partir de esos núcleos semánticos inalterables. En el caso del relato utópico, es la misma búsqueda de la felicidad la que permanece inalterable, solo se transforman los modos y las formas en que se desarrolla. En el mito de la Edad Dorada o en la ciencia ficción soviética, en Hesíodo o en Stanislav Lem, subyace una misma imagen con la que, luego, cada tiempo y cada sociedad plasmarán su propio ícono. Como es una búsqueda desde el texto, desde una narrativa, se nos hace evidente una primera consecuencia: lo que se busca no puede aprehenderse físicamente (al menos, no de inmediato) y debe recurrirse a la mediación de un relato, en este caso, de un relato de ficción.

A nuestro juicio, esto es así simplemente porque la felicidad (la ambigua imagen central de la utopía) también es un concepto que debe construirse. Y, como tal, es también obra de su forma. De ahí, la necesidad de pensar la utopía sincrónica y diacrónicamente: lo que es en cuanto signo, en cuanto construcción de sentido, y lo que es en cuanto condensación de la historia y de la esperanza (esta última palabra, sobre todo, fatalmente difícil de definir, dada la multiplicidad de los sujetos que creen poseerla). Esta compleja reunión del sentido del ahora con el pasado y el futuro concluye delimitando una serie de posibilidades, de modo que el ahora funciona como una suerte de filtro o canal que regula el flujo temporal, entendido como despliegue de la historia hacia su futuro. Estudiar la utopía (además de construir un objeto que es parte de un sistema literario, político, histórico y semántico) es construir un objeto multitemporal: nos ofrece la inquietante perspectiva de estudiar no el futuro o el pasado o el presente, sino el sistema complejo de posibilidades que le dan forma al mundo constantemente, dibujándose y reconfigurándose sin cesar. Se trata de la reconfiguración del mundo como sistema de relaciones entre los hombres.

El problema de Omelas, como en toda utopía, es el de las contradicciones que genera la búsqueda misma de la felicidad. Estas contradicciones se vuelven distópicas a partir del conocimiento, del darse cuenta del lado oscuro de esta misma búsqueda, del ser capaz de ir más allá de sus tabúes y no poder (o no aceptar) incluir la singularidad del tabú dentro de un proceso colectivo hacia aquello que Immanuel Kant denominaba “ética material” y Aristóteles, “eudemonismo”. Este último término, según José Ferrater Mora, significa

“posesión de un buen demonio”, goce o disfrute de un modo de ser por el cual se alcanza la prosperidad y la felicidad. Se trata de un bien y, por extensión, de una finalidad, por lo que equivaldría a una ética de los bienes y de los fines, es decir, una ética material. No podría haber incompatibilidad entre la felicidad y el bien. Para el anti-eudemonismo, la virtud vale por sí misma, independientemente de la felicidad que puede producir. (2001a, p. 1153).

Pero esta posesión de “un buen demonio”, ¿debe ser individual o colectiva? ¿O pertenece a ambas esferas y debe ser simultánea? ¿En qué medida esta búsqueda se escinde en dos o simplemente se fragmenta entre la sociedad y los individuos que la conforman? En la Edad Media, la felicitas no podía prescindir de lo individual, acaso porque el concepto mismo de salvación espiritual implicaba, en primer lugar, al individuo. Era su alma la que se salvaba o condenaba. Según Silvia Magnavacca, “felicitas es la posesión del bien como fin último del hombre” (2005, p. 287). Bien último o sumo bien que, por esencia, no es único, salvo si este puede pensarse exclusivamente como en la salvación espiritual. Y aun esta idea es problemática, porque ningún bien es universal. Estamos ante búsquedas en permanente conflicto entre sí: colectivas e individuales. Ya San Agustín, citado también por Magnavacca, observaba que “el rechazo de las inclinaciones y afecciones [individuales] violenta la naturaleza humana” (2005, p. 287). De esta violencia (¿inevitable?), la historia nos da infinitas muestras.

Si la utopía es una de las formas de obtener la felicidad colectiva para los individuos, como en Omelas (digamos, una forma política de la felicidad entendida como ética material), la distopía será, de algún modo, la descripción de aquellos espacios que la utopía rechaza o no puede ocupar. O, incluso, el desierto que queda cuando ya no puede creerse en el propio camino que se recorre hacia un futuro aún más incierto. Ursula Le Guin no elige al azar el nombre del país de su cuento. Omelas, palabra en la que es posible rastrear una etimología griega, implica “la presencia de lo oscuro” —de tò mélan, sust.: negrura, corteza negra, tinta; y mélos, melaina, han, adj.: negro, oscuro, sombrío; tétrico, triste, funesto, temible (Pabón, 1968, p. 383)—. Esta presencia, ya como afirmación, ya como negación (Ou-mélas, Omelas, “ninguna oscuridad”, como en Ou-topos, de donde, a su vez, “utopía”, ningún lugar), implica la presencia no superable de lo oscuro en toda realización humana. Porque sucede que la oscuridad es la medida de la luz y se necesitan; incluso intercambian sus roles en una estructura dialógica que, a nuestro juicio y como veremos más adelante, nunca es posible superar ni sintetizar completamente. Esta tonalidad gris que proyectan a la vez la luz y la sombra de una utopía sobre la realidad refleja perfectamente su sentido comparativo, admirablemente destacado por Darko Suvin en sus Metamorphoses of Science Fiction:

La Utopía es la construcción verbal de una cuasi-humana comunidad donde las instituciones sociopolíticas, las normas y las relaciones individuales están organizadas de acuerdo con un principio más perfecto que el presente en la comunidad del autor [de la utopía]; esta construcción se basa en un extrañamiento a partir de una hipótesis histórica alternativa. (1979, p. 49; la traducción es nuestra).3

Esta definición “comparativa” instala a este tipo de obras en un análisis necesariamente vinculado con la estética de la recepción.4 El extrañamiento (indispensable para obtener una actitud receptiva crítica) a partir de una hipótesis histórica alternativa (es decir, no vigente pero verosímil) constituye el aspecto más notorio de este empleo deliberado de un modo de construcción del texto que busca implicar al lector en una crítica a la ideología de su tiempo. Según nuestro enfoque, de todos modos, el papel del receptor no es explícito en Suvin, al punto que deberíamos agregar que “ese principio más perfecto de organización” debe ser pensado también desde el mundo contextual de la recepción.

En este juego de espejos, evidentemente la invención de la utopía fue, a su vez, la invención de la distopía, su sombra, su complementario. Mientras más fuerte es el fanatismo por hacer realidad la primera, más intensamente se revela la segunda. No es casual, entonces, la fuerte relación que poseen estos dos conceptos, tanto en su aspecto literario como filosófico y político, con los regímenes totalitarios. De diferentes modos, todos los grandes dictadores del siglo XX y de estos primeros años del XXI (e incluimos dentro del concepto “dictador” incluso a gobernantes de distintas sociedades democráticas en cuanto a su praxis de gobierno) han pretendido construir sus utopías, sus Omelas, o, al menos, las han tenido como “referentes”. E, inevitablemente, han construido distopías. Pero de este hecho se desprende otro, en el que se basa nuestro trabajo: tanto el género utópico clásico como sus derivados modernos, la distopía y la ucronía, forman parte del mundo “como hecho concreto”. Su carácter literario y ficcional está presente como dato efectivo en la política y en la historia. Esto se traduce en la inquietante idea de que no podemos prescindir de lo fantástico (o, al menos, de la ficción) cuando nos planteamos el devenir de los hechos históricos. En términos de Paul Ricoeur, el texto es, en sí mismo, una forma de acción y el subgénero que nos ocupa, la base de la acción humana más sublime y mortífera de todas: la concreción del paraíso en la tierra, dar la felicidad a los hombres. El terrible costo de esta acción es el paisaje que nos deja una ambición divina en manos de hombres. El nazismo constituyó, quizás, la forma más abominable de esta búsqueda. Sin embargo, podemos identificar distintos aspectos o modos de lo utópico (tanto desde una concepción política como ficcional) que determinan una particular configuración del mundo, del imaginado como “perfecto” y de aquel “imperfecto” que “lo imagina”:

1. Lo mítico, entendido como tiempo a-histórico o anterior a la historia; es el tiempo en que conviven dioses y hombres y no existen el trabajo o el dolor.

2. Lo religioso-político, en cuanto tiempo histórico, producto y medio ambiente del hombre político, del miembro de una sociedad religiosa y políticamente organizada; es el tiempo en que los dioses y los hombres se han separado, aunque este divorcio no es definitivo, ya que la presencia de la divinidad continuará operando como modelo, destino y sentido último de lo humano; es el tiempo del hombre hacedor y destructor. La Modernidad es producto de este tiempo.

3. Lo nihilista, la sociedad de los hombres sin presencia de lo sagrado, que se encuentra ante el desafío de construir a partir de esa ausencia irrevocable.

Tres visiones de un problema común: la fundación de un poder que, como tal, se haga cargo del destino del mundo, pero no de sus consecuencias.

Un abordaje formal del discurso utópico resulta imprescindible para poder establecer una metodología de análisis centrada, ante todo, en su estructura semántica y en las formas de su recepción. Esto implica elaborar un modelo analítico que no dependa de las circunstancias específicamente históricas o políticas de su enunciación. De hecho, nuestro modelo es aplicable tanto a formas míticas como la Edad Dorada, como a formas históricas propias de la Modernidad, entre las cuales encontraremos la utopía propiamente dicha (Moro, por ejemplo) y la multiplicidad, muchas veces confusa, de sus derivados. Esto es posible en cuanto el relato utópico es, esencialmente, una ficción que implica un contraste entre dos o más mundos, uno de los cuales es mostrado como modelo (no importa si positiva o negativamente). Es decir, la utopía es una ficción comparativa basada en la mostración (o sea, descripción) de las posibilidades ya contenidas o presentes en la historia dentro de un marco de enunciación específico. La forma en que esta enunciación es enunciada y, especialmente, las formas en las que es recepcionada le otorgarán, luego, su carácter específico. Estas posibilidades encriptadas se despliegan de manera diferente en la recepción según se trate de un país ideal, de una ciudad infernal o de una ucronía, de un tiempo otro. Sin embargo, el motor que mueve a los tres es esencialmente idéntico. Más allá de sus similitudes formales, todo discurso utópico o ucrónico no hace sino confrontarnos con la sombra de los relatos de la historia. Solo cambian el espacio, el tiempo y nuestra forma de convivir con mundos inexistentes que, sin embargo, están allí, esperándonos.