Tuve la idea de este libro durante una visita al templo de Fushimi Inari en Kyoto, en marzo de 2009, con Davide Stimilli y Shinobu Iso. Pero fue necesario esperar mi estadía de un año en la Italian Academy for Advanced Studies in America de la Columbia University de New York para poder llevarla adelante y contar con el tiempo necesario para su redacción.

Quisiera agradecer a David Freedberg y Barbara Faedda que me han cálidamente acogido y, con atención y amistad, han mantenido numerosos intercambios humanos y científicos. Sin la discusión y el sostén cotidiano de Fabián Ludueña Romandini, nada hubiera sido posible. Caterina Zanfi ha cumplido un rol principal en la génesis de este libro: le agradezco profundamente. A Guido Giglioni le debo el descubrimiento de la larga tradición naturalista del Renacimiento y primera modernidad.

Nora Philippe ha leído y comentado una versión preliminar del manuscrito; sus críticas y sugerencias han sido decisivas.

Las conversaciones entre Paris y New York con Frédérique Aït-Touati, Emmanuel Alloa, Marcello Barison, Chiara Bottici, Cammy Brothers, Barbara Carnevali, Dorothée Charles, Emanuele Clarizio, Michela Coccia, Emanuele Dattilo, Chiara Franceschini, Daniela Gandorfer, Donatien Grau, Peter Goodrich, Camille Henrot, Noreen Khawaja, Alice Leroy, Henriette Michaud, Philippe-Alain Michaud, Christine Rebet, Olivier Souchard, Michele Spanò, Justin Steinberg, Peter Szendy y Lucas Zwirner han sido fundamentales. Lidia Breda ha sostenido y acompañado este proyecto desde el inicio con la amistad y la fuerza de la que solo ella es capaz, le agradezco infinitamente. Finalmente agradezco a Renaud Paquette que le ha borrado a mi francés toda marca de tartamudeo y le ha permitido a mi manuscrito respirar.

Este libro está dedicado a la memoria de mi hermano gemelo Matteo: con él y a su lado comencé a respirar.

Nota de edición: el director de la colección desea dejar constancia de su agradecimiento a Belisario Zalazar por sus sugerencias a la hora de la organización de las notas.

Matteo Coccia (1976 – 2001)

in memoriam

plantas

Es evidente que solamente hay una sustancia, que es común no solamente a todos los cuerpos sino también a todas las almas y los espíritus, y que no es otra que Dios. La sustancia de la que proviene todo cuerpo se llama materia: la sustancia de la que proviene toda alma se llama razón o espíritu. Y es evidente que Dios es la razón de todos los espíritus y la materia de todos los cuerpos.

David DE DINANT

This is a blue planet, but it is a green world.

Karl. J. NIKLAS

Uno

De las plantas,

o del origen de nuestro mundo

Apenas las mencionamos, su nombre se nos escapa. La filosofía las ha desatendido desde siempre, más por desprecio que por distracción.1 Son el ornamento cósmico, el accidente inesencial y colorido que reina en los márgenes del campo cognitivo. Las metrópolis contemporáneas las consideran bibelots superfluos de la decoración urbana. Fuera de los muros de la ciudad, son los huéspedes –las malas hierbas– o los objetos de producción en masa. Las plantas son la herida siempre abierta del esnobismo metafísico que define nuestra cultura. El retorno de lo reprimido, del que es necesario liberarnos para considerarnos como diferentes: hombres, racionales, seres espirituales. Son el tumor cósmico del humanismo, los desechos que el espíritu absoluto no alcanza a eliminar. Las ciencias de la vida también las desatienden. “La biología actual, concebida sobre la base de lo que sabemos del animal, prácticamente no tiene en cuenta a las plantas”;2 “la literatura evolucionista estándar es zoocéntrica”. Y los manuales de biología abordan “las plantas de mala gana, como decoraciones sobre el árbol de la vida en lugar de formas que le han permitido a este árbol sobrevivir y crecer”.3

No se trata simplemente de una insuficiencia epistemológica: “en tanto que animales, nos identificamos más inmediatamente con otros animales que con las plantas”.4Así, los científicos, la ecología radical, la sociedad civil se comprometen luego de decenios con la liberación de los animales,5 y la denuncia de la separación entre el hombre y el animal (la máquina antropológica de la que habla la filosofía6) se ha convertido en un lugar común del mundo intelectual. Por el contrario, parece que nunca nadie ha querido poner en cuestión la superioridad de la vida animal sobre la vida vegetal, y el derecho de vida y de muerte de la primera sobre la segunda: vida sin personalidad y sin dignidad, ella no merece ninguna empatía benévola ni el ejercicio del moralismo que los vivientes superiores sí alcanzan a movilizar.7 Nuestro chauvinismo animalista8 se rehúsa a superar “un lenguaje de animales que no es apropiado para la relación con una verdad vegetal”.9 Y en este sentido, el animalismo antiespecista no es más que un antropocentrismo en el darwinismo interiorizado: ha extendido el narcisismo humano al reino animal.

Ellas no son tocadas por esta negligencia prolongada: ostentan una indiferencia soberana hacia el mundo humano, la cultura de los pueblos, la alternancia de reinos y épocas. Las plantas parecen ausentes, como perdidas en un largo y sordo sueño químico. No tienen sentidos, pero están lejos de estar encerradas: ningún ser viviente se adhiere más que ellas al mundo que las rodea. No tienen ni los ojos ni las orejas que les permitirían distinguir las formas del mundo y multiplicar su imagen en la iridiscencia de colores y sonidos que les acordamos.10 Ellas participan del mundo en su totalidad en todo lo que encuentran. Las plantas no corren, no pueden volar: no son capaces de privilegiar un sitio específico por relación al resto del espacio; deben quedarse allí donde están. El espacio, para ellas, no se dispersa en un tablero heterogéneo de diferencias geográficas; el mundo se condensa en la parte de sol y cielo que ocupan. A diferencia de la mayoría de los animales superiores, no tienen ninguna relación selectiva con lo que las cerca: están, y no pueden más que estar, constantemente expuestas al mundo que las rodea. La vida vegetal es la vida en tanto que exposición integral, en continuidad absoluta y en comunión global con el medio. Es para adherirse lo más posible al mundo que ellas desarrollan un cuerpo que privilegia la superficie por sobre el volumen: “la ratio más elevada de la superficie sobre el volumen en las plantas es uno de sus rasgos más característicos. Es a través de esta vasta superficie, literalmente extendida en el medio, que las plantas absorben los recursos, diseminados por el espacio, necesarios para su crecimiento”.11 Su ausencia de movimiento no es más que el reverso de su adhesión integral a lo que les sucede y a su medio. No se puede separar –ni físicamente ni metafísicamente– la planta del mundo que la acoge. Ella es la forma más intensa, más radical y más paradigmática del estar-en-el-mundo. Interrogar las plantas es comprender lo que significa estar-en-el-mundo. La planta encarna el lazo más íntimo y elemental que la vida puede establecer con el mundo. Lo inverso también es verdadero: ella es el observatorio más puro para contemplar el mundo en su totalidad. Bajo el sol y las nubes, mezclándose con el agua y el viento, su vida es una interminable contemplación cósmica, sin disociar objetos ni sustancias; o, para decirlo de otro modo, aceptando todos los matices hasta fundirse con el mundo, hasta coincidir con su sustancia. Jamás podremos comprender una planta sin haber comprendido lo que es el mundo.

Dos

La extensión del dominio de la vida

Viven a distancias siderales del mundo humano como la casi totalidad de los demás vivientes. Esta segregación no es una simple ilusión cultural sino que es de naturaleza más profunda. Su raíz se encuentra en el metabolismo.

La supervivencia de la casi totalidad de los seres vivientes presupone la existencia de otros vivientes: toda forma de vida exige que haya vida ya en el mundo. Los hombres tienen necesidad de la producida por los animales y las plantas. Y los animales superiores no sobrevivirían sin la vida que intercambian recíprocamente gracias al proceso de alimentación. Vivir es esencialmente vivir de la vida de otro: vivir en y a través de la vida que otros han sabido construir o inventar. Hay una suerte de parasitismo, de canibalismo universal, propio del dominio de lo viviente: se alimenta de sí mismo, no se contempla más que a sí mismo, lo necesita para otras formas y otros modos de existencia. Como si la vida en sus formas más complejas y articuladas no fuera más que una inmensa tautología cósmica: se presupone a sí misma, no se produce más que a sí misma. Es por esto que la vida parece explicarse solo a partir de ella misma. Las plantas representan la única grieta en la autoreferencialidad de lo viviente.

En este sentido, la vida superior parece no haber tenido relaciones inmediatas con el mundo sin vida: el primer medio de todo viviente es el de los individuos de su especie, incluso de otras especies. La vida parece deber ser medio de sí misma, lugar de sí misma. Solamente las plantas contravienen esta regla topológica de auto-inclusión. No tienen necesidad de la mediación de otros vivientes para sobrevivir. No la desean. No exigen más que el mundo, la realidad en sus componentes más elementales: las piedras, el agua, el aire, la luz. Ven el mundo antes de que sea habitado por las formas de vida superiores, ven lo real en sus formas más ancestrales. O, más bien, encuentran la vida allí donde ningún otro organismo la alcanza. Todo lo que tocan, lo transforman en vida; de la materia, del aire, de la luz solar hacen lo que para el resto de los vivientes será un espacio para habitar, un mundo. La autotrofía –es el nombre dado a este poder de Midas alimentario, aquel que permite transformar en alimento todo lo que toca y todo lo que es– no es simplemente una forma radical de autonomía alimentaria, es sobre todo la capacidad que tienen de transformar la energía solar dispersa en el cosmos en cuerpo viviente, la materia deforme y diversa del mundo en realidad coherente, ordenada y unitaria.

Si es a las plantas a las que es necesario preguntar qué es el mundo es porque ellas son las que “hacen mundo”. Es, para la gran mayoría de organismos, el producto de la vida vegetal, el producto de la colonización del planeta por las plantas, desde tiempos inmemoriales. No solamente “el organismo animal está enteramente constituido por sustancias orgánicas producidas por las plantas”,12 sino que también “las plantas superiores representan el 90% de la biomasa eucariota del planeta”.13 El conjunto de objetos y utensilios que nos rodean vienen de las plantas (alimentos, muebles, vestimenta, combustible, medicamentos), pero sobre todo la totalidad de la vida animal superior (que tiene carácter aeróbico) se alimenta de los cambios orgánicos gaseosos de estos seres (oxígeno). Nuestro mundo es un hecho vegetal antes de ser un hecho animal.

Es el aristotelismo el que primero ha advertido la posición liminar de las plantas, describiéndolas como un principio de animación y de psiquismo universal. La vida vegetativa (psychê trophikê) no era simplemente, para el aristotelismo de la Antigüedad y de la Edad Media, una clase distinta de formas de vida específicas o una unidad taxonómica separada de otras, sino más bien un lugar compartido por los otros seres vivientes, indiferentemente de la distinción entre plantas, animales y hombres. Es un principio a través del cual “la vida pertenece a todos”.14

Por las plantas, desde el inicio la vida se define como una circulación de vivientes y, por esta causa, se constituye en la diseminación de formas, en la diferencia de especies, de reinos, de modos de vida. No obstante, no son intermediarias, ni agentes del umbral cósmico entre viviente y no-viviente, espíritu y materia. Su llegada a la tierra firme y su multiplicación han permitido producir la cantidad de materia y de masa orgánica de la que la vida superior se compone y se nutre. Pero también y sobre todo, ellas han formado para siempre el rostro de nuestro planeta: es por la fotosíntesis que nuestra atmósfera está masivamente constituida de oxígeno;15 incluso, es gracias a las plantas y a su vida que los organismos animales superiores pueden producir la energía necesaria para su supervivencia. Es por ellas y a través de ellas que nuestro planeta es una cosmogonía en acto, la génesis constante de nuestro cosmos. La botánica, en este sentido, debería encontrar un tono hesiódico y describir todas las formas de vida capaces de fotosíntesis como divinidades inhumanas y materiales, titanes domésticos que no tienen necesidad de violencia para fundar nuevos mundos.

Desde este punto de vista, las plantas echan a perder uno de los pilares de la biología y de las ciencias naturales de los últimos siglos: la prioridad del medio sobre el viviente, del mundo sobre la vida, del espacio sobre el sujeto. Las plantas, su historia, su evolución, prueban que los vivientes producen el medio en el que viven en vez de estar obligados a adaptarse a él. Ellas han modificado para siempre la estructura metafísica del mundo. Estamos invitados a pensar el mundo físico como el conjunto de todos los objetos, el espacio que incluye la totalidad de todo lo que ha sido, es y será: el horizonte definitivo que ya no tolera ninguna exterioridad, el continente absoluto. Haciendo posible el mundo del que son parte y contenido, las plantas destruyen la jerarquía topológica que parece reinar en el cosmos. Demuestran que la vida es una ruptura de la asimetría entre continente y contenido. Cuando hay vida, el continente yace en el contenido (y es pues contenido por él) y vice versa. El paradigma de esta imbricación recíproca es lo que los Antiguos ya llamaban soplo (pneuma). Soplar, respirar, en efecto significa hacer esta experiencia: lo que nos contiene, el aire, se vuelve contenido en nosotros y, a la inversa, lo que estaba contenido en nosotros se vuelve lo que nos contiene. Respirar significa estar inmerso en un medio que nos penetra con la misma intensidad con la que lo penetramos. Las plantas han transformado el mundo en la realidad de un soplo; y es a partir de esta estructura topológica que la vida le ha dado al cosmos que, en este libro, intentaremos describir la noción de mundo.

Tres

De las plantas,

o de la vida del espíritu

Ellas no tienen manos para manipular el mundo y por lo tanto sería difícil encontrar agentes más hábiles en la construcción de formas. Las plantas no son solamente los artesanos más finos de nuestro cosmos, también son las especies que han abierto en la vida el mundo de las formas, la forma de vida que ha hecho del mundo el lugar de la figurabilidad infinita. A través de las plantas superiores, la tierra firme se ha afirmado como el espacio y el laboratorio cósmico de invención de formas y de hechura de la materia.16

La ausencia de manos no es un signo de falta sino más bien la consecuencia de una inmersión sin resto en la materia misma que ellas forman sin cesar. Las plantas coinciden con las formas que inventan: para ellas, todas las formas son declinaciones del ser y no del mero hacer y del actuar. Crear una forma significa atravesarla con todo su ser, como se atraviesan las edades o las etapas de la propia existencia. Haciendo abstracción de la creación y la técnica –que saben transformar las formas a condición de excluir al creador y al productor del proceso de transformación– la planta objeta la inmediatez de la metamorfosis: engendrar siempre significa transformarse. A las paradojas de la conciencia, que no sabe figurar formas más que a condición de distinguirlas de sí y de la realidad de la que son modelo, la planta opone la intimidad absoluta entre sujeto, materia e imaginación: imaginar es devenir lo que se imagina.

No se trata exclusivamente de intimidad y de inmediatez: la génesis de las forma alcanza en las plantas una intensidad inaccesible a todo otro viviente. A diferencia de los animales superiores, cuyo desarrollo se detiene una vez que el individuo alcanza su madurez sexual, las plantas no cesan de desarrollarse y de multiplicarse, pero sobretodo de construir nuevos órganos y nuevas partes de su propio cuerpo (hojas, flores, parte del tronco, etc.) de las que han sido privadas o de las que se han liberado. Su cuerpo es una industria morfogenética que no conoce interrupción. La vida vegetativa no es más que el alambique cósmico de la metamorfosis universal, la potencia que permite a toda forma nacer (constituirse a partir de individuos que tienen una forma diferente), desarrollarse (modificar su propia forma en el tiempo), reproducirse diferenciándose (multiplicar lo existente a condición de modificarlo) y morir (abandonar lo diferente llevándolo a lo idéntico). La planta no es más que un transductor que transforma el hecho biológico del ser viviente en problema estético y hace de esos problemas una cuestión de vida y de muerte.

También por esto es que, ante la modernidad cartesiana que ha reducido el espíritu a su sombra antropomórfica, las plantas han sido consideradas durante siglos como la forma paradigmática de la existencia de la razón. De un espíritu que se ejercita en la formación de sí. La medida de esta coincidencia era la semilla. En efecto, en la semilla la vida vegetativa demuestra toda su racionalidad: la producción de una determinada realidad tiene lugar a partir de un modelo formal y sin ningún error.17 Se trata de una racionalidad análoga a la de la praxis o de la producción. Pero más profunda y radical, porque a ella concierne el cosmos en su totalidad y no exclusivamente a un individuo viviente: es la racionalidad que compromete al mundo en el devenir de un viviente singular. En otros términos, en la semilla, la racionalidad no es una simple función del psiquismo (sea animal o humano) o el atributo de un solo ente, sino un hecho cósmico. Es el modo de ser y la realidad material del cosmos. Para existir, la planta debe confundirse con el mundo, y no puede hacerlo sino en la forma de la semilla: el espacio en el que el acto de la razón cohabita con el devenir de la materia.

Esta idea estoica, a través de las mediaciones de Plotino y de Agustín, se volvió uno de los pilares de la filosofía de la naturaleza en el Renacimiento. “El intelecto –escribía Giordano Bruno– colma todo, ilumina el universo y consecuentemente dirige la naturaleza en la producción de las especies; y es a la producción de cosas naturales lo que nuestro espíritu es a la producción ordenada de especies racionales […] Los Magos lo llaman fecundo en semillas, o bien sembrador, porque él es quien impregna la materia de todas las formas, y que, siguiendo su destino o su condición, las configura, las forma, las combina en planes tan admirables que no pueden atribuirse ni al azar ni a cualquier otro principio que no sepa diferenciar y ordenar [...] Plotino lo llama padre y progenitor, porque dispersa las semillas en el campo de la naturaleza y es el más cercano dispensador de formas. Para nosotros, es el artista interno, porque forma la materia y la configura desde dentro, así como desde dentro de la semilla o raíz hace surgir y desarrolla el tronco, del tronco las primeras ramas, de las ramas principales las secundarias, de estas los botones; desde dentro forma, configura e inerva, de algún modo, las hojas, las flores, los frutos; y desde dentro, en ciertas épocas, desde las hojas y los frutos reenvía sus humores a las ramas secundarias, de las ramas secundarias a las ramas principales, de estas al tronco, del tronco a la raíz”.18

No es suficiente reconocer, como lo ha hecho la tradición aristo­télica, que la razón es el lugar de las formas (locus formarum), el depósito de todas las que el mundo pueda acoger. También es la causa formal y suficiente. Si existe una razón es la que define la génesis de cada una de las formas de la que el mundo se compone. A la inversa, una semilla es el opuesto exacto de la simple existencia virtual con la que se la confunde frecuentemente. El grano es el espacio metafísico donde la forma no define una pura apariencia o el objeto de la visión, ni el simple accidente de una sustancia, sino un destino: el horizonte específico –pero integral y absoluto– de la existencia de tal o cual individuo, y a la vez también lo que permite comprender su existencia y todos los acontecimientos de los que se compone como hechos cósmicos y no puramente subjetivos. Imaginar no significa poner una imagen inerte e inmaterial ante los ojos, sino contemplar la fuerza que permite transformar el mundo y una porción de su materia en una vida singular. Imaginando, la semilla hace necesaria una vida, deja que su cuerpo se empareje con el curso del mundo. La semilla es el lugar donde la forma no es un contenido del mundo sino el ser del mundo, su forma de vida. La razón es una semilla pues a diferencia de lo que la modernidad se ha obstinado en pensar, no es el espacio de la contemplación estéril, no es el espacio de existencia intencional de las formas, sino la fuerza que hace existir una imagen como destino específico de tal o cual individuo u objeto. La razón es lo que permite a una imagen ser un destino, espacio de vida total, horizonte espacial y temporal. Ella es necesidad cósmica y no capricho individual.