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EL EMOCIONARIO


cuentos sobre nosotros









Eduardo Bieger Vera

Categoría: Crecimiento personal

Colección: Autoayuda, coaching, mindfulness y psicología

Tumbado en el diván, con un cojín bajo la nuca que la alzaba levemente, leía el libro. Tocaba las
hojas que, sujetas entre sus dedos pulgar e índice, rasgaban el silencio al pasar de página. Al terminar un capítulo, un párrafo, una frase, a veces incluso tras detenerse sin prisa en una palabra, cerraba los ojos y aspiraba la fragancia del papel. Después, colocaba el libro abierto boca abajo, sobre su pecho, y lo observaba moverse al ritmo acompasado de su respiración, como a un pájaro raro que hubiera venido a morir junto a él. Y así hasta que la luz declinaba y se dejaba ganar por el sueño a la espera del nuevo día que le permitiría seguir leyendo1.


1 Publicado en el libro Dimensiones de belleza bajo el título El libro. Ediciones Comoartes, 2014.

Prólogo

El arte del cuento radica en su brevedad. Y en esta brevedad se encuentran a un tiempo su virtud y su valor.

Hay quienes consideran, injustamente, el cuento como un género narrativo menor, de valor inferior a la novela. Sin embargo, entraña una dificultad creativa mucho mayor porque obliga, como señalaba Faulkner, a medir al máximo la palabra, precisamente por la exigencia de brevedad.

Vivimos un tiempo de comunicación corta y concisa. Empujada por la nueva tecnología, se va construyendo día a día una cultura del mensaje breve, inmediato y directo. Como hijos de nuestro tiempo, conforme al concepto hegeliano (quizás ahora más que nunca), nos vamos convirtiendo así en espíritus de comunicación también breve, rápida y directa. En este mundo de la brevedad, el cuento parece ser un modelo narrativo óptimo. Se diría que nuestro tiempo está diseñado para el reinado de los cuentos, de esas historias cortas que nacen y mueren en sí mismas para dejar paso con rapidez a otras nuevas.

Eduardo Bieger maneja con soltura esta exigencia de lo escueto y lo directo, y sabe sacar contenido y belleza de lo sucinto, creando algo que cobra cuerpo y desaparece con prontitud tan solo en unas páginas. Escribe con claridad y de forma comprensible para todos. Ya lo demostró en Anatomía de un hombre pez, su primera novela, galardonada con el Premio Internacional de narrativa «Novelas Ejemplares».

Pero este mandato de concisión y esta condición de lo breve no le impiden construir emociones intensas. Porque los cuentos de este libro no ofrecen moralejas ni metáforas sino que arrojan pildorazos de emoción. Cada uno de nosotros, es cierto, vivimos las experiencias emocionales que aparecen en nuestra vida de manera única e individual, y las afrontamos dependiendo de nuestra educación, de nuestros valores, de nuestra personalidad… Pero hay sentimientos como el sufrimiento, la felicidad o el amor, que todos compartimos. Y esto es lo que el autor a través de sus cuentos nos hace sentir al conectarnos con los personajes y sus vivencias.

Con la palabra, Eduardo nos engaña, nos distrae y nos sumerge en la emoción. Sus cuentos, en un giro repentino nos alejan de la indiferencia y nos inundan de sentimientos. De la alegría a la tristeza, del miedo al enfado, Eduardo nos sitúa en el terreno de la risa, el dolor o la nostalgia.

De este modo, el cuento no cobra sentido por lo que narra sino por lo que nos hace sentir a través de los personajes y sus situaciones. Despierta una pura empatía emocional que unas veces nos fuerza a sonreír con sus protagonistas, otras nos lleva a identificar nuestra tristeza con la suya, y aún nos invita a imaginar nuestro futuro en su presente y a revivir nuestros sentimientos pasados.

Cuento a cuento, la emoción circula ágil, lejos de toda sentimentalidad, y conduce al descanso o a la inmersión en otra nueva narración y, con ella, en otra nueva realidad emocional.

El emocionario es una invitación al sentimiento y, en la medida en que sentir es vivir, es también una invitación a la vida. Esta es su virtud.

Decía Ortega que el único lugar adonde tenemos que llegar es a nosotros mismos. Los cuentos de Eduardo Bieger nos pueden ayudar a hacerlo, porque actúan como caja de resonancia de las emociones que cada uno sentimos y que configuran nuestra propia personalidad, aquí y ahora.

Queda abierta así una ventana a la observación y la participación en las vivencias de otros seres humanos, tan iguales a todos y a la vez tan diferentes. Cada uno de los personajes ―como cada uno de nosotros― maneja las situaciones emocionales profundas que se presentan en la vida de la forma que mejor sabe. La clave es aprender de estas experiencias por difíciles que sean, porque no solo nos hacen más humanos, sino también nos proporcionan más recursos internos para afrontarlas en las próximas ocasiones, posiblemente con menor sufrimiento.

En un mundo tan fugaz, tan corto de tiempo, este libro puede ser un instrumento ideal en el proceso de autoconocimiento y llevarnos a alguna reflexión que quizás sea útil para ver la realidad desde otra perspectiva. Leámoslo sin forzar la mente, dejándonos llevar tan solo por las historias y sintiéndolas. Como decía Marcel Proust, «el verdadero viaje del descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos».

Con nuestro sincero deseo de que lo disfrutéis, aquí os dejamos ya con él.

Miriam Bieger e Isaac López Pita

Tus flores son
de verdad

Hace una tarde de perros, pero de los que no tienen nombre o buen dueño. La lluvia despierta a los paraguas, que se desperezan desplegando sus alas de murciélago. La gente corre de un lado para otro cargada de bolsas, en la certeza de que recupera el tiempo perdido por ir más deprisa, de que vive más por hacer más cosas. Ligeramente encorvada, avanzo contra el viento hasta la acera de enfrente, atronada por la sinfonía cacofónica de pitidos de cláxones sobre el fondo acústico del impacto del agua en la calzada y los tejadillos. Finalmente me resguardo bajo unos soportales repletos de tiendas. Me cae un goterón en plena frente y resbala hasta los labios, frío e insípido, lo contrario que una lágrima, tibia y salada. Como dice Karen Blixen: «La cura para todo es siempre agua salada: el sudor, las lágrimas o el mar». Me encojo dentro del abrigo y observo el escaparate, con ese afán por rellenar todo momento con actividades concretas, asignándoles objetivos, sin saber disfrutar de la dulce deriva de la indeterminación. Es una floristería. La puerta se abre tintineante y un hombre parece salir de ella, pero finalmente se detiene. No deja de mirarme, sonríe.

―Marta, Marta Soto Largo del Val ―pronuncia con voz grave y soniquete de respuesta ganadora. Se estira hacia mí a la par que sujeta la puerta con un pie y me da dos besos. Sus cálidas mejillas arropan por un instante la gélida punta de mi nariz―. ¡No te quedes ahí, pasa…!

Nos adentramos en una estancia congestionada de plantas y flores, al compás del crujir del entarimado. En la esquina, un abeto parpadea pavoneándose con su ostentoso disfraz navideño.

―Estás estupenda ―su voz planea sobre mi espalda.

―Muchas gracias, pero la verdad es que…

―Yo estoy calvo y gordo ―contesta palmeándose la tripa a modo de tam-tam―. Espera, dame el abrigo. Bueno, cuánto tiempo. Creo que no nos vemos desde hace lo menos veinte, qué digo, casi treinta años, desde el instituto. ¿Sabes con quién me encontré el otro día? Con la Quirós. ¿Te acuerdas de ella? El objeto de deseo de todos los púberes circundantes. Pues estaba inmensa, yo creo que pesaba más de cien kilos, fíjate que no la reconocí… ¿Ves a alguien del instituto?

―No, la verdad es que no…

―Una vez leí que los verdaderos sentimientos son aquellos que soportan su proyección en el espacio y el tiempo. En ocasiones, lo único que vincula a dos personas es la coincidencia en un lugar concreto y el compartir los momentos comunes que generan las circunstancias. ―El ansioso sonido del teléfono alcanza implacable su objetivo―. Disculpa.

―No te preocupes.

―Floristería Martín, dígame. Sí, aquí es, dígame… ¿Mañana? Sí, hasta las dos y media… No, en Nochebuena no abrimos por las tardes. ¿Acebo? Sí, nos queda algo… No, las flores de Pascua se han agotado, pero tiene usted azaleas, jacintos, gerberas… No, verá usted, hasta después de las fiestas no tenemos pensado ir al vivero… No, no, lo siento… Hasta las dos y media ―arquea las cejas y hace una señal de disculpa alzando la palma de la mano. Los cristales están empañados.

Un bonsái estira sus ramas al cielo, yertas, anhelantes. Dos hileras de cactus enanos hacen guardia frente a la caja registradora. Aspiro el aroma de una extraña flor; a medida que me separo de ella, las yemas de mis dedos terminan de deslizarse por el exterior de sus pétalos en una caricia de despedida.

―Muy bien,… muy bien. Hasta mañana entonces, buenas tardes, adiós, adiós ―el auricular encaja en su soporte igual que la hoja de una guillotina, seccionando la laringe del inoportuno llamador―. ¿Bonita, verdad? Es una orquídea africana, proceden de Costa de Marfil. Tan hermosas como delicadas. Dicen que por las noches se abren desprendiendo un perfume con efectos afrodisíacos. A lo mejor son la causa de la superpoblación en el tercer mundo… ―sonreímos.

―Me encantan las flores, aunque confieso que no tengo ni idea de jardinería.

―A mí me gustan las plantas y las flores, pero en el campo o en un jardín. Fuera de la tierra no son más que cadáveres vegetales, como personas a las que se les hubiera arrancado del corazón. Hay veces que me siento un auténtico traficante de cuerpos.

―Vamos, que las mujeres llevamos siglos emocionándonos como bobas cuando nos obsequian con un matojo de hierbas en estado terminal.

―Huumm… más o menos ―reímos―. Bueno, por lo menos tú no te asustas de mis teorías. Una vez cometí la osadía de compartir esta misma disertación con un cliente y abandonó la tienda retrocediendo sobre sus pasos y dando trompicones; debió de creerse que era un psicópata o un necrófilo floricultor… ―nos carcajeamos―. Por cierto, ¿a qué te dedicas?

―Soy profesora, pero se me acabó el contrato y estoy buscando trabajo.

―Algo saldrá, no te preocupes.

―¿Y tú? ¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí?

―Casi nueve años. ¿Te acuerdas de Miguel? Alto, rubio, casi albino…

―No, la verdad es que no.

―Bueno, tampoco es obligatorio acordarse de todo el mundo. Su padre era el dueño de esto. Cuando falleció, yo estaba como tú ahora, sin trabajo, y entonces Miguel me propuso continuar con el negocio. A la madre le pareció una buena idea, así que no lo pensé demasiado… Y aquí estoy, en mi pequeño mundo dentro del mundo.

―Pareces feliz; eres un hombre con suerte.

―Sí, la pena es que siempre haya que llegar hasta el final para volver a empezar de nuevo; se pierde demasiado tiempo. Yo era abogado, aquí donde me ves, pero eso es otra historia… ¿Sabes una cosa? Desde que te conozco siempre había deseado hablar contigo, acercarme a ti y charlar pero me imponías mucho.

―¿Estás seguro de que era yo quien te imponía?

―Sí, no sé cómo explicarlo; eras muy guapa, bueno, y lo sigues siendo, que conste ―noto cómo mi piel se enciende de súbito―. Y además, en aquella época, con vuestra misma edad, los chicos solíamos ser mucho más bajitos, y yo en particular tenía más granos que una paella. Recuerdo que Nacho, el delegado, comenzaba a darme codazos cada vez que aparecías en escena. «¡Que no te va a morder, hombre!», decía, pero cuando estaba cerca de ti me bloqueaba, igual que en esas pesadillas en las que despiertas dentro del propio sueño, intentas gritar y no te sale la voz.

―Pues ya ves, no solo no muerdo sino que me encanta escucharte.

―Me alegro ―empatados a sonrojos―. Un momentito, voy a colocar el cartel de «Cerrado», bueno, y el de «Abierto», pero este último solamente de puertas adentro. Me parece que ya hemos hablado mucho de mí. Te toca. ¿Tienes marido, novio, amigo especial, compañero con derecho a roce…? Como verás, soy la diplomacia personificada.

―Ahora mismo no. He estado viviendo con una persona hasta hace poco.

―¿Llevabais mucho tiempo juntos?

―No mucho, lo que es convivir no llegó al año.

―Lo dices con pena.

―Puede ser. Pero no por él; siempre he sabido que no era el hombre de mi vida.

―¿Entonces, cuál es el problema?

―No lo sé, a veces tengo la sensación de que nunca voy a ser capaz de sentir algo por alguien lo suficientemente sólido, como para no dejarse… roer por la rutina. Dicen que el tiempo da y quita razones, pone a cada uno en su sitio; el tiempo lo cura todo. Vamos, que es la medicina perfecta, pero nadie te previene de sus efectos secundarios.

―Dice un proverbio chino que el amor hace pasar el tiempo, pero el tiempo hace pasar el amor. La verdad es que podrían tener el detalle de dejarnos leer el prospecto antes de nacer, ¿verdad?

―No estaría mal. Bueno, te llegó el turno. Además, se me da mejor escuchar que hablar. Soy toda oídos.

―Tampoco hay mucho que contar. Yo estuve casado año y medio.

―Y ¿qué pasó?, si no es indiscreción.

―No lo es. Conocí a Celia, así se llamaba, en segundo de carrera. Una niña bien. Pertenecía a una familia adinerada, dueña de uno de los bufetes más prestigiosos de la ciudad. Cuando nos licenciamos, Celia decidió celebrarlo con una gran fiesta. Aquella noche estaba bastante borracho, pero no lo suficiente como para ser sincero. El padre de Celia se acercó a nosotros y dijo que quería hablar conmigo a solas. Nos perdimos en la frondosidad del jardín; recuerdo su mano sobre mi hombro, la palabra «hijo», la expresión «futuro prometedor» y el ofrecimiento de trabajar en su despacho. Y ahí comenzó el problema, la hipoteca de la vida: pronunciar un «sí» cuando simplemente debiste decir «no». Mi nombramiento como nuevo miembro del despacho se proclamó de inmediato entre sonoros abrazos y vítores etílicos. Brindamos, me mantearon y me arrojaron a la piscina… A lo mejor estoy aburriéndote.

―En absoluto, continúa por favor.

―A la mañana siguiente mi madre lo pregonó por el vecindario y mi padre terminó de sepultarme con el típico «estamos orgullosos de ti», frase sintomática de que uno esta enfilado con precisión milimétrica hacia el matadero. Total, que el aspirante a yerno Armani se casó con lady Loewe e inició su brillante carrera profesional. Y llegó el gran día, mi primer pleito; ni siquiera pude entrar en la sala.

―Eso son nervios, le puede pasar a cualquiera.

―Cierto, lo que ocurre es que a la semana siguiente volvió a suceder lo mismo, y así una y otra vez. Ahora me río, pero creo que no lo he pasado peor en mi vida.

―No es para menos.

―Todas las mañanas me despertaba con tal angustia que hubiera deseado seguir durmiendo indefinidamente.

―Conozco esa sensación, créeme.

Nosecuantos.