Vivo en un tejado, tengo un barco hecho en su mayor parte de corcho blanco, una piedra mágica y una novia que no me lo creo.

Aunque esto no siempre ha sido así.

Por eso lo cuento.

Cuando el mar se lo tragó todo, yo solo tenía siete años y unas ganas tremendas de quedarme viendo la tele en lugar de ir al colegio (no es que no me gustase el colegio, es que me gustaba mucho más la tele).

Una de las cosas raras que tienen los recuerdos es que soy capaz de visualizar perfectamente lo que estaba desayunando ese día –una tostada con mantequilla y mermelada de melocotón que olía a pies y un vaso de leche con miel–, puedo recordar con exactitud cómo entraba la luz en nuestra casa. Incluso me acuerdo de mis padres moviéndose por la cocina, preparando nuestras mochilas para después meternos con prisa a Miguel y a mí en el coche y llevarnos a clase. Hay cosas así que se te quedan grabadas para siempre.

No soy el único que le da vueltas constantemente al mismo recuerdo. Ni tampoco soy el único que puede describir detalles absurdos de aquel día, como un sonido, un sabor o una imagen concreta e insignificante. Todos lo hacen. Es como un tesoro que cada uno guarda y observa cuando nadie más está mirando. Mi joya más preciada es ese desayuno, la prisa de mi madre mientras sacaba y metía cosas de su bolso, el gesto que mi padre hizo para cargar a Miguel mientras le quitaba el babero y los dibujitos animados bailando en la televisión.

Tenía siete años y el agua entró poco a poco en la casa.

En mi imaginación fui el primero en darme cuenta.

Seguramente no entró tan poco a poco como yo lo recuerdo ahora.

Entró con fuerza, porque se lo llevó todo.

Con todo quiero decir a mis padres y a mi hermano.

Porque los edificios quedaron mágicamente en pie.

Hay cosas así que pasan de pronto y te cambian la vida por completo, si es que la conservas.

Y yo la conservé.

En realidad da igual que tengas siete o veinte o cien años ante una cosa así.

Si de pronto el mar decide que ha llegado su turno y se traga cada uno de los malditos pueblos de costa del mundo, te cambia la vida.

En once años te da tiempo a acostumbrarte.

A veces te descubres pensando que las cosas siempre han sido así; quiero decir, con el agua llegando hasta el quinto piso de los edificios y las montañas a lo lejos formando la nueva línea de playa. Ten por seguro que en once años la gente ha vuelto a acostumbrarse a veranear y a tomar el sol. El tiempo borra los recuerdos más horribles y, aunque al principio fuesen muy pocos los que elegían la costa como destino de vacaciones, ahora nuevos hoteles se llenan de turistas relucientes. O se organizan visitas en catamarán a los pueblos de los tejados con guías bronceados y sonrientes.

Somos una actividad de aventura.

A Rafa le toca las narices que los terrestres –así los llamamos, aunque en realidad nosotros también seamos terrestres, pero entiéndenos, nos sentimos más peces que otra cosa– vengan en sus barcos con monitores rubios en camiseta de tirantes, describiendo cómo eran antes nuestras casas. A los turistas les encanta. Llegan con sus lanchas y nos miran como si fuésemos animales de zoológico. Algunos quieren hacerse fotos con nosotros.

Es absurdo.

No todo el mundo entiende que hayamos preferido quedarnos aquí, en lugar de irnos tierra adentro como hicieron los demás supervivientes.

Pero sé que esto no solo pasa en este lado del planeta.

Sé que en los tejados que han quedado en la superficie a lo largo del mundo, como islas diminutas e incluso ridículas, viven muchas personas como yo: aterrorizadas con la idea de volver a tierra firme.

Supongo que cuando has visto lo que el mar puede hacer con la seguridad de tu piso de dos habitaciones, no es una mala decisión acostumbrarte a sus reglas.

Yo, por ejemplo, soy incapaz de vivir bajo techo.

Lo intenté.

Bueno, lo intentaron.

Me sacaron del agua y me llevaron a un polideportivo mientras se decidía la magnitud de la catástrofe.

Es curioso cómo un niño de siete años puede aprenderse esas palabrejas –magnitud de la catástrofe– y repetirlas en su cabeza constantemente como si fuesen un mantra.

Magnitud de la catástrofe.

Magnitud de la catástrofe.

No lo recuerdo muy bien, pero creo que al principio tenía la esperanza de que mis padres apareciesen por la puerta del polideportivo. A veces llegaba el tío de alguno de los niños que esperábamos allí, o incluso una madre venía a llorar abrazándose a su criatura, dando gracias a Dios a viva voz.

Había niños que eran tan pequeños que no sabían ni cómo se llamaban.

Yo sí.

Se lo dije a la enfermera cuando me preguntó.

–Me llamo Roberto Vega.

Ese es el nombre que me pusieron mis padres.

Pero ninguno de los dos vino a por mí.

Ellos no aparecieron.

Por eso ahora me dicen Rob. Acorta.

Y no tengo que acordarme de que Roberto Vega no recibió visitas. No es una cosa que sea agradable recordar, la verdad.

Todo esto debe de estar dando mucha pena.

A mí me daba pena aquel lugar lleno de niños que lloraban, lleno de pesadillas y padres que nunca aparecían. Creo que por eso decidí que era mejor largarse.

No sé cuánto tiempo estuve allí, pero un día me di cuenta de que aquel no era mi sitio. Esas cosas de pronto se saben. Soy una persona resolutiva, o lo fui en ese momento.

Era largarme o que me mandasen en autobús tierra adentro. Más lejos del mar. A cualquier hogar de acogida o a una casa con una nueva familia, como nos contaban los niños más mayores para intentar aterrorizarnos.

A mí no me hacía ninguna gracia. No quería alejarme de la posibilidad de encontrar a mi familia. A mi propia familia.

Tampoco quería imaginarme encerrado bajo un tejado. El mismo techo del polideportivo me asfixiaba, parecía querer caerse sobre mí. De día intentaba estar fuera, en un recinto vallado al que nos dejaban salir a jugar a la pelota. Por las noches no era tan fácil. Sentía que me faltaba el aire cuando clavaba los ojos en las vigas sobre mi cabeza.

No era el único al que le pasaba eso.

Había una chica –no sé cuántos años tenía y no me acuerdo de cómo se llamaba–, que se dio cuenta de que teníamos el mismo problema. Cuando apagaban las luces, venía hasta mi saco de dormir, me cogía de la mano y me llevaba junto a otros a una terraza que dejaban abierta y desde la que podíamos escuchar las olas a lo lejos. Era ridículo pensar que las olas ahora llegaban hasta allí, hasta el pueblo de montaña que veíamos desde la antigua playa.

Nos dormíamos unos encima de otros.

Noche tras noche.

Cada vez menos.

Hasta que me quedé yo solo en la terraza. Creo que al final hasta la chica aquella se fue en uno de los autobuses, en busca de una nueva familia. Otros se escaparon en cuanto pudieron.

Yo tenía claro que no quería coger un autobús, así que decidí largarme también.

No era difícil.

Quiero decir, nadie daba abasto.

Habían desaparecido millones de personas, el mundo había cambiado y no se sabía por qué. Los adultos estaban que trinaban. Yo estaba cansado.

Quería volver a mi casa.

Supongo que todavía no era demasiado consciente de que mi casa, que era un apartamento en la tercera planta de un edificio a tres minutos andando de la playa, había sido inundada por completo.

En mi alma infantil alimentaba la esperanza de que el mar se retirase poco a poco o de que mis padres y mi hermano me estuviesen buscando con un barco. Quizá ellos no sabían que yo había sobrevivido.

Ni lo uno ni lo otro.

Hace once años que el mar ganó sus nuevos terrenos y está más que cómodo.

Científicos de toda la Tierra siguen dando conferencias al respecto.

Yo me he acostumbrado. Vivo en un tejado y tengo mi propia barca, aunque sea una chapuza. Hago mis trabajos y cazo algún tesoro.

Sobrevivo.

Cuando mi amigo Rafa se pone a despotricar contra los turistas, yo imagino qué baratija puedo venderles para conseguir un buen trato. Compran cualquier guarrería con tal de que les cuentes una historia romántica explicándoles cómo lo sacaste del fondo del mar.

Soy bueno contando historias.

Pero soy muy malo con el trueque.

Soy cazador de tesoros.

La verdad es que no es nada épico si piensas que todos los que volvimos a los tejados nos dedicamos a lo mismo. Era la única manera que teníamos de mantenernos aquí.

Aunque tampoco es que se esforzasen demasiado en echarnos.

El trabajo es sencillo: te tiras al agua con tu red y buscas en las casas sumergidas más abajo cualquier cosa que puedas transportar. Lo que quiera que encuentres se vende o se cambia. Pero por aquí es mejor hacer un trueque que conseguir unas monedas.

Una vez me pasé tres meses con un billete grande sin que nadie quisiese venderme nada. En cambio, si consigues entrar en una despensa inundada y te haces con una lata de fabada o de piña en su jugo, tienes más posibilidades de hacer un buen trato.

Aunque no quiero engañarte: lo que de verdad mueve este mundo son las joyas y las cosas así. Te puedes pegar unas buenas vacaciones si encuentras un tesoro de ese tipo o los ahorros de alguien, o una caja fuerte pequeña en la que no ha entrado el agua. Incluso, a veces, aparece uno de los viejos habitantes de este pueblo y te cubre de oro solo por recuperar el oso de peluche más feo del planeta, porque le recuerda a su hija. Yo no soy de esos afortunados.

Después de once años no me he hecho con un emporio.

Empecé temprano, pero tuve que aprender muchas cosas mientras los demás conseguían los tesoros más asequibles cerca de la superficie. Ahora los pisos a los que tengo fácil acceso están prácticamente desvalijados, lo que aparentemente es un problema sencillo de resolver.

–Baja más, Rob –me dirías.

Piénsatelo antes.

No nos han salido branquias.

Efectivamente, necesito un equipo de submarinismo. Pero eso no es barato.

Acabo de decir que me siento un rey si consigo una lata de comida. Imagínate cuántas latas de comida tengo que conseguir para que me alquilen un equipo durante unas horas. Un equipo de los malos. De los que pueden dejarte tirado a mitad de la inmersión.

Para conseguir uno fiable debería haber empezado a desvalijar pisos con siete años. Empecé con diez. Los demás aprovecharon ese tiempo de diferencia para establecer sus posiciones dentro de nuestra comunidad.

Te aseguro que no es fácil ascender en los pueblos de los tejados.

Además, cuando llegué intentaron echarme.

Me había colado en una lancha del ejército, de las que iban a los tejados a recoger a los equipos de salvamento, que habían estado trabajando el día entero buscando posibles supervivientes. Hice el viaje callado e intenté mantenerme así cuando salí de mi escondite y divisé el panorama.

Imagínate.

Todo lo que abarca tu vista es mar negro bajo las estrellas. Si miras hacia atrás puedes ver las luces de los pueblos que han quedado a salvo, protegidos por la altura de la montaña. Son puntos amarillos y rojos y verdes. Pero a tu alrededor solo se escucha el océano. Y hay focos iluminando a los submarinistas que se deshacen de sus trajes, apoyados en la barandilla que antes protegía a la gente cuando se asomaba por un sexto piso.

El sexto piso ahora es un bajo y el mar golpea contra el murete que protege la terraza.

Me escondí entre dos chimeneas, temblando de pies a cabeza porque estaba aterrorizado con la idea de que me descubriesen y me devolviesen a tierra.

Cuando los militares se fueron y se llevaron sus luces, todo se quedó aún más negro.

Podía haberme muerto de miedo, pero me quedé frito antes. Creo que durante mi huida me había dado un ataque de nervios o algo así, y me relajé al sentirme a salvo en esa terraza.

Antes de que amaneciese me despertó un viejo con barba blanca y afilada que parecía un poco loco. Cubría su cabeza calva con una gorra de fútbol y vestía una camisa de flores y unas bermudas marrones.

–Lárgate de aquí, mocoso –me dijo mientras me daba una pequeña patada con su pie descalzo para despertarme–, si no quieres que te vuelvan a llevar a tierra.

Me tuvo que explicar varias veces que yo no era el único que había acudido a los tejados para rehacer su vida. Muchas personas habían regresado a las zonas inundadas, asentándose en las terrazas y volviendo a resucitar aquel pueblo devastado. Eso no le hacía ninguna gracia al ejército y, por lo tanto, intentaba desalojarlos.

Al parecer no podía.

De hecho, todavía no lo han conseguido; somos un vacío legal que genera ingresos turísticos.

De todos modos, aquel día el ejército no iba a ser mi mayor preocupación.

–Métete en el quinto y espera a que te mande a alguien –me indicó el viejo levantándome, tirando de mi sudadera y empujándome hacia la barandilla.

Quería ayudarme a escapar de las lanchas de rescate, y esa era una buena señal.

Al asomarme, descubrí que el mar había bajado y el quinto piso estaba entonces a medio inundar.

–Me voy a ahogar –murmuré preocupado.

–¿Sabes nadar?

–Sí, pero está todo lleno de agua.

–Busca una cocina, súbete a la encimera y espera.

–Pero...

–Eres muy terco, chico. Intento echarte una mano.

El viejo me señaló una cuerda atada a la barandilla. Le habían hecho nudos para que sirviese como escalera.

Enseguida los dos nos dimos cuenta de que yo no era muy hábil encaramándome a la cuerda. Cuando tuve los dos pies por debajo de la barandilla, tanteando en busca de uno de los nudos, el viejo volvió a preguntarme si sabía nadar.

–Sí sé –creo que le respondí hasta orgulloso.

Entonces me empujó y me caí al agua.

Me llevé un susto de muerte porque no había vuelto a sentir el mar rodeándome desde el día de la catástrofe. Primero noté que me faltaba la respiración, pero luego me di cuenta de que no pasaba nada y nadé para agarrarme a la pared del edificio. Escuché la risa del viejo por encima de mi cabeza y me dieron ganas de escupirle o de ponerme a llorar. Seguramente habría hecho lo segundo si no se hubiese escuchado de pronto el motor de una lancha.

–¡A la cocina! –me susurró el viejo antes de darme la espalda y desaparecer.

Abrir puertas dentro del agua no es fácil. Afortunadamente, los cristales del balcón estaban rotos y yo tenía el cuerpo delgado y pequeño, por lo que pude colarme hasta la cocina. Algunos muebles flotaban y podía apoyarme en ellos para impulsarme.

Creo que rezaba para no encontrarme ningún muerto. Ya había visto cuerpos a la deriva después de la inundación, y no era agradable.

Tuve suerte. Me pasé el día en la cocina y encontré una bolsa de patatas fritas en uno de los estantes. Me senté en la encimera y me la comí cuando me dio hambre. Había también zumos. Todo estaba mojado por fuera, pero seco por dentro. Ahora que lo pienso, aquella fue la primera vez que rapiñé algo de los pisos inundados.

Escuchaba a los equipos de rescate bajando y subiendo del tejado. Lanchas que llegaban y lanchas que se largaban. Me ponían nervioso esos ruidos, creía que iban a descubrirme.

Decidí que lo más seguro era ocultarme un poco más y me metí en el despensero, que era bastante grande. Recuerdo que el techo me oprimía como si cada vez estuviese más cerca de mi cabeza, pero aquel mueble me hacía sentirme a salvo. Fue por poco tiempo.

Cuando el mar comenzó a subir de nuevo, entré en pánico. El sol cada vez iluminaba menos y no había ido nadie a buscarme. Comencé a dudar del viejo que me había despertado. No sabía por qué me había ayudado y, al fin y al cabo, podía haberse olvidado de mí a lo largo del día.

Afortunadamente, antes de que me ahogase por la subida de la marea o por mis intentos de nadar afuera, apareció un tipo con un chaleco salvavidas.

Estuve a punto de salir huyendo pensando que se trataba de uno de los rescatadores del ejército, que me llevaría de vuelta a mi futuro en las casas de acogida. Pero me equivocaba. Era el bueno de Gabriel.

Gabriel fue durante muchos años el corazón de nuestra comunidad. Era un hombre bonachón y cariñoso, aunque firme en sus convicciones. Ayudaba a cualquiera que lo mereciese, pero era severo con los que le decepcionaban. Se murió el año pasado, es una pena. Le falló una de las botellas de oxígeno y se quedó dentro. Todos lo recordamos con cariño.

Aunque aquel día no fue compasivo conmigo.

Después me tomó afecto, lo sé porque me lo dijo.

Pero ese día ya te digo que no: cuando me llevó sano y salvo delante del grupo de supervivientes que vivía en los tejados, no me tenía ningún aprecio. De hecho era el capitán de la sección que defendía que debían mandarme a casa porque era un niño inútil.

Aquello me dolió, porque no era el único niño que había en el tejado. De hecho había más de uno.

Serían unas cuarenta personas en total aquella noche, aunque el grupo ha ido creciendo con el paso del tiempo. El viejo que me había salvado por la mañana no estaba por ninguna parte, pero no me importó y nunca me cuestioné dónde se había metido después de aquel encuentro.

No me dolía solo que hubiese otros niños. Creo que me dolía más que hubiese niños con padres. Especialmente me dolía aquella mujer fuerte de pechos grandes que me miraba como si me estuviese sopesando mientras sus dos hijas se apoyaban en sus brazos. Me parecía una hipócrita. Ella y todos.

Yo también era un superviviente.

Yo también merecía estar allí.

Aunque, con algo más de siete años, no pudiese explicarlo.

Aunque solo pudiese sentir frustración.

Cuando creía que ya no tenía ninguna oportunidad porque Gabriel y otros hombres estaban echando a suertes quién me entregaría a las tropas de salvamento, un chaval me defendió.

No sabía ni cómo me llamaba, pero me defendió.

Tampoco recuerdo lo que dijo concretamente, algo de que tenía el mismo derecho que los demás, algo de oportunidades y dar ejemplo. Cosas de esas que tocan la fibra sensible de los adultos. Sus palabras surtieron efecto porque dejaron de rifarse el derecho a entregarme.

Creo que mi defensor al final se arrepintió un poco de sus palabras, porque le tocó cargar conmigo.

Era Marcos.

Si no hubiese sido por Marcos y por su pandilla, yo no sabría nada de lo que sé. Y lo que es más importante: no sería un cazador de tesoros.

A algún terrestre puede parecerle ridícula nuestra forma de vida.

Dormimos en colchones recuperados de los pisos menos inundados, colchones que hemos secado al sol y que a veces están llenos de algas. Somos bastante independientes. Cada uno tiene su tejado o su rincón. Quedaron casas habitables, pero pocos hemos vuelto a dormir bajo techo. Los balcones y las terrazas son nuestros refugios.

Cuando observas la ciudad desaparecida bajo el mar, solo alcanzas a distinguir una línea de tejados que se extiende a lo largo de lo que antes era la costa. Los grandes edificios, los monstruosos edificios que observaban las olas desde lo alto, las tienen ahora lamiéndoles los tejados. Las casas antiguas del centro de la ciudad, los viejos hogares de los pescadores, han desaparecido. A veces algún edificio asoma la cabeza por detrás de los gigantes que dominan la superficie, algún bloque de apartamentos que estaba encima de una colina, o que era lo suficientemente alto como para sacar la nariz estando de puntillas, emerge creando una nueva superficie que puede ser aprovechada como vivienda.

Parecemos islas. Tejados, terrazas como islas. Salpicadas irregularmente en el océano. Unidas por pequeñas pasarelas de madera o por cuerdas inseguras. Hay tejados que aparecen solo por las tardes, con el cambio de la marea, y puedes ir allí a descansar si has estado nadando o a estirarte como un gato al último rayo de sol. No sé por qué me gustan tanto esas terrazas llenas de antenas que se acaba tragando el agua al cabo de unas horas, quizá porque en una como esas comenzaron mis andanzas como cazador de tesoros, cuando pertenecía a la pandilla de Marcos.

Al principio vivíamos en un tejado con forma de ele que solo aparecía por la noche. Guardábamos nuestras pocas pertenencias en un piso que nadie había reclamado y nos pasábamos el día moviéndonos, cazando. Nos escondíamos del ejército porque éramos menores de edad y podían raptarnos para llevarnos a tierra. Ahora, cuando echo la vista atrás, me doy cuenta de que no demostraban demasiado interés por nosotros. A veces, si nos pillaban por sorpresa, alguno de los adultos se hacía pasar por nuestro padre. No sucedía a menudo.

Marcos utilizaba las cuerdas de tender de nuestra terraza para crear tiendas de campaña bajo las que nos hacinábamos cuando llegaba el frío. Cocinábamos haciendo fuego en una zona apartada del tejado y comíamos cualquier cosa que encontrábamos. Dejábamos hilos de pescar agarrados a la barandilla cuando salíamos a cazar y por la noche asábamos nuestras presas, hipnotizados por los tiernos aromas de la madera.

Ese fue mi primer trabajo: recopilar pescado.

El día que llegué éramos seis. Marcos y su hermana Natalia, Rafa, Fran, Claudia y yo. Dieciocho, quince, catorce, diez, diez y siete años. Marcos y Natalia eran los jefes de nuestra pandilla. Decidían dónde cazábamos, marcaban nuestros objetivos y rogaban, si hacía falta, para conseguir comida para los más pequeños. Fran y Claudia, aunque más jóvenes, demostraron enseguida que eran muy útiles y pronto se les confiaron tareas importantes, como enseñar a los nuevos que iban llegando o negociar con los adultos para colocar los tesoros que cazábamos. Yo servía para bien poco.

El día que abandoné la pandilla eran muchos más. Fran y Claudia eran los líderes entonces, los demás se habían ido yendo conforme construían su nueva vida. O porque estaban cansados de trabajar en equipo, como me pasó a mí.

Por eso ahora vivo en otro tejado. No es muy grande y la mayoría del espacio se inunda cuando cambia la marea. Supongo que soy un romántico. Tengo un colchón de matrimonio que me costó izar un día completo, pidiendo favores que todavía estoy devolviendo. Con algunas maderas, partes de estanterías, lonas de plástico y varios trozos de uralita construí una estructura que me permite refugiarme del viento cuando aprieta el frío, aunque es algo que pocas veces sucede por esta zona, porque nuestro invierno es ligerísimo. Tengo mi propio motor y una cocina eléctrica. Un frigorífico viejo, que até a una barandilla para que no se lo llevase el mar cuando se pone insistente, me hace las veces de armario y de nevera, aunque no funcione ya. Fue un regalo de Marcos cuando decidió cambiar su residencia. Casi hundimos su vieja barcaza trayéndolo hasta aquí.

He coleccionado algunos libros y tengo dos cuadros colgados de una antena de televisión que también me hace de tendedero cuando llego empapado. Me gustan mis cuadros. Uno es el dibujo de una puerta de madera antigua y el otro es una marina del viejo puerto con los barcos descansando. No son originales. Son reproducciones de plástico; por eso han sobrevivido y no las he destinado al trueque. Aunque no valen demasiado, tienen valor para mí.

Mi tesoro más preciado es la lata de fotografías de mi madre. Tenía trece años cuando la conseguí. Estuve trabajando para las Medusas durante tres meses para pagar las botellas de oxígeno que me hicieron falta para llegar hasta mi vieja casa y recuperar aquella lata de galletas llena de instantáneas. Tuve que dejar lo demás sumergido e inútil, como en un mausoleo. Sé que no se habrán llevado demasiado. Escondí algunos recuerdos para volver algún día a por ellos, cuando tenga tiempo y pueda permitirme alquilar unas botellas. Pero al final siempre tengo mejores cosas que hacer. No es que no quiera regresar. Es que me cuesta trabajo. Además, no soy un tipo dado a la melancolía, tengo otras prioridades.

Como buscar qué llevarme a la boca.

En nuestra pequeña comunidad contamos con algunos ingenieros que han creado una escuela de aprendices y nos hacen depender de ellos de manera constante.

No es que sean ingenieros como los terrestres, con sus títulos universitarios y sus fotocopias acreditando mil idiomas y habilidades. Nuestros ingenieros son los manitas de los tejados, los que solucionan una canalización o consiguen una instalación eléctrica que no nos deje pegados al cable, los que construyen un puente o hacen flotar un barco. Creo que si no existiesen los negocios de submarinismo, ellos serían los reyes de los tejados. Pero acabas por no agradecer lo más necesario y todos nos arrodillamos como imbéciles ante los que tienen el oxígeno que nos permite cazar.

Lo que ahora nos parece tan natural como tener agua potable, en su momento nos pareció un milagro de los ingenieros. Hicimos fiestas y les dimos las gracias. Pero ahora aplaudimos a los que nos alquilan el equipo de submarinismo. Por eso los ingenieros ya no son los más aclamados. Por eso refunfuñan tanto cuando necesitas que reparen tu canalización y ponen unos precios tan altos.

Yo tengo suerte. Mi amigo Rafa se reinventó como aprendiz de ingeniero y para él soy algo así como el hermano que perdió. Así que no tengo que llorar demasiado y puedo pagarle con cuatro tonterías cuando deja de llegar agua a mi tejado.

Al principio, encontrar botellas de agua dulce era mejor que dar con un anillo de oro. Después, el bueno de Gabriel halló una solución que mejoró nuestras vidas.

Gabriel fue el rey durante mucho tiempo gracias a eso.

Consiguió bombear agua desde un segundo piso hasta el exterior. Todos íbamos a su casa a rellenar nuestras garrafas y no nos cobraba nada.

Por eso recordamos con cariño a Gabriel. Por eso le dimos un funeral de vikingo y nadie reclamó su barca ni se quejó de que se la dejase a Marcos y a Natalia. Por eso Lana hizo un cartel conmemorativo que pone «La fuente de Gabriel» y lo colgamos encima de su grifo, aunque ya casi nadie vaya a llenar sus garrafas allí.

Gabriel creó la escuela de ingenieros y poco a poco consiguieron canalizar agua a algunos tejados; empezaron a recoger el agua de la lluvia e hicieron depósitos usando piscinas de plástico. Pero no les debemos solo eso, también son los inventores de las pasarelas que nos unen, los generadores de electricidad o la ciencia de crear barcos reciclando basura.

Barcos como mi barco.

Marcos mantenía a flote a nuestra pandilla porque se había conseguido una barca de pescador hecha un desastre y la había restaurado.

Había peleado por ella como un adulto cuando intentaron quitársela.

–Él se la ganó con su cabezonería –solía decir Gabriel cuando cualquiera le pedía que repitiese aquella historia, en las veladas que pasábamos en el gran tejado del hotel sobre el que vivía.

Le encantaba contarnos cómo Marcos se había defendido con la cara roja como un tomate, alegando que tenía más derecho que nadie a quedarse con la barca porque había sido el que la había encontrado y el que la había arreglado, aunque muchos pensasen que alguien tan joven como él no merecía ese privilegio.

Esa barca nos llevó a zonas inexploradas y nos permitió sobrevivir cuando nadie apostaba por nosotros, cuando la mayoría de los que se reunían en los tejados imaginaban que volveríamos a tierra tarde o temprano.

El oficio de cazador de tesoros se creó casi al mismo tiempo que el mar lo inundó todo. Aún no se habían iniciado las labores de búsqueda y ya había algún listo haciéndose con riquezas en la nueva orilla, riquezas arrastradas por las olas que se quedaban ancladas entre la basura. Por eso, antes de que las lanchas del ejército desaparecieran, ya había patrullas de cazadores que vaciaban los apartamentos de la superficie y cobraban por devolver a sus dueños sus pertenencias.

La barca de Marcos nos permitió alejarnos un poco de las zonas más frecuentadas por los mayores. Inicié mi primer descenso desde esa barca, llevando las gafas de bucear que Rafa me había conseguido como regalo en mi octavo cumpleaños. No logré hacer mi primera caza importante hasta los diez, pero a los ocho me inicié en el submarinismo.

Conseguimos cierto respeto entonces, alejándonos del territorio conocido para hacernos con nuestras propias reliquias.

En esa barca aprendí el arte del trueque y el regateo.

Pero Marcos se la llevó con él cuando conquistó a Sheila y ella se quedó embarazada.

Se la llevó al nuevo tejado y nos dejó nadando en tablas.

Ese fue el momento en que nuestra pandilla infantil comenzó a deshacerse.

Gabriel conquistó a mi amigo Rafa, enseñándole a construir barcas utilizando garrafas de plástico vacías, cuerdas y tablas. Poco a poco, lo inició en el oficio de los ingenieros y Rafa sintió el cosquilleo de la curiosidad haciéndose con él. Así que abandonó el tejado que habíamos ocupado y se fue a vivir con el resto de ingenieros.

También yo me hice con mi propia barca y conseguí la independencia, que cada vez sentía más como una necesidad.

La llamé Ariel, aunque suene ridículo. La sirenita fue la última película que vi con mi madre... y desde entonces me gustan las pelirrojas.

Ariel está formada por una puerta, placas de corcho blanco, dos palos de fregona, una red y una sábana. No es nada elegante. Pero me lleva adonde quiero.

Una vez estuve a punto de cambiarle a un turista una escultura diminuta, que había encontrado sumergida, por un pedal con tobogán. La figurita debía ser de un tipo importante para que me ofreciesen a cambio una embarcación.

Casi acepté el trato.

Un pedal era más seguro que mi barca, y el tobogán le daba cierto encanto. Pero miré a Ariel y sentí que estaba cometiendo algún tipo de traición.

En vez del pedal, pedí carta blanca para conseguir comida del bar de Toni y Angelina durante tres meses.

No me arrepiento para nada.

Toni y Angelina se conocieron en los tejados.

Cuando el mar se lo tragó todo, se llevó a nuestros seres queridos. Una barrabasada así debería enseñarte a no volver a amar a nadie. Pero lo cierto es que nos enseñó justamente lo contrario.

Desde que tengo siete años he visto cómo auténticos desconocidos se convertían en familia y cómo gente aterrorizada por la idea de hablar con otro ser humano, gente que permanecía petrificada en una terraza, agarrada a la barandilla con los nudillos blancos, rompía a llorar en el hombro de un extraño. Te aseguro que en las comunidades de los tejados hay mucha mala leche, pero también mucho amor.

Toni y Angelina son un ejemplo de ello.

Además, son los dueños de la única tienda que tenemos. Tienda y bar. Porque los seres humanos necesitamos también sentarnos en una mesa y pedir una bebida fría.

Toni es millonario.

Multimillonario.

Uno de esos extranjeros ricos que tienen una casa en cada playa y que veranean, según sientan su espíritu, en las Bahamas, en la costa Azul o en Honolulu.

El día en que las cosas se pusieron feas, estaba en su piscina de tamaño olímpico, acompañado de una rubia que podría ser su hija –esto no me lo he inventado yo, esto lo cuenta él cada vez que se toma dos cervezas o se pone melancólico–, bebiéndose un cóctel preparado por su mayordomo brasileño.

Sobrevivió.

Solo él.

Y tuvo el mismo síndrome de pavor a vivir en tierra firme que hemos desarrollado los demás.

Tengo recuerdos borrosos de un hombre gordo con traje de chaqueta impecable que fumaba un puro intentando convencerlo de abandonar los tejados. No lo consiguió. Debía ser algún contable o algún socio de su empresa. Fracasó como tantos otros que vinieron a llevarse a sus tíos, sus abuelos o sus hermanos.

Además, Toni conoció a Angelina y decidió invertir su fortuna en poner una tienda y hacerla feliz.

Ahora tienen una familia.

Y un barco que surte su negocio todas las mañanas.

Tienen combustible, bombillas y el dinero suficiente para contratar un espectáculo musical que alegre nuestras veladas en verano.

Lo único que no tiene Toni es control con las cuentas. Creo que nos tiene a todos fiado y que si no fuese por Angelina nos regalaría el género. Pero ella le pone las pilas.

Son de los pocos, más allá de los ingenieros y los dueños de los equipos de submarinismo, que se mantienen aquí sin cazar tesoros.

Forman parte de los tres pilares de nuestra comunidad.

Se nos habría puesto cara de pescado si no hubiesen abierto «el mercado del tejado 23».

En nuestro pueblo sobre los tejados hay tres negocios de submarinismo: las Medusas, los Roque y Ocean’s Way.

Creo que es fácil descubrir cuál de los tres es el último en abrir y el que tiene menos clientela. Ocean’s Way inauguró su negocio el año pasado y puede darse con un canto en los dientes si consigue alquilar dos equipos al día. Ni siquiera tienen su tienda en uno de los tejados; vienen con su barco y se plantan aquí pretendiendo hacerse un sitio. Son una franquicia que intenta aprovecharse de las circunstancias. Por lo visto empezaron al norte del país y ahora están llevando sus barcos a la mayoría de los pueblos nuevos que se han creado en las zonas a medio sumergir. Si se mueven así, es que por ahí les estará funcionando.

Aquí no.

Aquí nos gusta ir al negocio de toda la vida y rogar por una bomba de oxígeno aunque sea de rodillas. Por eso no consideramos a Ocean’s Way una verdadera amenaza. Por eso, cuando pasamos junto a su barco, los saludamos con compasión mientras nos clavan su mirada suplicante.

No es que tengan malos precios.

Es que tienen precio y aquí el dinero no vale nada.

No entienden lo que es esto. Vienen a primera hora y desaparecen a las cinco de la tarde. Viven bajo techo. En tierra firme. Compran con monedas en supermercados y se comunican con tierra usando teléfonos.

A mí me dan pena.

Por las noches hacemos apuestas para ver cuánto durarán por aquí.

Las Medusas sostienen que no cumplen los dos años.

Los Roque afirman que dos años y tres meses.

Yo apuesto por tres años. Es pura compasión.

Tampoco es que suela tener cosas de valor como para realizar un trueque con los otros negocios.

Las Medusas son una empresa familiar, dirigida por aquella mujer que abrazaba a sus hijas el día que casi me echan. Creo que se llama Rita, pero no estoy muy seguro porque aquí se la conoce como Mamá Medusa. Sus dos hijas son sus grandes aliadas: Lana y Judit. Mamá Medusa estuvo casada con un capitán de barco al que se tragó el mar. Tenían un negocio de submarinismo antes de que el agua recuperase sus dominios y lo siguen teniendo ahora.

Viven en el tejado de un alto hotel y utilizan los tres pisos de debajo, que quedan fuera del agua, como almacén. Cada balcón es una sección: pesca, equipos de buceo, ropa de neopreno, deportes marítimos, recambios para barcos... Los ingenieros han construido escaleras y plataformas que permiten el acceso a los clientes, que tienen incluso donde atracar sus barcos. Las Medusas se han hecho a sí mismas y tienen el negocio más respetado. Por eso son las más caras.

Casi nunca tengo material para hacer trueque con ellas.

No quieren latas de comida ni baratijas.

Aun así, voy siempre que puedo.

Paso con Ariel por la parte norte del edificio y miro a Lana discutiendo con su madre o ayudando a su hermana Judit a cerrar alguna venta.

El resto de trabajadores que tienen contratados me da igual.

Las Medusas hacen negocios con los turistas que llegan cada día. Pueden ser el mejor intermediario si no sabes bien cómo colocar algo que has cazado.

Pero no se te ocurra traicionarlas.

No intentes ser más listo que las Medusas.

Porque ellas llenan de oxígeno tus bombonas.

Los Roque son distintos. Tienen un chiringuito cutre en su terraza, con botellas de oxígeno de hace mil años, e incluso te ofrecen llevarte con su barco a alta mar para pescar a cambio de cualquier tontería. Una vez conseguí una noche entera de pesca ofreciéndoles una horrible lámpara de pie con cristales de colores.

Los Roque son padre e hijo. Y los distinguimos como Roque Padre y Roque Hijo. A ellos les decimos solo Roque. Son de ese tipo de personas que se convertirán en idénticas conforme pase el tiempo. Estoy convencido de que cuando Roque Padre muera, observaremos los pasos torpes de su hijo, su barriga prominente y su bigote canoso pensando que estamos ante un fantasma. Cada día son más iguales; si cierras alternativamente los ojos cuando están juntos, parece cosa de magia.

Las Medusas y los Roque: dos casos contrarios en el negocio del submarinismo, dos suministradores de oxígeno con gran voz en nuestra comunidad. No enfades a Mamá Medusa y no insultes a los Roque.

Esas son dos leyes básicas para poder trabajar.

Como habrás podido comprobar, no soy un personaje de éxito en nuestro pueblo.

No soy uno de los ingenieros, no trabajo para las Medusas ni consigo el favor constante de los Roque, pocas veces logro cazar cosas de valor y casi siempre tengo deudas con Toni para conseguir comida en su tienda. A lo mejor te preguntas cómo diantres sobrevivo aquí o por qué no me he ido a otro sitio a probar mejor fortuna.

Esas son preguntas que solo se hacen las personas que viven en tierra firme.

Si vivieses en un tejado en medio del mar, no te lo preguntarías.

No es que intente despreciar tu manera de ver el mundo, es que es distinta a la mía.

Marcos me hizo un cazador de tesoros y eso es lo que soy, aunque me vaya regular, aunque tenga que hacer mil triquiñuelas para conseguir algo digno. Aquí no tiene valor ascender en el trabajo, mejorar tu sueldo o permitirte las vacaciones soñadas para toda la familia. Aquí las prioridades son distintas.

Yo soy feliz. Y en el mar eso es lo único que importa al final del día: poder acostarte bajo las estrellas con el espíritu en paz, aunque te rujan un poco las tripas.

De todas formas, en los pueblos de los tejados nos ayudamos. No conozco a ningún cazador de tesoros que se haya muerto de hambre.

Somos una comunidad sencilla. Y aunque cada día seamos más, aunque a veces te cruces con una cara desconocida montada en una barca ridícula, aunque haya quien prefiera la soledad y la independencia a las veladas en el tejado de Gabriel o en el local de Toni, al final acabamos conociéndonos, al final somos algo parecido a una familia.

Por eso puedo pasar una semana infernal intentando cambiar un billete sin éxito y, aun así, llevarme a la boca un plato de patatas cocidas y carne.

He dicho ya que me llamo Roberto Vega, pero podéis pensar en mí como Rob.

De hecho, todo el mundo piensa en mí como Rob.