Flores blancas para papá

Beatriz Helena Robledo

ILUSTRACIÓN DE PORTADA
Alejandra Estrada

 

 

 

A Alejandra,

quien me regaló

las primeras

imágenes de

esta historia y sus recuerdos

más tempranos.

 

 

 

I‘m fixing a hole where the rain gets in...

THE BEATLES

1

 

NO PODÍA CREER lo que estaba viendo: un álbum viejo de fotografías y un plato con la imagen de su papá. Nunca había visto algo así, una fotografía impresa en porcelana. Le produjo una mezcla de emoción y ternura encontrar a su papá fotografiado de manera tan particular. Se quedó mirándolo un largo rato. Era hermoso, sí, con su pelo largo, una boina negra y una sonrisa en los labios que la emocionó aún más, pues en las pocas fotos que conocía —pensándolo bien, solo conocía una— salía muy serio. Sí, se reía, por supuesto, como todo el mundo, pero descubrir su sonrisa era algo inédito, nuevo.

Escondió sus tesoros en el clóset. Por la noche, cuando su mamá estuviera dormida, se pondría a ver las fotos con calma. No podía enterarse, pues por algo las había escondido en el fondo de esa caja llena de ropa vieja y de zapatos de hombre. Toda esa ropa, ¿sería de su papá? Seguramente, porque ella no tenía hermanos y en la familia de su mamá también todas eran mujeres, y entonces, ¿por qué tendría todos esos vestidos, camisas y suéteres allí en el desván? En la casa no había ninguna huella de él, ningún recuerdo, nada. Solo la foto que tenía en su mesa de noche y que había encontrado en un cajón. Ese día su mamá había armado un escándalo porque revolvía sus cosas personales, pero ella no le hizo mucho caso y se quedó con la fotografía.

Nunca había podido entender el afán de su mamá de borrar cualquier señal que le recordara a su papá. Lo mismo pasaba cuando Magdalena le preguntaba por su vida juntos, o cómo era él, o cualquier cosa referida al pasado. Era muy poco lo que le había contado. No quería que nada ni nadie se lo trajera a la memoria. ¿Por qué? ¿Así de infeliz había sido con él? ¿La había maltratado? ¿La había engañado con otra mujer? Cuando se ponía a pensar en esto terminaba llorando, las preguntas se le acumulaban una tras otra en la cabeza. Magdalena nada más tenía preguntas. ¡Sabía tan poco de su papá!

Cómo le hubiera gustado imaginarse una historia y luego creérsela, como Pipa Mediaslargas que para no aceptar la muerte de su padre en un naufragio, se había inventado que por ser tan gordo, en vez de hundirse había flotado y había llegado sano y salvo a una isla, convirtiéndose en el rey de los caníbales. No pudo evitar reírse de sí misma. ¡Qué ocurrencias! Qué bueno sería tener menos años, ser un poco más ingenua y un poco más alegre para poder creerse sus propias historias. Pero no, ella era demasiado depresiva y triste.

Por la noche Magdalena sacó el álbum. Sintió rabia cuando descubrió que no quedaba ni una fotografía de su papá, todas habían sido arrancadas. Allí solamente había imágenes de los abuelos y del resto de la familia. También se vio a sí misma con sus hermanas cuando eran muy pequeñas; pero de él, nada. Cerró el álbum con fuerza y tomó el plato. Se detuvo un buen rato a contemplarlo. ¿En dónde se habría tomado esa foto? ¿En qué lugar del mundo?

Pasó la mano con ternura acariciando la porcelana. Estaba muy empolvado. Quiso limpiarlo con un trapo, pero el polvo estaba adherido con fuerza. Se levantó y fue al baño. Untó con jabón la esponja con la que se frotaba todas las mañanas y la pasó por el rostro de su papá. Magdalena lanzó un grito. Sintió como si un puñal se le clavara en la boca del estómago, la poseyó un llanto incontrolable. Su mamá entró a ver qué pasaba. Magdalena no podía contenerse, no podía articular palabra, señalaba el plato con el dedo: la imagen de su papá había desaparecido.

 

MARZO 12 DE 1985

 

—Eres igualita a tu papá. ¡No lo soporto!

Eso era lo que me decía cuando se enojaba conmigo. Aún puedo escucharla diciéndomelo a gritos, como con rabia. Gritaba al aire, al viento, a las plantas, a los muebles que se le atravesaban, mientras se movía como una fiera.

Después se calmaba y aseguraba que no recordaba nada. Así es ella, desconcertante. Yo la seguía con la mirada asustada, escondida en un rincón de la sala.

Me acuerdo de esa escena porque sucedió de la misma manera una y mil veces, con los mismos gestos, los mismos gritos, las mismas palabras.

Llegué a pensar que era puro teatro, que no era verdad: no podía comportarse así cada vez que algo la molestaba. No podía ser posible que una persona hiciera los gestos de igual manera, dijera las frases de igual manera, tuviera siempre la misma mirada y gritara con el mismo tono de voz, una vez y otra y otra.

Pero así era.

Yo era muy pequeña y lo único que sentía era pánico al verla tan descompuesta, tan alterada, como si una fuerza ajena a ella se le metiera por dentro y la transformara en otro ser. Era como si mi mamá, esa señora tan elegante, tan bonita, se convirtiera en una bruja. Así se aparecía ante mis ojos ingenuos de niña de siete años, ¡como una verdadera bruja!

Recuerdo que una vez que le contesté mal, no sé por qué, me agarró a la fuerza y me encerró. Lo único que se me ocurrió fue gritarle: ¡usted no es mi mamá, usted es una bruja! Desde ese día empecé a mirarla con desconfianza. No sabía en qué momento iba a ocurrir la transformación. De señora a bruja y luego a señora otra vez.

Es la primera vez que me atrevo a decirlo. Y se lo digo a usted porque ese fue el trato: que yo podía decir aquí en este sofá lo que me diera la gana, lo que se me viniera a la cabeza. Y eso es lo que estoy haciendo, dejando que las palabras broten, así como van viniendo, van saliendo. Usted me prometió que lo que yo dijera aquí, aquí quedaba. Eso espero.