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El Autor

El médico rural

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El Autor

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Felipe Trigo y Sánchez-Mora nació el 13 de febrero de 1864 en la localidad de Villanueva de la Serena —ubicada en la provincia de Badajoz— en el seno de una familia de clase media acomodada que pasó a tener dificultades económicas a causa de la temprana muerte del padre. Cursó el bachillerato en Badajoz y la carrera de medicina en el Hospital de San Carlos de Madrid. Su experiencia como estudiante forastero en la capital la plasmaría en la novela En la carrera.

Tras licenciarse, casado ya con su compañera de facultad, Consuelo Seco de Herrera, ejerció como médico titular en los pueblos pacenses de Trujillanos y Valverde de Mérida, circunstancia biográfica que también novelizaría en El médico rural.

En su juventud, Felipe Trigo profesó un socialismo marxista ortodoxo, y llegó a publicar una serie de nueve artículos en El Socialista. Más adelante evolucionó a un reformismo radical pequeño-burgués, en la línea de Melquíades Álvarez, al que dedicó encomiásticamente el prólogo de Jarrapellejos, su principal obra.

Hastiado de la vida rural, entró por oposición en el Cuerpo de Sanidad Militar. Su primer destino fue Sevilla, donde comenzó su actividad periodística que ya había intentado en Madrid. De Sevilla pasó a Trubia, como médico de la fábrica de armas. Años después marchó voluntario a unas Filipinas en plena rebelión. Destinado como médico en Fuerte Victoria, en realidad un destacamento de prisioneros tagalos, estuvo a punto de perder la vida durante una escaramuza. Los sublevados le asestaron no menos de siete machetazos, dejándolo por muerto. Trigo, sin embargo, consiguió huir a campo través, en espantosas condiciones. Con una mano inutilizada, fue repatriado como mutilado de guerra, con el grado de teniente coronel. La prensa le recibió como «el héroe de Fuerte Victoria» y llegó a ser propuesto para la Cruz Laureada de San Fernando. Rechazando la posibilidad de capitalizar políticamente su celebridad, en 1900 se retiró del Ejército y fijó su residencia en Mérida para dedicarse en exclusiva a la literatura.

El éxito arrollador de su primera novela, Las ingenuas, en la que relata su dramática peripecia filipina, le convirtió en un auténtico best seller, tanto en España como en América; le permitió llevar una vida de lujo, a caballo entre su Extremadura natal y su chalé de la Ciudad Lineal madrileña, y le dio acceso a los círculos sociales más selectos, ganándose fama de gran señor, dandi y donjuán. En menos de quince años, publicó diecisiete novelas, varias novelas cortas (en las célebres y popularísimas colecciones El Cuento Semanal, primero, y La Novela Corta, ya al final de su vida) y varios relatos, todos ellos con gran acogida del público.

En pleno apogeo de su popularidad, el 2 de septiembre de 1916, Felipe Trigo acabó de un tiro con su vida, siendo enterrado en el cementerio de Canillejas. Las razones de su suicidio no están por completo claras. En la nota de despedida y perdón que dejó a su familia, el escritor parece aludir a una enfermedad incurable y mortal; pero es más probable que la enfermedad que en realidad temiese fuera la locura, que venía acechándole de antiguo en forma de una aguda neurastenia. El propio escritor narra en su novela póstuma Si sé por qué un intento anterior de suicidio que, supuestamente, habría llevado a cabo en 1911 durante una estancia en Buenos Aires.

Durante la dictadura franquista, sobre Felipe Trigo, como sobre tantos otros escritores de su época y características, cayó el silencio editorial y crítico. Sólo a partir de la Transición se reeditaron sus novelas más importantes.

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El médico rural

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Primera Parte

I

Partió el tren, negro, largo, con sus dos locomotoras. Esteban y Jacinta, en el andén, al pie de las maletas, le vieron alejarse entre el encinar, con una emoción de adiós a algo doloroso de que habíales arrancado y despedido para siempre. Fue en los dos jóvenes, en los dos casi chiquillos, tan honda y compartida esta emoción, que al deshacerse las últimas volutas de vapor en el final del puente, ellos se miraron y cogiéronse la mano. Jacinta se acercó a darle un beso y a ordenarle los encajes de la gorra a su hijo, que dormía en brazos de la vieja y fiel criada; y Esteban, inundado por la bondad de su mujer, sintió en los ojos humedad de lágrimas, en una dulce angustia de la honradísima alegría que le causaba el poder empezar, al fin, a hacerla venturosa.

-Bueno, ¿y quién habrá venido por nosotros? ¿Nadie? -desconfió Nora, la sirviente, que había criado a Jacinta y que, por quererla como madre, trataba a Esteban con la misma confianza-. El pueblo no se ve. Sería bueno que tuviésemos que ir a pata con estos cachivaches.

-No, mujer -repuso Esteban-. El pueblo, a dos leguas. Yo escribí, y seguramente habrá alguien esperándonos.

Miraban, y no veían más que al jefe de la pequeña estación y al mozo, que andaban trajinando con unas cubas descargadas; a la pareja de la Guardia Civil, que entreteníase viendo la pelea de un pavo con un gallo, y a unos niños que al pie de la empalizada jugaban con un perro.

-¡Pregunta, hombre! -incitó Nora.

Y cuando el joven vacilaba sobre si ir a preguntar al jefe, a los guardias, a otros campesinos que allá lejos ocupábanse en cargar de jaras un vagón o a una fresca mujer que asomada a una ventana de encima del telégrafo consideraba curiosamente el porte señorial de los llegados, oyóse un carro que fuera se acercaba al trote.

Un momento después entraba en la estación, sombrero en mano, una especie de flaco y ágil pastor, vestido de zamarras:

-Dios guard'té, y a la güena compañía. ¿Es osté el médico que va a Palomas, y osté dispense?

-Sí, señor. ¿Viene por nosotros?

-Mesmamente. Acabo de allegá: vide el tren, y dije, digo: arrea, Cernical...; porque yo soy Cipriano Catalano, Cernical, por mal nombre, carrero del señó Vicente Porras, pa lo que gusten los señores.

-Gracias.

-Nos diremos de seguida, si les paece, que er pueblo está al doblá la sierra, y es un cuanti tarde y no mu, güeno que digamos el camino.

Cargó con un baúl, le dio Nora el niño a su madre, para ayudar también con Esteban en el transporte de cajas y de cestas, y salieron al exterior de la estación, cruzando el edificio.

-Desengancharé las bestias, pa que ostés suban -se apresuró a indicar Cernical, viéndoles la perplejidad de abordar aquel carro entoldado y cerrado con seras por detrás-. Güervo. Voy antes a traé los otros dos baúles. ¿No hay más trastes?

-No. Los muebles llegarán mañana.

-Perfectamente.

Desapareció, y los jóvenes se quedaron complacidos de la ingenua rusticidad que se le advertía al Cernical en sus prisas, en sus ademanes y en su cara aguda de podenco. Diríase que era un hombre que no podría evitarse correr tras de las liebres si le saliesen al camino.

Los dos civiles, puestos en marcha, llegaron a un próximo riachuelo que tenían que vadear. No debía de ser fácil, puesto que estudiaban por dónde y cómo, recorriéndole la orilla. Resolvieron desmanear una borrica que pastaba cerca, montarse ambos y salvar de esta manera la corriente; pero la borrica, en medio, tropezó y se derrengó, dando con los jinetes en el agua..., y mientras el animal volvíase bonitamente a su pradera, los guardias, riéndose, sumergidos hasta la rodilla, acabaron de dirigirse al otro lado, salvando en alto los fusiles.

-¡Por vía e Dios! -lamentó a gritos el Cernical, que volvía-. ¿Cómo no han esperao ostés al carro? ¡Estos señores hubián sabío dispensá un momento la molestia!

-¡Gracias, hombre! ¡Qué más da! -correspondió agradecidamente un guardia.

-¡Pa eso estamos, pa servinos!

-¡Gracias! ¡Muchas gracias! ¡Igualmente!

La tarde era serena, en el septiembre caluroso; el remojón no tendría más consecuencias que el deterioro de la ropa. Cernical explicaba que estos guardias eran de otro pueblo. Desunció las mulas y procedió a cargar el equipaje. Traía en el carro dos sillas solamente, Y doblaba una manta a fin de improvisarle otro asiento a la criada. Los niños que jugaban con el perro habían acudido, y comiendo uvas miraban el embarque. La mujer del jefe, que asimismo había venido a presenciarlo desde una ventana posterior de la estación, ofreció la silla que faltaba; y al tiempo que con saludos e inclinaciones de cabeza lo agradecían Esteban y Jacinta, Cernical se apresuró a aceptarla, gracias a lo cual, minutos después, todos instalados, partió el carro despedido entre sonrisas de los niños y extremosas bondades de la jefa.

-¡Sí, verás -le dijo a su mujer Esteban-, vamos a vivir bien entre estas gentes!

-¡Sí, muy bien! -confirmó Jacinta-. Nos procuraremos una casa con corral y tendremos palomas, gallinas, conejos..., y flores; muchas flores. ¿Viste qué colorados y fuertotes esos niños?... El nuestro se criará igual.

Sonreían. Estrechábanse la mano. Un bamboleo de las ruedas sobre un pedruzco hízoles callarse.

Les agradaba la selvática sencillez de estas montañas. Las gentes, sin conocerse, se favorecían unas a otras. Nunca habían visto tal humano concierto de bondad, tanta solidez de tranquila dicha -en una modestia que les hacía a ellos dos avergonzarse de sus ciudadanos atavíos: Jacinta, perfumada con ilán, traía un traje y un sombrero demasiado elegantes, y Esteban venía vestido también con excesivos atildamientos de cuello y puños y corbata de alfiler presuntuoso.

En cambio, todo olía aquí a sana honradez de encinas, de tomillos y de oveja, desde el limpio percal de la mujer aquella y de sus niños, hasta los varales del carro y las pellicas del yugo y del carrero. Por las ventanas de la estación, llenas de geranios, habían podido vislumbrar la sólida felicidad de un hogar, confirmada en sendos colgaderos de melones y jamones. Triste les era comprenderlo a los dos ilusionarios, a los dos mimosos señoritos maltratados por la suerte; mas no cabía dudar que el bienestar de una familia radicaba en la despensa.

Fue Esteban esta vez quien se inclinó a besar la frente de su hijo, y la niña esposa le volvió a tomar la mano, susurrando:

-¡Cuánto hemos sufrido!

Dobló la cabeza. Se limpio una lágrima, a pretexto de quitarse el velo y el sombrero, que chocaba contra el toldo a cada instante, por la marcha áspera del carro, y quedáronse después unidos hombro contra hombro, en una mutua protección de sus cariños.

Así permanecieron largo rato, en tanto el carro, dando tumbos, caminaba lentamente.

Sabíanse solos en el mundo, en el mundo tan cruel, abandonados a ellos propios, a su esfuerzo. Sevilla, harto lejos ya, persistíales en la memoria como un brillante infierno, despiadado. Les parecía que con el ruido y la sucia carbonilla del vagón habían dejado definitivamente los sarcasmos y tormentos de la vida dura, de la vida atronadoramente veloz y falsa que volteó impasible por encima de sus penas. Lujo y hambre, opulencias y estrecheces, catedrales y procesiones que con su suntuosidad de oros y de palios eran la estupefacción del orbe y tristezas sin redención al lado y al mismo tiempo por las calles; lleno el puerto de vapores poderosos, de yates de príncipes a veces, y en el muelle los mendigos, los golfos, las pobres empaquetadoras de naranja, con tantos claveles blancos y rojos por el pelo como lívidas alburas o rojas rosas de la anemia y de la tisis por la faz. Maldito regocijo el de Sevilla, en un conjunto monstruoso que, no obstante, resultaba esplendente bajo el sol. A Esteban, ahora, desde lejos, simbolizábasele la ciudad famosa en una bella hambrienta agonizante que cantase bajo un cielo muy azul, tocando la guitarra.

Allá iba el tren, sucio y negro, brutal en su carrera con la fatigosa mole de sus máquinas, alejándoles la confusión y el ruido de una existencia absurda que tenía asimismo las entrañas de acero y de carbón. Sobrecogidos en el silencio inmenso de estos montes, creyeron que sus vidas recobraban una cristiana y dulcísima importancia de cosas amorosamente fundidas con la paz del Universo. Libres de la opresión de la ciudad, sus tesoros de amor y juventud se dilataban en una armonía maravillosa de esperanza con el canto de las ranas y los pájaros y los rumores de las aguas y las selvas.

Olía a tomillos, cada vez más, y todo alrededor se les iba confirmando recio y diáfano, en una plástica pureza generosa que parecía brotar de las encinas. Dejada atrás por la extensa vega del riachuelo una vacada, iban cruzando ahora, sierra arriba, entre hatos de carneros y chozas de pastores. Las piedras de las cercas eran del color del hierro y las talanqueras, fibrosas y resecas, igual que los arados. Volaban las tórtolas por encima del ramaje. Acudían leales y furiosos los mastines a ladrar al paso de las mulas.

Una guapa zagalota, descalza a media pierna, que de alguna fuente venía sola y descuidada entre los riscos, a una simple petición del Cernical, se detuvo y entregó para beber su cantarilla.

Porque el Cernical sudaba, con su incesante trajín de gritos y trallazos, que más que castigos parecían caricias a la yunta. «¡Anda con Dios, güena moza», había despedido jovialmente a la muchacha, tornando a poner en marcha el carro. Y Esteban y Jacinta, propensos a percibirle a todo su efluvio de poesía, recordaban que no eran éstos los palos y blasfemias de los carreteros en Sevilla, ni mucho menos los piropos con que por cualquier desierto camino de las huertas sevillanas se saludase, al ponerse el sol, a una linda joven que, como la que acababa de pasar, cruzaba los campos sola y gentilmente, sin miedo a que ultrajase a nadie sus pudores.

¡Ah, sí, indudablemente! Emanaba cada cosa aquí una rústica placidez encantadora. El carro, que en las piedras y baches del camino daba tremendos bamboleos, iba subiendo poco a poco, con un rudo tranquear de ruedas y de cubos que en nada parecíase a aquel estridor apremiantísimo del tren.

Dentro llevaba cuernos aceiteros, amarrados con cadenas, y mantas y cordeles que trascendían a monte fuertemente.

-¡Cudiao! -solía advertir Cernical en los pasos que ofrecían mayor dificultad.

Y entonces, mientras Jacinta y Esteban se afirmaban en las sillas, protegiendo de los golpes sobre todo al niño, que seguía durmiendo en brazos de la Nora, el Cernical, pasándose de rodillas al yugo desde el lomo de una mula, a fuerza de gritos y tirones del ronzal conducía el carro con una precisión que había acabado por tranquilizar a los viajeros. Unos zis, zas, tres o cuatro alternados movimientos de cuchara, otro más. violento caer a tierra firme, y he aquí el obstáculo salvado sin más que unos cuantos coscorrones.

Caminaban ya, ganando la mayor altura del camino, entre canchos y jarales. Un desfiladero de cobrizas rocas sobre cuyos picos cerníanse los murciélagos. Otra pastorcilla, seguida por dos perrazos tan altos como ella, guardaba cabras por la abrupta soledad. Y el carro, siempre resonando sus trancas, sus herrajes, tenía que aventurarse en desniveles y revueltas que poníanle a punto de volcar a cada paso.

Pero las alarmas de Jacinta las calmaba el marido dulcemente. Ella, luego, sonreía. Queríale mucho, y fiábale hasta sus emociones. Volvían a contemplar el paisaje bravo y pintoresco que se iba ensanchando delante de ellos con amplios horizontes del lado opuesto de la sierra, y dejábanse tomar de nuevo por la vasta calma de estos campos, que acogíalos en tan brusco y bello cambio de sus vidas.

Luego que ganaron el puerto, tornaron a ver el sol, que declinaba en un dilatadísimo celaje de oros y de púrpuras. Era una infinita sábana de nubes avellonadas, color de sangre, finamente festoneadas por la luz del astro, y que se prendían a él dejando a la derecha un claro cielo verde de nitidez maravillosa. Debajo abríase la enorme extensión ondulada de los valles, perdiendo en dorada niebla la fronda de sus dehesas, de sus olivares, de sus viñas, de sus huertas y sus tierras de cultivo. Un río, allá en el fondo, reflejaba en sus serenas tablas las lumbres del crepúsculo, y no muy lejos de la falda de la sierra veíase un caserío agrupado en torno de una torre cuya esbelta caperuza de pizarra parecía también saludar con sus llamas de reflejo a los viajeros.

¡Palomas! -se apresuró el Cernical a indicar-. Velayí el pueblo, que paice que se toca con la mano. Pues, tavía no hamos andao ni la mitad.

Lo miraron todos desde dentro.

-¡Qué pequeño! -opuso Nora la primera.

Y Jacinta y su marido, extasiados por el hermoso panorama, comentaron:

-¡Qué bonito!

-¡Qué bonito!

-Chiquirriquitín -cedió el carretero-, sí, qué concho, que lo es; pero a güeno y a bonito no hay por to er contorno quien le gane. Ahí van ostés, don Esteban, a viví lo mesmo que en la gloria. Ni enfermos que curá va usté a tené, que apuesto yo que no haiga más salú ni onde la crían.

-Nos lleva usted a la fonda, ¿sabe?

-¿Cómo fonda? Pero, ¿quié osté que vaya a habé fondas en Palomas?

-Bien; a la posada, a una hospedería, hasta que busquemos nuestra casa. ¿Las hay desocupadas, que sean buenas?

-Desocupás que desocupás, digo yo que no es sencillo, porque hasta osté no hamos tenido médico, médico propio, vamos ar decí, y no hay pal médico casa que se diga. Cada cualiscual tiene su apaño; pero no es que haigan de fartá, y en tan y mientras, por esta noche, se quearán ostés en la der señó Vicente Porras. ¡Riaá, Morita! ¡Riaá, Serrana! ¡Arsa!... ¡Jaup! ¡Jaup! ¡Jaup!...

Las mulas trompicaban en otro mal paso del camino; atendió a ellas Cernical.

Esteban, mirando al pueblo, trataba de compenetrar la impresión de su espectáculo con la única que de él había podido adquirir en un Diccionario enciclopédico donde se hubo procurado los informes. Brevemente, el libro le había dicho que Palomas era una aldea de ciento veinte vecinos, situada en las feraces estribaciones de Sierra Morena, con escuela pública, Juzgado municipal, a diez kilómetros del apeadero Los Torniscos, donde el tren hacía una hora les había dejado, y con producción de cereales, de vinos y de aceites.

Él y su mujer, además, por recuerdos de versos y novelas, apoyados con los de la infancia de la Nora, que había nacido en otro pueblecillo andaluz, y confirmados por la verdad tan dulce que la realidad les iba presentando, traían el alma rebosante de la visión de estos edenes perdidos entre idílicas montañas con sus gentes nobles, sencillotas; con sus ricos generosos, sus pastores, sus esquilas de ganados y sus bailes de alegres mozas en medio de una dicha patriarcal regida sonriosa y santamente por la torre de la iglesia y por el cura. Cada estación del año representábaseles con un diverso encanto, siempre lleno de cándidas bellezas: el invierno, de nieves y de fríos cortados por el humo en espiral de los hogares, en que a la hora del Angelus contaríanse cuentos de brujas y de lobos; la hermosa primavera, que tendería sus mantos de esmeralda como alfombras del amor y del trabajo; las eras del estío, con sus noches de chicharras y de estrellas...; y el otoño, en fin, que poblaría las viñas de lindas muchachas y zagales cuyos cestos les coronarían de pámpanos las frentes...

Sin decírselo, dándoselo a entender con medias frases, sentían Jacinta y Esteban la viva sugestión de todo esto, en tanto Nora dormitaba sobre el niño. Fatigados ellos también por el largo viaje, y con ganas de llegar, habían notado que el carro, siguiendo sierra abajo las largas eses de la cuesta, según fue anocheciendo parecía alejarse de Palomas.

El cielo perdía su esplendor de roja lumbrarada, y en los llanos encendíanse por sitios diferentes unas líneas de llamas que brillaban cada vez más, como si caídos del celaje los fuegos de sus púrpuras fuesen abrasando la campiña. El Cernical explicó que era la quema de rastrojos, útiles sus cenizas para abonar las tierras, luego que habíanlos esquilmado las espigadoras y las cabras.

-Por lo visto -dijo Jacinta, volviendo a reclinarse cansada en el hombro del marido-, no había habido nunca médico en Palomas.

-No. Se conoce que lo visitaría el de algún otro pueblo, como anejo.

-Mejor. Así, nosotros..., tú, fundas esa plaza, y estarán contigo más contentos.

El recordó un temor ingenuo, que hubo de servirles para reír mucho, en Sevilla, cuando resolviéronse a este viaje, y tornó a repetirlo, bromeando:

-Sí, sí, mujer... Lo único que siento es venir a un sitio donde... ni ¡médico tendremos!

-¡Tonto! -le acarició Jacinta.

Y se calló.

Se calló él también, y el silencio los lanzó en evocaciones muy amargas -porque además ambos sabían que aquel recelo sincerísimo tenía por fundamento la escasa fe de Esteban en sí propio, en su aptitud para ejercer la profesión.

Un rato después, a oscuras dentro y fuera del carro, al que por ir ya siguiendo el camino llano y arenoso del borde de un arroyo podía el Cernical guiarlo con descuido, el joven médico, siempre sintiendo en la mejilla el pelo de su niña esposa, de la madre de este hijo del alma de los dos, asimismo en su angélica inocencia tan abandonado a los amparos de él..., como en el centro de su conciencia lacerada contemplaba sus recuerdos. Un dolor los presidía; y era el de su madre, muerta sin haber logrado verle con la carrera concluida, sin haber podido disfrutar el gozo de saberle al fin en condiciones de ganarse la vida por sí mismo. Él iba a situarse entre honradas gentes útiles, para serles útil a su vez, y solamente, en tal consagración de dignidad pudo recibir en cartas de sus dos hermanas las alegrías de la victoria.

¡Muertas o tan lejos, todas las ternuras que hoy pudiesen festejarle su contento y rodearle en el amor de la pequeña y nueva familia suya que este carro conducía por las sombras de la noche y de los campos con ansias de un poco de fortuna!

«Palomas». Hasta el nombre del pueblo parecíale consagrado de blancuras e inocencias... Llamaríase así, quizá, porque en él abundasen las palomas.

Y el carro, al fulgor de las estrellas, seguía marchando lento, lento, entre fuertes y selváticos perfumes de hinojos y mastranzos, haciendo gemir ahora blandamente sobre la arena del camino sus trancas y sus cubos.

II

-Dispierte si le paice a las señoras, porque vamos allegando.

-¿Llegando? -extrañó Esteban, que no veía entre las sombrías siluetas de unas tapias luz alguna.

-Sí, señó. Estos son los corralones.

El camino hacíase otra vez desapacible; un rudo bamboleo a la vuelta de una esquina despertó a Jacinta y a la Nora antes que Esteban lo intentase.

Entraban en las calles. El carro, a juzgar por sus saltos y sus ruidos, cruzaba un piso donde sucedíanse a cada instante los barrancos de tierras y los manchotes de empedrado. No había más iluminación que la que trasponía tímidamente el portal de algunas casas. En una, a cuya puerta veíase mucha gente, detuviéronse.

El médico saltó al suelo y recibió afectuosísimos saludos. Hubo que quitar la yunta para que bajase la familia.

Pasaron al interior. En una gran cocina, alumbrada con dos reverberos de petróleo, vieron los recién llegados que les cumplimentaba la plana mayor del pueblo.

El concurso se instalaba en sillas alineadas por las paredes y en torno a una mesita donde lucíase abundante provisión de vino, leche, pestiños y aguardiente. La llegada del médico constituía, sin duda, un gran acontecimiento en el lugar. Con el desorden de alborozo, tardaban en sentarse. Esteban colegía que el señor Vicente Porras debía de ser aquel hombre más alto, más serio que los demás, vestido como ellos de faja y paño pardo, y tan toscamente campesino como todos; pero en quien advertíase una digna autoridad de amo, inconfundible.

Sentaron al médico y a su mujer en sendos sillones de brazos, que veíanse apercibidos en el testero del hogar, sin lumbre en este tiempo, y así los dos jóvenes quedaron presidiendo aquella recepción.

Obsequiáronles con cosas de la mesa las hijas del señor Vicente. Llanotas y toscas como el padre, vestían con la misma aldeana sencillez que las vecinas.

Andaban torpes; sobrecogidas, se dijese, por el fino aspecto de la médica, que tal que una rubia marquesita, vendría a ser el adorno de Palomas.

La distinción, el lujo y principalmente la juventud del matrimonio, causaban gratísima sorpresa.

Y pronto, bien pronto, al notarles su bondad y su timidez, de paso que una de las hijas de Vicente despertaba y se llevaba al niño en brazos, Vicente y su gorda esposa, Juana, empezaron a tratarlos en calidad de paternales protectores.

Bromeáronles un rato sobre aquellas ciudadanas vestimentas. Aquí podrían ahorrarse el gasto, vistiendo ella de percal y el médico un capote en el invierno. Sin embargo, se les veía contentísimos con la adquisición de estos médicos de fuste, y al tiempo que les ofrecían la casa, por esta noche, hicieron que un tío Zumba, allí presente, confirmáraseles propicio a cederles dos alcobas en la suya, hasta que encontrasen algo de su agrado.

-Pero, ¡Virgen, si paicen hermanitos! ¡Dos criaturas! -repetía la señora Juana.

-¡Dos criaturas! ¡Dos criaturas! ¡Como hermanos! -coreaban los demás, admirando a aquella rubia y linda señorita que incesantemente sonreía complacida de tan gran cordialidad, complacida de la eucarística blancura de la estancia en cuyas bóvedas veíanse por docenas las morcillas, y en cuyos muros brillaba limpia la espetera con sus cobres y sus hierros.

Truncóse la cordial algarabía con algo trascendente. Otras mujeres entraban buscando al médico. Sabiendo que acababa de llegar, querían que viese al tío Macario el guarda, que estaba con un cólico.

-¡Ah, qué bien! ¡Tener médico siempre tan a mano! -celebró el señor Vicente, dispuesto a acompañarle.

Fueron con él muchos más y condujéronle del brazo, entre dos, para que no tropezase cuesta arriba. Oscuro, todo oscuro; no se veía absolutamente nada.

-¡Arce usted los pies, y caigan donde caigan! -recomendábanle, en una cariñosa protección casi burlona.

Un perro les ladró, y uno de los acompañantes le despidió de una patada. Luego les ladró otro perro, y largáronle un trancazo.

-¡Pa los perros -aconsejó un hombrón que iba delante-, debe usted, don Esteban, procurarse un garrote como éste!

Y Esteban, trompicando, sentía el ridículo de su desmaño ante las cosas y los hábitos del pueblo, igual que cualquiera de estos hombres sería un paleto en Madrid, aturdido por los voltaicos focos y torpe para sortear los carruajes, él lo estaba siendo en Palomas, incapaz de marchar entre baches y tinieblas sin auxilio. Unas veces pisaba en blando, como paja; otras, aristas y picos de peñascos; pero los aldeanos tendrían ojos de lobo que les permitiese ver en las tinieblas.

Llegaron. Estaba llena la casa del enfermo, ansioso el pueblo por ver a su médico en funciones.

-¡Anda, anda! ¡Qué jovencito! -oyó Esteban que comentábanse de unas en otras las vecinas.

La alcoba no era grande. La cama, sí, y llegaba casi al techo, de cuyas negras vigas pendían botas de montar y arreos de caza. Tropezándose con ello, Esteban se instaló junto al paciente. No pudo en seguida intervenir, por respeto al acceso doloroso en que el guarda retorcíase lanzando clamorosísimos quejidos. El dolor y el calor tenían al pobre hombre sobre las ropas de la cama, al aire, además, el vientre, entre la camisa y el sucio calzoncillo. Esta desnudez no parecía alarmar el pudor de las vecinas, que se apretujaban dentro y a la puerta con el ansia de mirar a Esteban y de verle poner remedio a la grave situación.

Grave, sí, tal vez: parecía indicarlo la faz desencajada del paciente y la falta de pudor de las mujeres, que sólo suele darse, por piedad, en las grandes inminencias de peligro.

Comprendía el médico que iba a jugarse la opinión en que hubiesen de tenerle desde luego estos fiscales y fiscalas de su práctica primera (tan primera, ciertamente, aquí y fuera de aquí, que nunca habíase visto con un enfermo encomendado a su responsabilidad antes de ahora), y trataba de afinar su proceder, su lucimiento. Había al lado opuesto del lecho, sobre todo, una vieja con gafas redondas que le miraba fija y le azoraba. Según manifestó, ella le había puesto al guarda la cataplasma del vientre; tratábase de un cólico producido por un chorizo con guindillas y un potaje de habas secas.

Lo malo para Estaban, aun teniendo la fortuna de encontrar hecho el diagnóstico, era que no había estudiado el cólico jamás. Ni sus patologías ni sus maestros habláronle de las enfermedades del estómago, sino a partir de las gastritis; es decir, de efectos harto más fundamentales e importantes que la simple indigestión. Y entonces, ¿dónde haber aprendido él a curar la indigestión ni cómo tratar la de este hombre, que retorcíase de dolores igual que una serpiente?

En las treguas del dolor, reconocía e interrogaba:

-¿Cómo se llama usted?

-Macario Broza, pa servirle..., ¡ay!, ¡ay!

-¿Qué edad tiene usted?

-Cuarenta años.

-¿Es usted casado?

-Sí, ¡mecachi en diez!

-Le duele aquí, ¿no es esto?

-Uuuff... -rugió Macario, y enroscóse con otra crisis de dolor, lanzando gritos.

Aguardaba Esteban, pálido, con toda su universitaria ciencia puesta en conflicto de total inutilidad y de fracaso ante una de estas vulgares indisposiciones que cuando pequeño y sin necesidad de médico a él mismo curábale su madre. Las mujeres que estaban observándole y la vieja de las gafas sabrían en este caso más que él. Honradamente, debería entregar a los cuidados de ellas el enfermo, confesándolas la imprevisión de los libros y de los profesores de medicina al no enseñar el cólico.

Sino que..., ¡bah! ¿Cómo tomaría el público semejante candidez?... Su condición, el prestigio de su título, imponíanle la farsa, aunque hubiera de ser con perjuicio del enfermo.

Porque eso sí..., los recuerdos de sus libros, que no estudiaban tal dolencia, abrumábanle, además, al querer trazarle el plan de curación con dispensas y contrarias reflexiones. Veía delante dos urgencias: calmar el dolor y expulsar los nocivos alimentos. Sino que daba la casualidad maldita de que una y otra indicación fuesen decididamente inconciliables: si administrase láudano o morfina, en el aparato digestivo paralizaríanse los planos musculares, reteniendo las materias dañosas por quién supiere cuántas horas y provocando acaso reabsorciones, infecciones; y si, al revés, daba un emético, exacerbaría los espasmos dolorosos, tan tremendos ya, exponiéndose a romper el intestino... De donde inferíase la probabilidad, bien lamentable, de convertir en mortal, un trastorno pasajero por una torpe intervención.

La gente fatigábase de tantas inútiles preguntas como él seguía haciendo por darse tiempo a meditar y empezaban a mirarle recelosos. El maternal afecto que la juventud de Estaban había inspirado a las mujeres, creía él que se le iba transformando, al fin, en una condescendencia compasiva. No debía retardar más cualquier resolución. Pálido, temblando, sacó lápiz y papel, y entre aquellos dos remedios capaces de originar una catástrofe, prefirió el menos ofensivo. Púsose a escribir:

Ds.

Láudano de Sydesham...

Pero se detuvo al oírle a la vieja de las gafas:

-Vaya, don Esteban, disimule; le habemos molestao pa una simpleza, porque usté no diga que se mete una a excusá...; pues claro es que aquí no hace farta más que un vomi.

-¿Un qué?

-Un vomitivo y un buen jarrao de agua caliente pa detrás.

«¡Ah!» -sorprendióse el joven mentalmente, En seguida, supliendo con aquella tan persuadida de la vieja la experiencia que a él faltábale, siguió escribiendo en la receta:

Ds.

Láudano de Sydesham........ 4 gr.

Y

De ipecacuana en polvo........ 3 gr.

En 3 papeles.

-¡El vomitivo! -dijo-. Pongo también láudano, por si luego le siguiesen las molestias. Entonces le dan ustedes, en agua, doce gotas. Lleven un frasco a la botica.

Supo que no había botica en Palomas, como no había alumbrado público. Se surtían de Castejón, villa distante legua y media. Sin embargo, tío Potes, el barbero, y otros vecinos guardaban provisiones de todos los remedios usuales: purgas, vomitivos, calmantes, quinina, malvavisco...

Escapó un muchacho a casa del tío Potes.

Esteban, que había ido a esperar en la cocina, vio rato después entrar a un personaje que produjo expectación; le abrían calle en el pasillo las mujeres, y el recién llegado, solemne y mudo como un rey que se dignase presentarse ante otro rey, iba avanzando hacia Esteban con un papel en cada mano. No llevaba sombrero ni nada en la cabeza, y la frente, amplísima, orlada de pelo rizoso y gris, las gafas tras de las cuales brillábanle los ojos y el limpio y afeitado rostro audaz e inteligente le daban el aspecto de un convencional francés o el de uno de aquellos sabios a quienes mató la guillotina.

A seis pasos del médico marcó una reverencia; siguió acercándose, hizo otra cancilleresca inclinación y dijo esbozando una sonrisa y presentando sus papeles:

-Saludo al doctor, al joven doctor con todos mis respetos. ¿Querría el señor doctor decirnos, de estas dos clases de polvos, cuál es la ipecacuana y cuál la quina loja?

Adusto el continente, tendidas ambas manos, quedó en actitud de desafío. Esteban, que habíase levantado de la silla, no sabiendo, en verdad, cómo corresponder a tales ceremonias, no sabía tampoco qué pensar del tono aquel de la pregunta. Aunque su interlocutor vestía de paño pardo y de seglar, creyó que fuese el cura -juzgando por la especie de alzacuello que el alto chaleco le formaba-. Fuese quien fuese, no cabía dudar que le ponía en un compromiso. La consulta, más que para un médico, era para un farmacéutico acostumbrado a diferenciar las medicinas. Él no había visto nunca, quizá, estos medicamentos, aunque en la terapéutica estudiase su color y su sabor. Examinándolos, hallaba en ambos el mismo aspecto de canela, la misma finura entre los dedos... Gracias a que se le ocurrió tocarlos con la lengua y que el amargor intenso de la quina le dio la solución.

-¡Ésta, ésta es la ipecacuana! -resolvió, señalando el papel que precisamente le retiraba más el hombre aquel, como si ansiara hacerle incurrir, por la elección del otro, en desacierto.

-¡Ah, oh!.¡Muy bien! -exclamó con énfasis el extraño personaje-. Y diga el señor doctor: tratándose de un remedio enérgico de los que Hipócrates llamaba heroicos, ¿ha reparado usted bien, al propinarlo, si el enfermo padece alguna hernia que lo podría contraindicar? ¿Se ha fijado el señor doctor si el cólico de este enfermo es un cólico sencillo o un cólico cerrado, quizá, de miserere?

Las preguntas esta vez tenían un fondo que hizo a Esteban inmutarse. En realidad él, a pesar de sus irresoluciones anteriores, no había pensado en tales contingencias, y cualquiera de las dos podía hacer mortal el motivo.

-¿Es usted médico? -tuvo que inquirir, movido a la sincera duda por el tono magistral y por la técnica expresión del reparoso.

-¡No, señor doctor, un pobre rapabarbas! -repuso éste con dolido y humildísimo sarcasmo-: un pobre aficionado, nada más, que no sabe nada de cosa alguna de este mundo; pero que lleva cuarenta años curando a los dolientes cuando ustedes los señores doctores pídenle su ayuda o lo permiten! Así, si lo dispone usted, yo administraré la ipecacuana sin pérdida de tiempo, en dosis emética fuerte, en dosis débil, en dosis alterante, o expectorante, o un laxante, o aun antidisentérica, según empléase desde el tiempo de Galeno y se sigue empleando en el Brasil... ¿Cuánto, pues, en gramos..., ya que no dijésemos en dracmas, porque no le guste este sistema de pesas y medidas a los médicos modernos?

-¡Tres! -mandó ya firme Esteban, comprendiendo que se trataba de un barbero charlatán.

Además, había visto la necesidad de cortar el pugilato de rivalidades que el tío Potes quería entablar con él ante las gentes, y añadió, dándole a su tono toda la posible autoridad:

-Y no tenga cuidado..., ni hay hernia, ni obstrucciones. ¡Lo sé perfectamente!

Sin embargo, antes de salir, sumiso a los razonables temores del tío Potes, y mientras éste entre dos sillas preparaba aparatosamente el vomitivo, entró en la alcoba del enfermo y le reconoció las ingles para quedar tranquilo sobre que no sufriese de hernias...

Y en la calle, luego, conducido otra vez del brazo por la negra oscuridad, llevaba la íntima e inmensa persuasión de su fracaso; de su nulidad, de su derrota.

Como un general que previamente desconfiase de sí mismo, en la primera leve escaramuza había adquirido la total impresión del vencimiento. Más inútil que la vieja ante el trance de aliviar un simple cólico. ¿Qué iría a ser cuando se hallase frente a enfermos de importancia?... El barbero, este barbero que quizá hubiese recibido del alcalde o del señor Porras la misión de sondearle, de estimarle al joven médico los grados de su ciencia, pues que así tenía todo el aspecto de una escena preparada la que acababa de ocurrir, sabía más, a no dudarlo, que el mismo ex estudiante loco que habría venido aquí para engañar con su título a las gentes.

Poco importaba que esta primera vez hubiese podido escapar de las tretas del barbero. Iría a ser su rival, harto temible. Era éste, por tanto, un pueblo no sólo sin farmacia; sino sin médico, según él temió en Sevilla, desde luego, descontándose a sí propio; y se parecía ya francamente un farsante al seguir acogiendo las palabras y las bromas cariñosas de los buenos aldeanos, que acaso pronto le tuviesen que despedir a puntapiés.

¡Su ansiosa emoción de paz en las bellas y honradas calmas de Palomas, fundíansele y se le amargaban con la bien clara conciencia horrible de su ineptitud para merecerlas!

III

Dormía Jacinta, y su marido se incorporó junto a ella cautamente para ver el reloj, en la mesita.

Las tres.

Cerró el libro.

Llevaba estudiando siete horas. Había estudiado mucho, además, por la mañana y por la tarde. Necesitaba descansar. El otro barbero que le acompañaba a la visita hasta que él supiese las calles, vendría a las siete. Pueblo de trabajadores, de madrugadores, el propio Vicente Porras, instituido en consejero y protector, le había recomendado que viese temprano a los enfermos.

Estudiaba, sí; estudiaba como un loco, en una ansiosa excitación de toda la noche y todo el día, que le dejaba apenas tiempo de reposo. La pobre Jacinta, sin decirle nada, comprendiéndole no obstante los apuros, reservaba en un silencio dulce y compasivo sus tristezas.

Pero las de Esteban exaltábanse con el espectáculo de este camaranchón en que habíanles alojado. Digno de la mísera aldehuela a que los trajo la desdicha, encerraba como una grosera y destartalada cárcel las rotas ilusiones de los dos, las ternuras delicadas de sus almas, aquel pedazo del corazón que era el hijo de ellos, y que aquí también, con Nora, dormía en otra cama, protegido al menos por la angélica ignorancia de su suerte.

Contraste horrible el que formaban las doradas y coquetas camas, las colchas y sábanas casi lujosas que había ido bordando en Sevilla su mujer; los muebles modestos, pero finos, y que entre tanta fealdad parecían regiamente desplazados, con el suelo húmedo de tierra, con las paredes sólo blancas hasta la mitad, con el alto techo de pajar, a teja vana.

En obra esta casa y suspendida por la falta de recursos del tío Zumba, que intentaba levantarle un piso dedicándolo a desván, únicamente los muros exteriores habían logrado el suplemento que elevó dos metros el tejado; y dentro, los tabiques, con un festón de adobes por encima, establecían a través de los negros palos de la techumbre general una molesta comunicación de todas las estancias.

Así, escuchábase por el de la derecha las hondas respiraciones del sueño o los ronquidos de la familia entera, de los muchachos, de las mocitas, del matrimonio; y así oíase y percibíase por el de enfrente los pisotones y resoplidos de una mula y dos borricos en la cuadra, y los olores de la suela y de las botas viejas que uno de los hijos del tío Zumba tenía emplazadas con su tenderete de humilde zapatero en la cámara contigua.

Esteban, volviendo la mirada desde tantas desolaciones a su bella, a su delicadísima Jacinta, sufría el pesar de la degradación enorme a que habíala arrastrado torpemente. El mismo dolor con que estas cosas le herían a él, al señorito que allá en su hogar de Badajoz, y aun en los más modestos hospedajes de Madrid y Sevilla, había adquirido hábitos de dignidad y comodidad harto distintos, le daba la medida del que estuviese barrenando a la niña infeliz acostumbrada al mimo de sus padres.

¡Pobres padres, si supiesen siquiera sospechar la pocilga en que su hija reposaba! ¡Pobre madre, también, la suya!... Murió durante la plena tempestuosa vida del estudiante trasladado del Madrid feroz, donde dejaba un drama, al Sevilla loco, donde sólo pensó en emborracharse; esto la haría creerle perdido, incorregible, sin porvenir, con un más que mezquino capital como único recurso... «¡Sé un hombre, por Dios, hijo mío, y júralo por cuanto te quiero!», fueron sus últimas palabras. Lo juró él, pensando en la pequeña hermana, y fue tarde, a no dudar..., pues que sólo había podido obtener como premio el infierno de esta aldea...

Al menos Gloria, la pequeña hermana, tuvo al poco tiempo, cuando la familia se desarraigaba de Badajoz, enteramente con la forzosa marcha de la mayor para seguir a su marido a la comandancia militar de Reus, la suerte de casarse con el buen Daniel, con el vista de Aduanas, que se la llevó en seguida a Irún, siguiendo su destino.

Y no, no había tenido suerte él, viniendo a dar en este pueblo, y a pesar de que ni aun lo merecía. Tarde, muy tarde, sin duda, la regeneración que le prometió a la moribunda... No había tenido suerte, y de un modo cruel, fatal, parecía predestinado a transmitirles su desdicha a los dos ángeles que amó: a esta delicadísima Jacinta, a aquella Antonia de su drama.

¡Antonia! ¡Oh, Antonia, mártir de no sabríase qué implacables maldiciones! Su espectro, su recuerdo doloroso, le surgió en el corazón.

Ídolo del primer celeste amor de sus adolescentes y purísimos amores, reina y luz de salvación allá en Madrid para su suerte y su albedrío..., y hoy arrancada de su dicha y de sus brazos... quizá podrida por el vicio en el lecho de algún hospital donde Dios hubiese sido bien piadoso si cortó con la muerte sus tormentos...

Nadie hubiérale hecho creer a Esteban, cuando tres años antes, en la casa de bravos trabajadores dulces y amorosos de enfrente del Retiro soñaba con su Antonia la dicha de estos días..., que estos días habrían de ser de tantos infortunios y que, no ella, sino otra víctima de angélica inocencia fuese la que habría de acompañarle.

Se hundió más en el infinito pesar de sus memorias. Constituíanle un remordimiento y trataba de aplacarlo sincerándose en el secreto de sí mismo junto a esta amada compañera que también las conocía. Recordó la tarde en que, investido de tan dura potestad, fue su cuñado Ramón a apartarle de la Antonia venerada, de la Antonia infortunada. Enviáronle a Sevilla para que, lejos de la hundida en los horrores de Madrid, él continuase estudiando; y la desolación no le permitió otras treguas de consuelo que el del vino, entre aquellos estudiantes paisanos suyos, juerguistas y borrachos, que únicamente frecuentaban las tabernas. Vino el inopinado regreso a Badajoz por la muerte de su madre; acaeció más tarde, con la boda de Gloria y el traslado de Ramón, aquella dispersión de la familia, y el buen cuñado, aprovechando el azar de haber llegado a Sevilla unos de sus próximos parientes y advertido de la vida crapulosa del muchacho, le recomendó a la atención de aquéllos.

Cambió Esteban su conducta. Los parientes de Ramón eran los padres de Jacinta y de otras cinco niñas más pequeñas. Asimismo ingeniero militar, teniente coronel, el jefe de aquella casa, resultó para el descarriadísimo chiquillo un tutor afable que hacíale estudiar al lado suyo diariamente y comer a su mesa con frecuencia. Trató Esteban a Jacinta, criatura encantadora de dieciséis años que con su madre cuidaba como otra madrecilla a los hermanos, y poco a poco fueron ambos jóvenes pasando a una amistad confiadísima e inmensa. El estudiante trocaba su desorden en hábitos de aplicación, cuya gran fe se dijera sostenida por los claros ojos y la bondad inefable de Jacinta. Tanto el uno al otro confiábanse, que él llegó a contarla la tragedia de su Antonia; y hablando, hablando de ello muchos días, llorando juntos muchas veces por aquel siniestro amor, una tarde descubrieron en un santo beso de sus bocas, de sus llantos, que la compasión hacia la enormemente desdichada habíales ido enamorando de ellos mismos.

Esteban consideró su nueva pasión, así nacida entre piedades, como un grave problema que poníale en trance de traición y de peligro dentro de la casa paternal, a menos de arrancarse de ella para verse nuevamente en los yertos desamparos. El ansia de ternuras que le había recrudecido la, muerte de su madre, hízole afrontarlo con lealtad, con valentía.

Tenía aprobado el cuarto año; y le faltaban dos. Podía disponer de mil quinientos duros de su herencia y conceptuábalo suficiente para concluir sus estudios y tomar el título de médico. Su tenaz, su antigua idea de un hogar que permitiésele el trabajo fuera de inmundos hospedajes, prendió otra vez en su obsesión; y formalísimo una noche, solemne, consultó el plan con Jacinta. Lo midieron, lo pesaron, diéronle mil vueltas. Se trataba de casarse, procediendo a tal intento con las noblezas y cautelas, de cuya necesidad había sido él tan durante aleccionado cuando aquel otro proyecto parecido con Antonia. Primero quería obtener, y obtuvo, la aprobación de la asombradísima chiquilla; luego, encomendaríanle el éxito del plan a una carta que le escribiese a su cuñado, el cual, si lo aceptara, se tendría que encargar de descubrírselo a los padres de Jacinta, colaborando con ellos para la total realización, dado que a su vez quedaran convencidos...

No fácil la empresa ciertamente, mas supo acometerla con tanto ardor, con tanta elocuencia apasionada en aquella carta portadora de los ecos de su soledad espantosa por el mundo, que no tardaron la hermana y el cuñado, al meditar al mismo tiempo y de un modo principal sobre las buenas cualidades de Jacinta y sobre la triste situación y la invencible vocación del muchacho al matrimonio, en prestarle su concurso. Surgió después el de los padres de la novia, en mitad de su sorpresa, persuadidos también del talento y del excelente corazón del yerno en perspectiva; y la boda se realizó... un poco por gracia a tales condiciones y un no menos, quizá, por la estrechez que el sueldo del teniente coronel imponíale a la familia numerosa.

Quiso la desgracia que al año, cuando nacía este niño que habría venido a completar la felicidad de los esposos, un traslado militar a Ceuta le arrebatase de Sevilla la familia a esta otra joven familia del estudiante, condenado a no poder vivir en poblaciones que careciesen de la Facultad de sus estudios.

Instaláronse en una casita limpia y nueva, y la sombra de la soledad los puso tristes, completándoles exacta la noción de cómo no podrían fiarle el porvenir a nada que no fuese el propio esfuerzo. Vino con la inquietud el ansia de computar los medios económicos de que disponían y el tiempo que aún le hiciese falta al presunto médico para acabar la carrera y ponerse en condiciones de ganar; y esto, hora por hora, les formó un martirio contra el cual los dos se refugiaban en la mayor idealidad de sus cariños.

Época harto penosa, a través del Sevilla alegre del sol y de los faustos. El porvenir estaba suspendido sobre ellos con una precisión numérica, de contabilidad, en que el error de cálculo más leve los podría sumir en la miseria. Y por cálculo, por honrada previsión, antes que por verdaderas urgencias económicas, redujeron su presupuesto a una mezquindad anticipada que hacía muchas veces protestar a Nicanora en la cocina...

Tales habían sido durante los últimos meses sus zozobras, luego que Estaban se encontró hecho médico en Sevilla, pero sin clientes, sin vislumbre alguno de adquirirlos, que su proyecto de prepararse para cualesquiera oposiciones quedó truncado por la más expedita solución de requerir las vacantes de tres pueblos. En efecto, no obstante la severa economía del matrimonio en el segundo año, rayana en la miseria, vieron, espantados, que después de pagar los seis mil reales del título, les quedaba apenas cinco mil...