El Cirujano frente

El cirujano

El Cirujano

Título original: The Surgeon

© 2001 Tess Gerritsen. Reservados todos los derechos.

© 2019 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1006-4

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Prólogo

Hoy encontrarán su cuerpo.

Sé cómo sucederá. Puedo visualizar con bastante nitidez la secuencia de hechos que conducirá al descubrimiento. Para las nueve, esas mujeres frívolas de la agencia de viajes Kendall y Lord estarán sentadas frente a sus escritorios, las uñas finamente cuidadas golpeteando los teclados de las computadoras, reservando un crucero por el Mediterráneo para la señora Smith, unas vacaciones de esquí en Klosters para el señor Jones. Y para el señor y la señora Brown algo distinto este año, algo exótico, tal vez Chiang Mai o Madagascar, pero nada demasiado accidentado; oh, no, la aventura debe ser, sobre todo, confortable. Ésa es la premisa en Kendall y Lord: «Aventuras confortables». Es una agencia llena de trabajo, y el teléfono suena a cada instante.

No les llevará demasiado tiempo a las damas advertir que Diana no está en su escritorio.

Una de ellas llamará a la casa de Diana en Back Bay, pero el teléfono sonará sin que contesten. Quizá Diana está en la ducha y no lo puede oír. O tal vez ya salió para el trabajo y está demorada. Una docena de posibilidades perfectamente razonables se cruzarán por la mente de su compañera de trabajo. Pero a medida que el día avance, y las insistentes llamadas sigan sin contestación, otras posibilidades más perturbadoras acudirán a su mente.

Supongo que será el encargado del edificio el que dejará pasar a la compañera de Diana a su apartamento. Lo veo entrechocando nervioso sus llaves mientras dice: «¿Usted es su amiga, verdad? ¿Está segura de que no le molestará? Porque voy a tener que decirle que la dejé entrar». Pasan al departamento, y la compañera la llama. «¿Diana? ¿Estás en casa?». Dejan atrás la recepción, con sus pósters de viaje elegantemente enmarcados, el encargado tras ella, controlando que no robe nada.

Entonces se asoma por la puerta del dormitorio. Ve a Diana Sterling, y ya no le preocupa algo tan irrelevante como el robo. Sólo quiere salir del apartamento antes de vomitar.

Me gustaría estar ahí cuando llegue la policía, pero no soy idiota. Sé que estudiarán cada auto que pase a baja velocidad por la zona, cada rostro que mire fijamente entre los curiosos reunidos en la calle. Saben que mi deseo de volver es fuerte. Incluso ahora, sentado aquí en Starbuck’s, mirando cómo el día se aclara tras la ventana, siento ese cuarto llamándome. Pero soy como Ulises, fuertemente atado al mástil de mi nave, atraído por el canto de las sirenas. No me estrellaré contra las rocas. No cometeré ese error.

En cambio, estoy aquí sentado y tomo mi café mientras afuera la ciudad de Boston despierta. Revuelvo tres cucharadas de azúcar en mi taza; me gusta el café dulce. Me gusta que todo sea así. Que sea perfecto.

Una sirena aúlla en la distancia, llamándome. Me siento como Ulises forcejeando con las cuerdas, pero ellas son más fuertes.

Hoy encontrarán su cuerpo.

Hoy sabrán que estamos de regreso

Uno

Un año después

Al detective Thomas Moore le desagradaba el olor del látex, y mientras se colocaba los guantes con un chasquido, liberando una nubecita de talco, sintió la consabida punzada de una náusea en camino. El olor estaba relacionado con los aspectos más desagradables de su trabajo, y al igual que el perro de Pavlov, entrenado para salivar ante un estímulo, había llegado a asociar ese aroma gomoso con el inevitable complemento de sangre y fluidos corporales. Una advertencia olfativa para ponerse en guardia.

Y eso hizo, mientras esperaba fuera de la sala de autopsias. Venía directo del calor, y la transpiración ya le hacía picar la piel. Era una húmeda y brumosa tarde la de ese viernes 12 de julio. A lo largo de la ciudad de Boston los equipos de aire acondicionado rechinaban y goteaban, y la temperatura no hacía más que subir. Los autos sobre el puente Tobin ya estarían retrocediendo en su huida al norte, hacia los frescos bosques de Maine. Pero Moore no estaba entre ellos. Había sido llamado de nuevo al trabajo en sus vacaciones para ver un horror que no tenía deseos de confrontar.

Ya estaba vestido con el guardapolvos quirúrgico que había tomado del carro de ropa blanca de la morgue. Luego se colocó una gorra descartable para contener los pelos rebeldes, y deslizó sus zapatos en unos escarpines de papel. Sabía qué era lo que a veces se derramaba de la mesa hacia el suelo. La sangre, los pedazos de tejido. No era de ningún modo un hombre prolijo, pero no tenía interés en llevar a su casa, encima de los zapatos, algún resto de la sala de autopsias. Se detuvo por unos pocos segundos frente a la puerta y respiró profundo. Entonces, resignándose al duro trance, se abrió paso hacia la sala.

El cadáver cubierto —una mujer, a juzgar por su figura— yacía sobre la mesa. Moore evitó mirar demasiado a la víctima y prefirió concentrarse en la gente viva que estaba en la sala. El doctor Ashford Tierney, médico forense, y un asistente de la morgue disponían los instrumentos sobre una bandeja. Del otro lado de la mesa Moore tenía frente a él a Jane Rizzoli, también de la Unidad de Homicidios de Boston. Rizzoli, de treinta y tres años, era una mujer pequeña de mandíbulas cuadradas. Sus indomables rizos estaban ocultos bajo la gorra quirúrgica, y sin el pelo negro para suavizar sus rasgos, la cara parecía toda ángulos ásperos; sus ojos oscuros, desafiantes e intensos. Había sido transferida de Vicios y Narcóticos a Homicidios seis meses atrás. Era la única mujer en la Unidad de Homicidios, y ya se habían producido problemas entre ella y otro detective, acusaciones de acoso sexual y contraataques de implacable ferocidad. Moore no estaba seguro de que le gustara Rizzoli, o de que Rizzoli gustara de él. Hasta el momento habían mantenido sus interacciones dentro de lo estrictamente profesional, y él consideraba que ella lo prefería de ese modo.

De pie junto a Rizzoli estaba su compañero Barry Frost, un policía de inclaudicable placidez cuya cara anodina y lampiña lo hacía parecer mucho más joven que sus treinta años. Frost, que trabajaba con Rizzoli desde hacía dos meses sin una sola queja, parecía el único hombre lo suficientemente apacible como para soportar sus rudos modales.

Mientras Moore se acercaba a la mesa, Rizzoli dijo:

—Nos preguntábamos cuándo aparecerías.

—Estaba en la autopista de Maine cuando me llamaste.

—Estamos esperando aquí desde las cinco.

—Y yo recién comienzo el examen interno —dijo el doctor Tierney—. De modo que el detective Moore llegó justo a tiempo.

Un hombre en defensa de otro hombre. Cerró la tapa del botiquín con vehemencia, dejando en el aire un reverbero metálico. Era una de las raras ocasiones en que demostraba su irritación. El doctor Tierney, nativo de Georgia, era un cortés caballero que creía que las damas debían comportarse como tales. No disfrutaba trabajando con la quisquillosa Jane Rizzoli.

El asistente de la morgue acercó una bandeja de instrumentos quirúrgicos a la mesa, y sus ojos se cruzaron brevemente con los de Moore, como diciendo: «¡Esta mujer es imposible!».

—Lamento lo de tu viaje de pesca —le dijo Tierney a Moore—. Da la sensación de que tus vacaciones han sido canceladas.

—¿Estás seguro de que se trata nuevamente de nuestro muchacho?

Como respuesta, Tierney alcanzó el extremo del lienzo y tiró para atrás, revelando el cadáver.

—Su nombre es Elena Ortiz.

Si bien Moore se había preparado para esta visión, la primera imagen de la víctima tuvo el impacto de un golpe físico. El pelo negro de la mujer, pegoteado de sangre, resaltaba como agujas de puercoespín contra una cara del color de un mármol con vetas azules. Tenía los labios entreabiertos, como congelados en medio de una frase. Ya habían lavado la sangre del cuerpo y sus heridas se abrían en rasgaduras purpúreas sobre la tela gris de la piel. Había dos heridas visibles. Una era un corte profundo alrededor de la garganta, que se extendía debajo de la oreja izquierda, pasaba por la arteria carótida izquierda y dejaba al descubierto el cartílago laríngeo. El coup de grace. El segundo corte se ubicaba en el bajo vientre. Esa herida no estaba destinada a matar; había servido a un propósito completamente distinto.

Moore tragó saliva.

—Ya veo por qué interrumpieron mis vacaciones.

—Esta vez yo estoy a cargo —dijo Rizzoli.

Advirtió la nota de amenaza en su declaración; ella protegía su terreno. Comprendió por qué. Las constantes recriminaciones y el escepticismo que debían afrontar las mujeres policías hacía que se ofendieran con facilidad. En realidad no tenía intenciones de desafiarla. Deberían trabajar juntos en esto, y el juego recién comenzaba como para ya estar batallando por el dominio de la situación.

Tuvo el cuidado de mantener un tono respetuoso.

—¿Podrías ponerme al tanto de los hechos?

Rizzoli hizo un breve gesto de asentimiento.

—La víctima fue encontrada a las nueve de esta mañana, en su departamento de Worcester Street, en el South End. Por lo general comenzaba a trabajar a las seis de la mañana en Celebration Florists, a unas pocas cuadras de su casa. Un negocio familiar, regenteado por sus padres. Como no apareció, ellos se preocuparon. Su hermano fue a buscarla. La encontró en el dormitorio. El doctor Tierney estima que el momento del deceso se produjo entre la medianoche y las cuatro de la mañana. De acuerdo con la familia, no tenía novio, y nadie en el edificio recuerda haber visto a una visita masculina. No era más que una chica católica que trabajaba duro.

Moore observó las muñecas de la víctima.

—Fue inmovilizada.

—Sí. Con tela adhesiva en las muñecas y los tobillos. La encontraron desnuda. Sólo llevaba unos artículos de joyería.

—¿Qué clase de joyas?

—Una cadena. Un anillo. Aros. El alhajero de la habitación estaba intacto. El móvil no fue el robo.

Moore miró un hematoma horizontal a lo largo de la cadera de la víctima.

—También le inmovilizaron el torso.

—Tela adhesiva alrededor de la cintura y en los muslos. Y también en la boca.

Moore dejó escapar un profundo suspiro.

—¡Dios! —Observando a Elena Ortiz lo asaltó el confuso recuerdo de otra joven mujer. Otro cadáver, una rubia, con cortes rojo carne atravesando el cuello y el abdomen.

—Diana Sterling —murmuró.

—Ya conseguí el informe de la autopsia de Sterling —dijo Tierney—. En caso de que necesites revisarlo.

Pero Moore no lo necesitaba; el caso Sterling, en el que había sido detective en jefe, nunca se había apartado demasiado de su mente.

Un año atrás, Diana Sterling, de treinta años, empleada de la agencia de viajes Kendall y Lord, había sido descubierta desnuda y atada a su cama con tela adhesiva. La garganta y el bajo vientre habían sido cortados. El asesinato seguía sin resolverse.

El doctor Tierney dirigió la luz hacia el abdomen de Elena Ortiz. Ya se había limpiado la sangre, y los bordes de la incisión eran de un rosa pálido.

—¿Hay rastros de evidencia? —preguntó Moore.

—Recogimos unas pocas fibras antes de lavarla. Había un cabello adherido al margen de la herida.

Moore levantó la vista con súbito interés.

—¿De la víctima?

—Mucho más corto. Castaño claro.

El pelo de Elena Ortiz era negro.

Rizzoli dijo:

—Ya pedimos muestras de cabello de todos los que estuvieron en contacto con el cuerpo.

Tierney dirigió su atención a la herida.

—Lo que tenemos aquí es un corte transversal. Los cirujanos lo llaman una incisión Maylard. La pared abdominal fue cortada capa por capa. Primero la piel, luego la capa superficial, luego el músculo, y por último el peritoneo pélvico.

—Igual que Sterling —dijo Moore.

—Sí. Igual que Sterling. Pero hay algunas diferencias.

—¿Qué diferencias?

—En Diana Sterling había algunas irregularidades en la incisión, lo que indica vacilación, o duda. Eso no se ve aquí. ¿Ves con qué prolijidad ha sido cortada la piel? No hay una sola melladura. Hizo esto con absoluta confianza. —Los ojos de Tierney se encontraron con los de Moore.

—Nuestro individuo está aprendiendo. Ha mejorado su técnica.

—Es el mismo sujeto desconocido —dijo Rizzoli.

—Hay más similitudes. ¿Ves este borde cuadrado al final de la herida? Indica que el instrumento se movió de derecha a izquierda. Como Sterling. La hoja utilizada en esta herida es de un filo liso, no serrado. Como la hoja utilizada con Sterling.

—¿Un escalpelo?

—Podría ser un escalpelo. La prolija incisión me dice que no hubo torcedura de la hoja. La víctima estaba inconsciente o tan bien atada que no se podía mover, no podía luchar. No pudo hacer que la hoja se desviara en su trayecto rectilíneo.

Barry Frost parecía tener ganas de vomitar.

—Oh, Jesús. Por favor díganme que ya estaba muerta cuando él le hizo esto.

—Me temo que no fue una herida post mórtem. —Sólo los ojos verdes de Tierney aparecían por encima del barbijo, y se veían enojados.

—¿Hubo sangrado antes de la muerte? —preguntó Moore.

—Derrame en la cavidad pélvica. Lo que significa que su corazón todavía bombeaba sangre. Todavía estaba viva cuando este… procedimiento tuvo lugar.

Moore observó las muñecas, rodeadas de moretones. Había moretones similares en ambos tobillos, y una franja de petequia —puntitos de hematoma en la piel— extendida alrededor de la cadera. Elena Ortiz había forcejeado contra sus ataduras.

—Hay otra evidencia de que estaba viva durante el corte —dijo Tierney—. Mete tu mano dentro de la herida, Thomas. Creo que sé lo que vas a encontrar.

De mala gana Moore introdujo su mano enguantada dentro de la herida. La carne estaba fría, congelada tras varias horas de refrigeración. Le recordó lo que se sentía al meter la mano en la carcasa de un pavo para quitar el paquete de menudos. Metió la mano hasta la altura de su muñeca, los dedos explorando los márgenes de la herida. Esta exploración de la parte más privada de la anatomía femenina era una violación íntima. Evitó mirar la cara de Elena Ortiz. Era la única forma en que podía considerar sus restos mortales con distanciamiento, la única manera en que podía concentrarse en la fría mecánica de lo que le había sido hecho a su cuerpo.

—Falta el útero. —Moore miró a Tierney.

El médico asintió.

—Ha sido extirpado.

Moore quitó su mano del cuerpo y observó fijamente la herida, abierta como una boca. Ahora Rizzoli metía su mano enguantada, haciendo fuerza con sus cortos dedos para poder explorar la cavidad.

—¿No se extirpó nada más? —preguntó.

—Sólo el útero —dijo Tierney—. Dejó la vejiga y los intestinos intactos.

—¿Qué es esto que siento aquí? Este nódulo duro, en el lado izquierdo —dijo ella.

—Es sutura. La utilizó para cerrar vasos sanguíneos.

Rizzoli levantó la vista sorprendida.

—¿Esto es un nudo quirúrgico?

—Ni más ni menos que catgut —aventuró Moore, buscando la confirmación de Tierney con la mirada.

Tierney asintió.

—La misma sutura que encontramos en Diana Sterling.

¿Catgut? —preguntó Frost con voz débil. Se había alejado de la mesa y ahora permanecía de pie en un rincón de la sala, listo para acudir al lavatorio—. ¿Es… algo así como una marca?

—No es una marca —dijo Tierney—. El catgut es una clase de hilo quirúrgico hecho con intestinos de vaca o de oveja.

—¿Entonces por qué se llama así? —preguntó Rizzoli.

—Se remonta a la Edad Media, cuando se utilizaban cuerdas de intestino para los instrumentos musicales. Los músicos utilizaban un violín pequeño al que llamaban kit, y por eso las cuerdas se llamaban kitgut. La palabra derivó en catgut. En cirugía, esta clase de sutura se utiliza para coser capas profundas de tejido conectivo. Al final del proceso el cuerpo rompe el material de sutura y lo absorbe.

—¿Y de dónde habrá sacado esta sutura? —Rizzoli miró a Moore—. ¿Ubicaste su posible origen durante el caso Sterling?

—Es casi imposible identificar una fuente específica —dijo Moore—. La sutura catgut es manufacturada por una docena de compañías distintas, casi todas de Asia o de la India. Todavía se utiliza en algunos hospitales extranjeros.

—¿Sólo en hospitales extranjeros?

—Hoy existen mejores alternativas —dijo Tierney—. El catgut no tiene la fuerza ni la duración de las suturas sintéticas. Dudo mucho que los cirujanos estadounidenses lo estén utilizando hoy en día.

—¿Y por qué nuestro asesino la utilizaría?

—Para mantener su campo visual. Con el fin de controlar la hemorragia el tiempo suficiente como para ver lo que hace. Nuestro asesino es un hombre muy pulcro.

Rizzoli extrajo su mano de la herida. La palma enguantada ostentaba un diminuto coágulo de sangre, como un abalorio rojo.

—¿Cuán diestro es? ¿Estamos lidiando con un médico? ¿O con un carnicero?

—Lo que está claro es que tiene conocimientos de anatomía —dijo Tierney—. No me cabe duda de que ya hizo esto antes.

Moore se alejó de la mesa, tratando de apartar el pensamiento de lo que debería de haber sufrido Elena Ortiz, aunque incapaz de mantener las imágenes a raya. Las consecuencias yacían justo delante de él, mirándolo con los ojos abiertos.

Se volvió con un sobresalto cuando los instrumentos entrechocaron en la bandeja de metal. El asistente de la morgue había empujado la bandeja hacia el doctor Tierney, preparado para la incisión en Y. Ahora el asistente estaba inclinado hacia delante y escrutaba la abertura abdominal.

—¿Y qué hace con él? —preguntó—. Una vez que arrebata el útero, ¿qué hace con él?

—No lo sabemos —dijo Tierney—. Los órganos nunca fueron encontrados.

Dos

Moore estaba parado en la vereda del barrio del South End donde Elena Ortiz había muerto. Alguna vez había sido una calle de lúgubres pensiones, un mugriento barrio periférico separado por las vías del ferrocarril de la más cotizada mitad norte de Boston. Pero una ciudad en crecimiento es una criatura voraz, siempre en busca de nuevas tierras, y las vías del ferrocarril no constituyen una barrera para la mirada ávida de los urbanistas. Una nueva generación de bostonianos había descubierto el South End, y las viejas casas de alquiler gradualmente fueron convertidas en edificios de apartamentos.

Elena Ortiz vivía en uno de esos edificios. A pesar de que la vista desde su segundo piso no era inspiradora —sus ventanas daban al lavadero de enfrente—, el edificio al menos ofrecía una valiosa comodidad difícil de encontrar en la ciudad de Boston: una cochera privada, medio oculta en el callejón adyacente.

Moore caminaba ahora por ese callejón, siguiendo con la vista las ventanas de los apartamentos superiores, preguntándose quién lo estaría mirando en ese momento. Nada se movía detrás de los ojos vidriosos de las ventanas. Los inquilinos de este callejón ya habían sido interrogados; nadie había podido dar información de valor.

Se detuvo bajo la ventana del baño de Elena Ortiz y levantó la vista hacia las escaleras de emergencia que llevaban a ella. El último tramo de la escalera estaba replegado y asegurado en su posición horizontal. La noche que Elena Ortiz murió, el auto de un inquilino estaba estacionado justo bajo las escaleras de emergencia. Huellas de zapatillas tamaño cuarenta y uno fueron encontradas más tarde sobre el techo del auto. El asesino lo había utilizado como peldaño para darse envión y alcanzar las escaleras de emergencia.

Vio que la ventana del baño estaba cerrada. No lo estaba la noche en que ella encontró a su verdugo.

Abandonó el callejón y volvió hacia la entrada principal a fin de entrar en el edificio.

Las cintas protectoras de la policía colgaban como flojas serpentinas sobre la puerta del departamento de Elena Ortiz. Corrió el cerrojo y el polvo para huellas digitales se le pegó a la mano como hollín. Una cinta suelta revoloteó sobre sus hombros cuando entró en el departamento.

El living estaba tal como lo recordaba desde su inspección del día anterior junto con Rizzoli. Había sido una visita desagradable, cargada de rivalidad latente. El caso Ortiz había comenzado con Rizzoli como detective en jefe, y ella era lo bastante insegura como para sentirse amenazada por cualquiera que cuestionara su autoridad, en particular un policía varón y mayor que ella. A pesar de estar ahora en el mismo equipo, un equipo que se había ampliado a cinco detectives, Moore se sentía como un intruso en su terreno, y había tenido el cuidado de manifestar sus sugerencias en los términos más diplomáticos. No tenía ganas de embarcarse en una batalla de egos, aunque en eso se había convertido. Ayer había tratado de concentrarse en la escena del crimen, pero el resentimiento de Rizzoli pinchaba a cada momento la burbuja de su concentración.

Únicamente ahora, solo, podía concentrar por completo su atención en el departamento donde había muerto Elena Ortiz. En el living notó un mobiliario mal combinado alrededor de una mesa ratona de mimbre. En un rincón había una computadora, y en el piso una alfombra beige con un diseño de hiedras y flores rosadas. Nada había sido movido desde el asesinato, nada había sido alterado, según Rizzoli. Las últimas luces del día empalidecían detrás de la ventana, pero no encendió la luz. Se quedó allí por un largo rato, sin siquiera mover la cabeza, a la espera de que una quietud absoluta se apoderara del ambiente. Era la primera oportunidad que tenía para visitar a solas la escena, la primera vez que veía este cuarto sin voces ni caras vivas que lo distrajeran. Imaginó que las moléculas de aire, apenas agitadas por su entrada, ya volvían a su imperceptible deriva. Quería que el cuarto le hablara.

No sintió nada. Ninguna sensación de maldad, ninguna vibración de terror.

El asesino no había entrado por la puerta. Tampoco había paseado por su recién conquistado reino de la muerte. Había enfocado todo su tiempo y toda su atención en el dormitorio.

Moore pasó despacio por la diminuta cocina y enfiló hacia el pasillo. Sintió que los pelos de la nuca comenzaban a erizársele. En la primera puerta se detuvo y miró dentro del baño. Encendió la luz.

Jueves… una noche cálida. Tan cálida que en toda la ciudad las ventanas están abiertas para captar cualquier brisa perdida, cualquier bocanada de aire fresco. Te encaramas sobre la escalera de emergencia, transpirando en tu ropa oscura, mirando fijamente el baño. No hay sonido alguno; la mujer duerme en su dormitorio. Tiene que llegar temprano a su trabajo en la florería, y a esta hora su sueño atraviesa la fase más profunda y ensimismada.

Ella no oye el rasguño de tu cuchillo mientras abres la ventana.

Moore observó el empapelado, adornado con pequeños pimpollos de rosa. Un diseño femenino, nada que un hombre elegiría. En todos sus detalles era éste un baño femenino, desde el champú con aroma a frutilla, la caja de tampones bajo el lavatorio o el botiquín atestado de cosméticos. El tipo de chica que usa sombra para ojos color turquesa.

Trepas por la ventana, y algunas fibras de tu camisa azul marino quedan atrapadas en el marco. Poliéster. Tus zapatillas, tamaño cuarenta y uno, dejan huellas que avanzan sobre el revestimiento del piso. Hay trazos de arena, mezclada con cristales de yeso. Típica mezcla que a uno puede adherírsele caminando por la ciudad de Boston.

Tal vez te detienes, escuchando en la oscuridad. Respirando la dulce extrañeza de un espacio femenino. O tal vez no pierdes el tiempo sino que vas directo a tu objetivo.

El dormitorio.

El aire parecía más pesado, más denso, a medida que seguía los pasos del intruso. Era algo más que una imaginaria sensación de maldad; era el olor.

Llegó a la puerta del dormitorio. Ahora los pelos de su nuca estaban electrizados por completo. Ya sabía lo que iba a ver dentro del dormitorio; pensó que estaba preparado para hacerlo. Pero cuando encendió la luz el horror lo asaltó una vez más, como si fuera la primera visita a ese cuarto.

La sangre ya tenía dos días. El servicio de limpieza todavía no había sido admitido. Pero ni siquiera con sus detergentes y su limpieza a seco y sus latas de pintura blanca podrían borrar del todo lo que había sucedido allí, porque el aire mismo permanecía contaminado por el terror.

Te abres camino por la puerta, hacia este dormitorio. Las cortinas son finas, sin forro, y la luz de las lámparas de la calle se filtra a través de la tela, sobre la cama. Sobre la mujer dormida. Seguramente necesitas asomarte un momento y estudiarla, considerando con placer la tarea que tienes por delante. Porque es placentero para ti, ¿cierto? Tu excitación crece a cada momento. El estremecimiento corre por tus venas como una droga, despertando cada nervio, hasta que incluso tus yemas palpitan por anticipado.

Elena Ortiz no tuvo tiempo de gritar. O si lo hizo, nadie la oyó. Ni la familia del departamento de al lado ni la pareja del piso de abajo.

El intruso llevó consigo sus herramientas. Tela adhesiva. Un trapo empapado en cloroformo. Una colección de instrumentos quirúrgicos. Fue totalmente preparado.

El proceso habrá durado más de una hora. Elena Ortiz estuvo consciente al menos una parte de ese tiempo. La piel de sus muñecas y tobillos estaba escoriada, señal de que se resistió. En su pánico, en su agonía, había vaciado la vejiga, y la orina había traspasado el colchón mezclada con su sangre. La operación era delicada, y él se tomó el tiempo necesario para hacerla, para llevarse sólo lo que quería, nada más.

No la violó; tal vez era incapaz de hacer algo así.

Cuando terminó con su terrible extirpación, ella todavía estaba viva. La herida pélvica continuaba sangrando, el corazón latiendo. ¿Por cuánto tiempo? El doctor Tierney arriesgaba que al menos por media hora. Treinta minutos que deben de haber parecido una eternidad para Elena Ortiz.

¿Qué hacías durante ese lapso? ¿Guardabas tus herramientas? ¿Colocabas tu premio en un frasco? ¿O tan sólo permaneciste allí de pie, disfrutando del espectáculo?

El acto final fue rápido y expeditivo. El atormentador de Elena Ortiz había sacado lo que quería, y ahora era el momento de terminar las cosas. Se movió hacia la cabecera de la cama. Con su mano izquierda tomó un puñado de pelo y tiró para atrás con tanta fuerza que desprendió más de dos docenas de cabellos. Esto se encontró más tarde, desparramado sobre la almohada y el piso. Las manchas de sangre indicaban a gritos los acontecimientos finales. Con la cabeza inmovilizada y el cuello completamente expuesto, hizo un único y profundo corte que comenzó por la mandíbula izquierda y se extendió hacia la derecha, atravesando la garganta. Había cortado la arteria carótida izquierda y la tráquea. La sangre manó a borbotones. Sobre el lado izquierdo de la pared había densos racimos de pequeñas gotas circulares derramándose hacia abajo, características tanto de la aspersión arterial como de la hemorragia traqueal. La almohada y las sábanas estaban saturadas por este goteo. Algunas gotitas más lejanas, expelidas cuando el intruso retiró el filo, habían salpicado el alféizar de la ventana.

Elena Ortiz vivió lo suficiente como para ver su propia sangre surgiendo a chorros de su cuello y dando contra la pared como un aerosol de pintura roja. Vivió lo suficiente para aspirar la sangre por su tráquea seccionada, para escuchar el gorgoteo en sus pulmones, para toser en explosivos accesos y escupir una flema carmesí.

Vivió lo suficiente como para saber que moría.

Y cuando todo estuvo hecho, cuando sus agónicos esfuerzos cesaron, nos dejaste tu tarjeta de presentación. Doblaste con prolijidad el camisón de la víctima y lo colocaste sobre la cómoda. ¿Por qué? ¿Fue acaso un retorcido signo de respeto por la mujer que acababas de masacrar? ¿O es tu manera de burlarte de nosotros? ¿Tu manera de decirnos que tienes el control?

Moore regresó al living y se hundió en un sillón. El apartamento estaba caliente y sin aire, pero él temblaba. No sabía si el escalofrío era físico o emocional. Le dolían los muslos y los hombros, por lo que tal vez se tratara de algún virus en camino. Una gripe de verano, la peor clase de gripe. Pensó en todos los lugares en los que preferiría estar en ese momento. A la deriva en el lago de Maine, cortando el aire con su caña de pescar. O de pie frente a la orilla del mar, observando el avance de la niebla. En cualquier lugar menos en ese lugar de muerte.

El zumbido de su localizador lo sobresaltó. Lo apagó y se dio cuenta de que su corazón latía desordenado. Se obligó a tranquilizarse antes de sacar el celular y marcar el número.

—Rizzoli. —Contestó al primer llamado, su saludo tan directo como una bala.

—Me llamaste al localizador.

—Nunca me dijiste que habías consultado el Programa de Captura de Criminales Violentos —dijo ella.

—¿Qué consulta?

—Sobre Diana Sterling. Estoy revisando su archivo en este momento.

El Programa de Captura de Criminales Violentos, era una base de datos nacional sobre homicidios y asaltos que recogía casos de todo el país. Los asesinos a menudo repiten los mismos patrones, y con esta información los investigadores pueden relacionar crímenes cometidos por el mismo individuo. Como cuestión de rutina, Moore y su compañero en ese momento, Rusty Stivack, habían iniciado una búsqueda en el Programa.

—No encontramos ninguna correspondencia en Nueva Inglaterra —dijo Moore—. Rastreamos todos los homicidios que incluían mutilación, asalto nocturno y ataduras con tela adhesiva. Nada encajaba con el perfil de Sterling.

—¿Y qué hay de la serie de Georgia? Hace tres años, cuatro víctimas. Una en Atlanta, tres en Savannah. Todos estaban en la base de datos del Programa.

—Revisé esos casos. Ese individuo no es nuestro asesino.

—Escucha esto, Moore. Dora Ciccone, veintidós años de edad, estudiante graduada en Emory. La víctima fue primero reducida con Rohypnol, luego atada a la cama con cuerdas de nailon…

—Nuestro muchacho usa cloroformo y tela adhesiva.

—Le abrió el abdomen. Le quitó el útero. Ejecutó el coup de grace; un único corte en el cuello. Y por último, escucha bien, dobló su camisón y lo dejó en una silla junto a la cama. Te repito que es diabólicamente parecido.

—Los casos de Georgia están cerrados —dijo Moore—. Han estado cerrados desde hace dos años. Ese individuo está muerto.

—¿Y si la policía de Savannah se equivocó? ¿Y si él no era el asesino?

—Tenían ADN para corroborarlo. Fibras, pelos. Además, hubo una testigo. Una víctima que sobrevivió.

—Ah, sí. La sobreviviente. Víctima número cinco. —La voz de Rizzoli adquirió un tono extrañamente sarcástico.

—Ella confirmó la identidad del asesino —dijo Moore.

—También, y muy convenientemente, le dio un disparo mortal.

—¿Qué pretendes, arrestar al fantasma?

—¿Hablaste alguna vez con la víctima sobreviviente? —preguntó Rizzoli.

—No.

—¿Por qué no?

—¿Cuál hubiera sido el punto?

—El punto es que te hubieras enterado de algo interesante. Como, por ejemplo, que abandonó Savannah al poco tiempo del ataque. Y adivina dónde vive ahora.

A través del siseo del celular pudo escuchar la corriente de su propio pulso.

—¿Boston? —preguntó en voz baja.

—Y no vas a creer cómo se gana la vida.

Tres

La doctora Catherine Cordell pasó a toda velocidad por el corredor del hospital, las suelas de sus zapatillas chillando contra el piso de linóleo, y abrió con un empujón la puerta de dos hojas de la sala de emergencias.

—¡Están en Traumatismo Dos, doctora Cordell! —exclamó una enfermera.

—Allá voy —dijo Catherine, moviéndose como un misil teledirigido hacia Traumatismo Dos.

Media docena de caras le manifestaron su alivio con la mirada mientras entraba en la sala. Con un solo vistazo apreció la situación, observó una maraña de instrumental quirúrgico brillando sobre una bandeja, las vías intravenosas con bolsas de lactato de Ringer colgando como pesados frutos de troncos de acero, gasas estriadas de sangre y envoltorios desgarrados tirados por todo el piso. Un acelerado ritmo sinusal marcaba una línea crispada sobre el monitor cardíaco; el patrón eléctrico de un corazón en carrera contra la muerte.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó mientras el personal se hacía a un lado para dejarla pasar.

Ron Littman, residente avanzado de cirugía, le hizo un informe relámpago.

—NN masculino, peatón, golpeado por un auto que huyó. Ingresó en emergencias inconsciente. Pupilas simétricas y reactivas, pulmones despejados, pero el abdomen está distendido. No hay sonidos hidroaéreos. Presión sanguínea por debajo de sesenta. Le hice una paracentesis. Tiene una hemorragia en el abdomen. Le aplicamos una vía intravenosa con lactato de Ringer al máximo, pero no podemos mantener la presión.

—¿Sangre RH negativo y plasma fresco en camino?

—Deberían llegar en cualquier momento.

El hombre sobre la mesa estaba desnudo, con cada detalle íntimo expuesto cruelmente a su mirada. Parecía cercano a los sesenta, y ya estaba intubado y con respirador. Los flácidos músculos se plegaban en capas sobre los miembros descarnados, y las costillas sobresalían como aspas arqueadas. «Una enfermedad crónica preexistente», pensó. Cáncer era su primera apuesta. El brazo derecho y la cadera estaban escoriados y sanguinolentos a causa del raspón contra el pavimento. En el extremo derecho de su torso, un hematoma formaba un continente púrpura sobre el pergamino blanco de la piel. No había heridas profundas.

Ella se colocó el estetoscopio para verificar lo que el residente acababa de decirle. No pudo escuchar sonidos en el abdomen. Ni siquiera un gruñido. El silencio de un traumatismo intestinal. Deslizando el diafragma del estetoscopio hacia el pecho, escuchó el sonido de la respiración, y confirmó que el tubo endotraqueal estaba correctamente colocado y que ambos pulmones recibían aire. El corazón latía como un puño contra la pared del pecho. Su examen sólo fue cuestión de segundos, aunque sentía que se movía en cámara lenta y que, a su alrededor, la sala llena de personal esperaba congelada en el tiempo, a la espera de su siguiente movimiento.

—¡Apenas puedo mantener la presión sistólica en cincuenta! —exclamó una enfermera.

El tiempo corría a una velocidad temible.

—Guardapolvos y guantes —dijo Catherine—. Abran la bandeja de laparotomía.

—¿Por qué no lo llevamos al quirófano? —dijo Littman.

—Todas las salas están ocupadas. No podemos esperar. —Alguien le alcanzó una cofia descartable. A toda velocidad ató su largo pelo rojo y se ajustó el barbijo. Una enfermera ya le tendía un guardapolvos quirúrgico esterilizado. Catherine deslizó sus brazos en las mangas y encajó las manos dentro de los guantes. No tenía tiempo para lavarse, no tenía tiempo para vacilar. El desconocido estaba bajo su responsabilidad y sólo contaba con ella.

Se colocaron lienzos esterilizados sobre el pecho y la pelvis del paciente. Ella arrebató unos hemostatos de la bandeja y sujetó velozmente los lienzos en su lugar, apretando los dientes de acero con un satisfactorio sonido.

—¿Dónde está esa sangre? —exclamó.

—Estoy chequeando con el laboratorio —dijo una enfermera.

—Ron, tú serás el primer asistente —le dijo Catherine a Littman. Recorrió la sala con la vista y se detuvo en el joven pálido parado junto a la puerta. Su identificación decía: «Jeremy Barrows, Estudiante de Medicina»—. Tú —dijo—. Tú serás el segundo asistente.

El pánico cruzó por los ojos del joven.

—Pero… Sólo estoy en segundo año. Yo vine para…

—¿Podemos conseguir a otro residente de cirugía?

Littman movió la cabeza.

—Todos están ocupados. Hay una lesión de cabeza en Traumatismo Uno, y una emergencia al final del pasillo.

—De acuerdo. —Se volvió hacia el estudiante—. Barrows, serás tú. Enfermera, consígale guantes y guardapolvos.

—¿Qué tengo que hacer? Yo en realidad no sé…

—Mira, ¿quieres ser médico? ¡Entonces ponte los guantes!

Intensamente sonrojado, se dio vuelta para vestirse con el guardapolvos. El muchacho estaba asustado pero, en muchos sentidos, Catherine prefería a un estudiante ansioso como Barrows a uno arrogante. Había visto a muchos pacientes muertos a causa del exceso de confianza de un médico.

Una voz carraspeó en el intercomunicador.

—Hola. ¿Traumatismo Dos? Es el laboratorio. Tenemos un hematocrito del paciente. Es de quince.

«Está desangrándose», pensó Catherine.

—¡Necesitamos el RH negativo ahora!

—Está en camino.

Catherine tomó un escalpelo. El peso de la empuñadura y el contorno del acero le resultaban cómodos al tacto. Era una extensión de su propia mano, de su propia carne. Aspiró brevemente, inhalando el olor del alcohol y del talco de los guantes. Luego presionó el filo de la hoja contra la piel y practicó una incisión en el centro exacto del abdomen.

El escalpelo trazó una brillante línea de sangre sobre la tela blanca de la piel.

—Preparen las planchas de succión y laparotomía —dijo—. Tenemos un abdomen lleno de sangre.

—La presión apenas se mantiene en cincuenta.

—¡Tenemos RH negativo y plasma fresco! Ya lo estoy colgando.

—Que alguien controle el ritmo. Manténganme informada de lo que hace —dijo Catherine.

—Taquicardia sinusal. Se mantiene en uno cincuenta.

Cortó la piel y la grasa subcutánea, ignorando la hemorragia de la pared abdominal. No perdió el tiempo con sangrados menores; la hemorragia más seria se hallaba dentro del abdomen, y debía ser detenida. El bazo o el hígado dañado eran la fuente más probable.

La membrana peritoneal surgió hinchada, tensa de sangre.

—Esto va a ensuciar mucho —advirtió con el filo listo para penetrar. A pesar de estar preparada para el chorro, la primera penetración de la membrana liberó un borbotón de sangre tan explosivo que sintió una oleada de pánico. La sangre se derramó sobre los lienzos y corrió hasta el piso. Salpicó su guardapolvos, y pudo sentir su calor de fragancia cobriza empapando las mangas. Y todavía seguía fluyendo en un río satinado.

Encajó los retractores, ampliando el agujero de la herida y exponiendo el campo. Littman insertó el catéter de succión. La sangre corría con ruidos gorgoteantes por el entubado. Un hilo rojo brillante salpicó con un chorro el recipiente de vidrio.

—¡Más planchas de laparotomía! —gritó Catherine por encima del ruido de succión. Ya había rellenado la herida con media docena de planchas absorbentes y observaba cómo se volvían rojas como por arte de magia. En cuestión de segundos estaban saturadas. Las arrebató de un tirón y colocó planchas nuevas, acomodándolas en los cuatro ángulos.

—¡Veo una contracción ventricular prematura! —dijo una enfermera.

—Mierda, ya succionamos dos litros en el recipiente —dijo Littman.

Catherine levantó la vista y vio que las bolsas de RH negativo y plasma fresco goteaban velozmente por la vía intravenosa. Era como verter agua en un colador. Entraba por las venas y salía por la herida. No podían mantener la sangre. Ella no podía cauterizar vasos sumergidos en un lago de sangre; no podía operar a ciegas.

Quitó las planchas de laparotomía, pesadas y chorreantes, y rellenó con unas nuevas. Por unos pocos y valiosos segundos trazó las marcas. La sangre se filtraba desde el hígado, pero no había ningún punto dañado a la vista. Parecía estar goteando por toda la superficie del órgano.

—¡Estoy perdiendo presión! —exclamó una enfermera.

—Pinzas —dijo Catherine, y el instrumento fue depositado instantáneamente sobre su mano—. Voy a intentar hacer una maniobra Pringle. Barrows, ¡coloca más planchas!

Sorprendido al verse llamado a la acción, el estudiante de medicina se acercó a la bandeja y chocó contra la pila de planchas de laparotomía. Las miró con horror mientras caían.

Una enfermera abrió un paquete nuevo con un desgarrón.

—Van sobre el paciente, no en el piso —le indicó con desdén. Su mirada se cruzó con la de Catherine, y un mismo pensamiento se reflejó en los ojos de ambas mujeres.

¿Este chico quiere ser médico?

—¿Dónde las pongo? —preguntó Barrows.

—Sólo despeja el campo. ¡No puedo ver nada con toda esta sangre!

Le dio unos pocos segundos para limpiar la herida, luego ella se adelantó y desgarró el omento superficial. Guiando las pinzas desde la izquierda, identificó el pedículo hepático, atravesado por la arteria hepática y la vena porta. No era más que una solución temporaria, pero si podía detener el flujo de sangre en ese punto, podría controlar la hemorragia. Eso les daría un tiempo precioso para estabilizar la presión y bombear más sangre y plasma a su circulación. Apretó las pinzas, cerrando los vasos del pedículo.

Para su desesperación, la sangre continuaba filtrándose sin pausa.

—¿Estás segura de que cerraste el pedículo? —dijo Littman.

—Sé que lo hice. Y sé que no viene del retroperitoneo.

—¿Tal vez de la vena hepática?

Ella sacó dos planchas de laparotomía de la bandeja. Su siguiente maniobra era el último recurso. Colocando las planchas sobre la superficie del hígado, apretó el órgano con sus manos enguantadas.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Barrows.

—Compresión hepática —dijo Littman—. A veces puede cerrar los bordes de laceraciones ocultas. Detiene la hemorragia.

Cada músculo de sus hombros y brazos se puso rígido mientras apretaba para mantener la presión y controlar la marea de sangre.

—Sigue sangrando —dijo Littman—. Esto no funciona.

Ella miró fijamente la herida y observó la sostenida acumulación de sangre. «¿De dónde carajo está sangrando?», se preguntó. Y de repente notó que también había sangre filtrándose desde otros lugares. No sólo del hígado, sino también de la pared abdominal, del mesenterio. De los bordes de la piel recién cortada.

Observó el brazo izquierdo del paciente, que sobresalía por debajo de los paños esterilizados. La gasa que cubría la aguja de la vía intravenosa estaba empapada de sangre.

—Quiero seis unidades de plaquetas y plasma fresco inmediatamente —ordenó—. Y comiencen una infusión de heparina. Diez mil unidades por bolsa de suero, luego mil unidades por hora.

—¿Heparina? —dijo Barrows estupefacto—. Pero si se está desangrando.

—Esto es una CID —dijo Catherine—. Necesita un anticoagulante.

—Todavía no tenemos los resultados del laboratorio. ¿Cómo sabes que es una CID? —Littman la miraba atentamente.

—Para el momento en que tengamos los estudios de coagulación, será demasiado tarde. Tenemos que movernos ya mismo. —Le hizo una indicación a la enfermera—. Adelante.

La enfermera clavó la aguja dentro del puerto de inyección de la vía intravenosa. La heparina era una tirada de dados desesperada. Si el diagnóstico de Catherine era correcto, si el paciente sufría de CID —coagulación intravascular diseminada—, entonces a través de su flujo sanguíneo se estaba formando una cantidad masiva de trombos como una microscópica tormenta de granizo, consumiendo todos sus preciosos agentes de coagulación y sus plaquetas. Un traumatismo severo, un cáncer o una infección latente podían disparar una formación descontrolada de trombos en cascada. Como la CID utiliza agentes de coagulación y plaquetas, ambos necesarios para la coagulación, el paciente comenzaría con una hemorragia. Para detener la CID tenían que administrarle heparina como anticoagulante. Era un tratamiento extrañamente paradójico. Era también una apuesta. Si el diagnóstico de Catherine estaba errado, la heparina no haría más que empeorar la hemorragia.

«Como si las cosas pudieran empeorar», pensó. La espalda le dolía y sus brazos temblaban por el esfuerzo de mantener la presión sobre el hígado. Una gota de sudor se deslizó por su mejilla y empapó su barbijo.

Desde el laboratorio llamaban de nuevo por el intercomunicador.

—Traumatismo Dos, tengo los resultados de coagulación del paciente.

—Adelante —dijo la enfermera.

—Plaquetas en mil. El tiempo de protrombina se eleva a treinta, y tiene elementos de degradación de fibrina. Parece que el paciente tiene un caso agudo de CID.

Catherine captó la mirada de asombro de Barrows. «Los estudiantes de medicina son tan impresionables».

—¡Taquicardia ventricular! ¡Está en taquicardia ventricular!

La mirada de Catherine se lanzó al monitor. Una línea irregular trazaba dientes filosos a través de la pantalla.

—¿Presión?

—Nada. La perdí.

—Comencemos la resucitación cardiopulmonar. Littman, estás a cargo del protocolo.

El caos se formaba como una tormenta, girando a su alrededor con una violencia vertiginosa. Un empleado irrumpió con plasma fresco y plaquetas. Catherine escuchó que Littman impartía órdenes para las drogas cardíacas, vio a una enfermera colocar sus manos sobre el esternón y comenzar a empujar contra el pecho, mientras la cabeza del paciente se bamboleaba como un muñeco. Con cada compresión cardíaca irrigaban el cerebro, manteniéndolo vivo. Así también alimentaban la hemorragia.