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PRÓLOGO A ESTA EDICIÓN

PREFACIO

SIGLAS

INTRODUCCIÓN

PARTE I
LA EXPRESIÓN DE LA NEGACIÓN

CAPÍTULO I
LA LUZ FUNDAMENTAL DE LA INFANCIA: EL REVÉS Y EL DERECHO

CONTRA LOS PRINCIPIOS, LA MISERICORDIA

HACIA EL OTRO LADO DE LAS COSAS

AMOR Y PRIVACIÓN

SI TRATO DE ALCANZARME ES EN EL FONDO DE ESTA LUZ

LA FELICIDAD

PRIMERA SOMBRA: EL EXILIO

CAPÍTULO II
BODAS, LA DICHOSA POSESIÓN DEL HOMBRE

LA VIDA ES COL SOL LEVANTE, COL SOL CADENTE

HACIA EL ANTIGUO HUMANISMO

CAMUS, UN JOVEN DE ARGEL

HE AQUÍ BASTANTES CERTEZAS PARA UNA VIDA HUMANA

CAPÍTULO III
EL EXTRANJERO, PERSONAJE SÍMBOLO DE LA PREMORALIDAD

ANTE TODO, EL ACUERDO

LA FUERZA DE SER ELEGIDO

EL JUICIO

LA CONDENA

EL ENVÉS DEL MUNDO

CAPÍTULO IV
CALÍGULA O LA LIBERTAD EXACERBADA

¡CUÁNTAS HISTORIAS POR LA MUERTE DE UNA MUJER!

DESPUÉS DE TODO, NO TENGO MUCHAS FORMAS DE PROBAR QUE SOY LIBRE

EL AMOR QUE INSPIRAMOS

CAPÍTULO V
EL MALENTENDIDO: UNA CONDENA INELUDIBLE

EL RETORNO

ESTE MUNDO NO ES RAZONABLE

DECIR EL EXTRAÑO SILENCIO DE UNA MADRE

CAPÍTULO VI
EL MITO DE SÍSIFO, FORMULACIÓN DEL ABSURDO

PRIMERA MEDITACIÓN: EL SUICIDIO

EL ABSURDO

PRIMERAS REGLAS DE LA MORAL ABSURDA

CONCIENCIA Y REBELDÍA

LA LIBERTAD ABSURDA

LAS VIDAS INFECUNDAS

EL DON JUAN

EL COMEDIANTE

EL CONQUISTADOR

EL ARTISTA

LOS VALORES DE LA NEGACIÓN

PARTE II
LA EXPRESIÓN DE LO POSITIVO

CAPÍTULO VII
LA PESTE: ENTRE LOS MUROS DEL MUNDO

LA OBSESIÓN DE UN HUMANISMO

LA PESTE

LO QUE IMPORTA ES SER HOMBRE

LA CIUDAD

LA INVASIÓN

LAS VÍCTIMAS

LA CERTEZA

RIEUX, O LA LUCHA POR LA SALUD

TARROU: LO QUE ME INTERESA ES SABER SI SE PUEDE SER SANTO SIN DIOS

PANELOUX: HACIA LA SALVACIÓN

RAMBERT O LA BÚSQUEDA DE FELICIDAD

COTTARD: EL MAL ESTÁ EN TODOS

GRAND: EL ÚNICO HÉROE POSIBLE

LOS PRINCIPIOS DE LA NUEVA MORAL

CAPÍTULO VIII
EL ESTADO DE SITIO, LA PESTE DE NUESTROS DÍAS

LA MUJER Y EL AMOR

CAPÍTULO IX
LOS JUSTOS O EL LUGAR DEL AMOR

LOS HERMANOS

LA DECISIÓN

EL HONOR

CIERTA IDEA DE JUSTICIA…

CAPÍTULO X
LA ÚNICA POSIBILIDAD: EL HOMBRE REBELDE

LA POLÉMICA

EL HOMBRE REBELDE

LA REBELIÓN METAFÍSICA

LA NEGACIÓN ABSOLUTA

EL RECHAZO DE LA SALVACIÓN

LA AFIRMACIÓN ABSOLUTA

LA REBELIÓN HISTÓRICA

EL PENSAMIENTO DE MEDIODÍA

CAPÍTULO XI
LA CAÍDA: LA CULPA SIN RETORNO

EL ENVÉS DE LA MIRADA

EL OSCURO PAISAJE

LA NUEVA TAREA

LO POSITIVO-NEGATIVO, EL HAZ Y EL ENVÉS

LA CAÍDA

UNA LIBERTAD LANZADA AL VACÍO

EL ÚNICO JUSTO

LOS JUECES ÍNTEGROS

CONCLUSIÓN

BIBLIOGRAFÍA

PRÓLOGO A ESTA EDICIÓN

Inicié este estudio al cabo de veinte años de la muerte del gran escritor argelino-francés Albert Camus. Hoy se reedita, luego de cincuenta y siete años de su partida, ocurrida en el camino de regreso a París, desde Lourmarin, donde había pasado sus vacaciones navideñas; entonces, a invitación de su editor y amigo Michel Gallimard, estrenan juntos su Facel Vega. En pleno gozo de la amistad que tanto había valorado, ‘en una carretera recta, seca y solitaria’, se estrellan contra un árbol del camino, en el lugar llamado Petit-Villeblevin. En el bolsillo de la chaqueta de Camus, junto con papeles y anotaciones sobre nuevas obras, se encontró el billete de tren de vuelta a París, que nunca usó. Murió a los 47 años, de una muerte ‘absurda’ ­­–no solo por el sinsentido que Camus atribuía a la vida y a la muerte, sino por su terrible circunstancia–. Hacía tres años había recibido el Premio Nobel y su obra genial, ‘rica solo de sus dudas’, pero ya cumplida, detenida su palabra que tanto prometía aún, alimenta todavía nuestras propias dudas, desasosiegos y alegrías.

En 1984 se publicó mi libro, y hoy el Centro de Publicaciones de la PUCE me propone su reedición. Pensé en reescribirlo, para evitar reiteraciones e insistencias, ‘cometidas’, quizá debido al plan fundamentalmente didáctico que entonces tenía mi tesis, pero he preferido entregarlo tal cual, enmarcado en su propio tiempo y su intención.

Sin embargo, este prólogo lleva algunas constataciones surgidas inevitablemente de la relectura de su obra humanista, crítica hasta los huesos de nuestra condición, obra que culminó hace cuarenta años y sigue dándonos hondas lecciones de nobleza y búsqueda anhelante de la verdad.

Cuando muere Camus, Sartre, su antiguo amigo, de quien, a partir de 1952 y hasta su muerte, le habían separado sus ideas sobre el totalitarismo y la ‘revolución’, escribe, noblemente:

Su silencio, que según los acontecimientos y mi humor, juzgaba yo demasiado prudente y a veces doloroso, era una cualidad de cada jornada, como el calor o la luz, pero una cualidad humana… Se vivía con su pensamiento o en contra de él, tal como nos lo revelaban sus libros –sobre todo La caída, quizás el más bello y el menos comprendido–, aunque siempre a través de él. Fue [su obra] una aventura singular de nuestra cultura, un movimiento cuyas fases y cuyo término tratábamos de adivinar. (Jean Paul Sartre, [https://bibliobs.nouvelobs.com/essais/20120111.OBS8521/camus-par-sartre.html]

Camus, nacido en 1913, hijo de colonos en Argelia, fue un pied-noir por su condición de argelino-francés. Su padre, Lucien Camus, alsaciano, movilizado durante la Primera Guerra Mundial y herido en combate, falleció el 17 de octubre de 1914: el niño no tenía aún un año. Camus recuerda a su madre, Catalina Sintés, de origen español, en El primer hombre, su obra póstuma: Tenía el rostro dulce y simétrico, los cabellos de española, ondulados y negros, una naricita recta y una hermosa y cálida mirada castaña. Muerto el gran escritor, Catherine Camus, su hija, manifiesta, respecto de la abuela, a quien aquel confesó haber amado ‘más que a nadie en el mundo’: Mi abuela es la persona a la que más he querido; destacaba por su dulzura, no conocía la maldad, era incapaz de hacer daño.

Catalina Sintés, viuda con dos niños, se traslada a Argel a casa de su madre, abuela de los pequeños. Para dar de comer y, en lo posible, educar a Lucien y Albert, trabaja en calidad de sirvienta.

Los niños Camus vivirán viendo a su madre sometida al duro trabajo cotidiano, y a la fuerza de carácter de su abuela, a quien la madre, en su habitual cansancio, rogará solamente que ‘no pegue demasiado fuerte’ a los pequeños.

Los dos huérfanos han oído en familia una anécdota que no olvidarán: Lucien Camus padre, habiendo ido a presenciar una ejecución pública, vuelve a casa y, sin decir palabra, vomita inconteniblemente el horror que ha provocado en él esa muerte ‘legal’. Proviene de entonces, de la repetición de esta historia, la repugnancia de Camus a la pena capital, contra la que luchará incansablemente desde su trinchera de escritor.

Cuando recibe el Premio Nobel, joven aún, a los 44 años, evoca con emoción a su madre, entonces viva en Argel. En Estocolmo le rodean algunos estudiantes argelinos que le espetan preguntas, para ellos, esenciales. Una de las respuestas de Camus origina conmoción en sus oyentes: “Entre mi madre y la justicia, preferiré siempre a mi madre”.

Según el profundo periodista argelino-francés Jean Daniel, este comentario ‘choca a espíritus menos prevenidos’ y ‘se deberá esperar a mayo de 2006 cuando se escucha a Abdelaziz Bouteflika, entonces presidente de la República argelina, declarar que la preferencia de Camus por su madre traduce un sentimiento verdadera y profundamente argelino’.

Pero en mi interpretación de este comentario libre y sincero que a tantos asombró, intuyo que lo que Camus intentaba expresar, al afirmar la preeminencia en su vida de la presencia de la madre respecto de la idea de justicia, era su preferencia de la vida concreta y real, resumida en la presencia y el amor de su madre lejana, sobre cualquier abstracción, aun la de la idea de justicia. La justicia puede torcerse, errar, nada la garantiza; la madre, presente con su amor y su pobreza desde el primer día de vida, permanece. Una idea puede falsearse; una presencia, y más aún la materna, no dejará, para él de ser lo que es: prefiere el amor presente a la idea del amor.

Muchas veces reiteró Camus su convicción de que en nombre de las ideas se justifican los peores crímenes; de aquí surge su rechazo a todo autoritarismo, a todo totalitarismo, rechazo que le valió la crítica acerba de muchos intelectuales, incluso, y sobre todo, la del filósofo existencialista Jean-Paul Sartre. Según Camus, en nombre de las revoluciones se han escondido el asesinato, el mal, la corrupción; un escritor no puede excluirse de la historia de su tiempo ‘hecha de carne y sangre’, de la que se nutre, historia que es, muchas veces, la traición de las mismas ideas de las que surgió.

Camus toma partido contra la ocupación alemana, y forma parte activa de la Resistencia francesa. Descubre con horror el universo ‘concentracionario’ y el gulag en los países del Este, y no se deja tentar por el ‘maniqueísmo confortable y criminal de la guerra de Argelia’.

En los libros camusianos, desde El extranjero hasta La caída, se respira el afán de felicidad, el gozo de vivir, enfrentados a la certeza de la muerte.

¿Qué diría hoy él, huérfano a causa de la Primera Guerra, resistente en la Segunda, que conservaba de algún modo la ilusión de la felicidad humana, ante los cambios del mundo en que vivimos? ¿qué, ante el regreso de los fanatismos, el neonazismo en países europeos y más allá, el problema palestino, el hambre y la sed en países africanos, la guerra de Irak, la de Siria o la universalización del terrorismo, y la del narcoterrorismo? ¿Qué, del nuevo espíritu de la expresión humana a través de la informática?

Camus había comprendido, y lo dijo más de una vez, que su única riqueza estaba constituida por sus dudas. ¡Qué lejos de los que esgrimimos ‘nuestra’ verdad, como absoluta!

Y no puedo dejar de referirme en este prólogo, pues no lo hice o lo hice apenas en mi antiguo ensayo, al exigente desafío de su juventud, de cuyo vigor para el cuerpo y el alma jamás dudó: el de las dos tardes semanales dedicadas al fútbol, entre los alumnos del liceo de Argel: placer y azar, unidad en la lucha de distintos en busca de la meta. Él mismo confesó que gracias a este deporte supo que ‘ningún partido puede darse por ganado o perdido, mientras no se haya jugado hasta el fin’; que durante el juego prima la certeza de que jugar, no ganar, es el máximo objetivo. De este modo, al hacer un balance de las circunstancias que le habían formado en su vida, –que, dada su aún temprana madurez, consideraba ‘informe’– Camus manifiesta que todo lo que aprendió sobre la moral y las obligaciones de los hombres se lo debía al fútbol. Posteriormente, ha de abandonarlo a causa de una amenazante tuberculosis, pero el amor al teatro es otra práctica que embebe de belleza su existir. Disciplina, fuerza, lucha, autodominio, alegría en el triunfo y en el fracaso libremente reconocidos, surgen de estas dos experiencias. Y siempre, aun en los días más oscuros, lleva en el alma el recuerdo de la luz solar y el azul del agua mediterránea.

Hoy Camus conserva, contra quienes lo combatieron en su tiempo y a favor de todos los que se le acercan, un lugar privilegiado por su sustancia ética y vital, su entrega a las mejores causas, su profunda intuición de la política alejada de todo extremismo, y contribuye con su pensamiento a soñarnos en una sociedad de auténtica democracia, que asuma sus carencias en la educación, la formación y la vida humana y humanizada de todos.

La reedición de este libro del que no reniego, sino en cuyos conceptos, frágilmente expuestos por mí a la luz de la búsqueda camusiana, aspiro a seguir viviendo, me permite volver a ver a Camus como testigo clave de la permanencia y fecundidad de unas ideas tan criticadas en su tiempo por los maoístas, Sartre entre ellos, y por tantos empecinados totalitaristas, que nunca sospecharon la caída del muro, las caídas de los infinitos muros que separaban Occidente de Oriente y que para hoy se han consumado, aunque ni de lejos se haya logrado, individual ni, menos aún, socialmente, que la vida ni la mente humanas cambien hacia el bien, aunque se ha probado de qué modo los totalitarismos de cualquier signo, incluso los atroces fundamentalismos religiosos, pueden devorar el bien y el valor, sin devolver a nadie, en el pan o la idea que intentaron justificarlos, una vida en dignidad.

Camus tenía razón, la tuvo frente a un Sartre, hoy casi olvidado para el común de las gentes en sus orgullosas complejidades intelectuales, a base de las cuales tan mal juzgó a Camus alguna vez.

A la muerte de Mao, en 1976, las tropas de Jean-Paul Sartre empapelan los monumentos de París con su retrato enlutado. El director del diario La Cause du Peuple no necesitó viajar a China para hacerse maoísta. Estos y otros intelectuales notables, ¿cómo pudieron no solidarizarse con las víctimas ni ver al pueblo chino? Aquí hay un gran misterio o un amoralismo pétreo. Dudamos que el vínculo entre ciertos intelectuales y tiranos como Stalin, Mao o Castro haya sido la búsqueda de la libertad, la justicia y la democracia. Esos valores sólo se proclamaban para uso de los tontos. Esos intelectuales adoraban por sobre todo la violencia revolucionaria, la estética de la violencia. ¿No era su deleite el espectáculo de la revolución? A nuestros maoístas les habría resultado imposible ignorarlo todo. En La Cause du Peuple, Sartre escribe: ‘Mao, a diferencia de Stalin, no ha cometido error alguno’. ¿Y la hambruna de 1962? Fue ‘una traición de Moscú’. ¿Sartre es un ignorante? Lo dudo. ¿Denunciará, al menos, los campos de trabajo y de muerte? En absoluto; guardará el mismo silencio plúmbeo que sobre el gulag soviético. Es obvio que nuestros maoístas ‘sabían’, pero no daban prioridad a los derechos humanos. Eran revolucionarios para gozar del espectáculo de la revolución. Sí, gozarlo. Barthes solo se interroga acerca de la sexualidad de las chinas. Nuestros peregrinos le deben poco a Karl Max y mucho al marqués de Sade. El maoísmo francés no es sinónimo de stalinismo. Es el stalinismo más China, un avatar en la larga historia de nuestra sinofilia o sinolatría. Los franceses bien intencionados siempre han tenido cierta idea de China. Todo comenzó en 1702, con las Cartas edificantes y curiosas sobre China, publicadas por unos misioneros jesuitas. Ellas introdujeron en el imaginario francés e italiano tres nociones inventadas por sus autores: China es gobernada por un emperador filósofo, los chinos practican una moral atea y la administración pública está en manos de mandarines honrados. La realidad era otra: el emperador era un tirano, la burocracia era corrupta y el pueblo practicaba el budismo y el taoísmo. Por razones diplomáticas, los jesuitas fingieron no haber visto nada. Pero, ¿qué importa esto a los intelectuales franceses? [https://www.lanacion.com.ar/838894-mao-una-pasion-francesa]

A esta fe sin fisuras en las revoluciones, Camus oponía su voluntad individual de felicidad, aun sabiendo que ‘uno puede avergonzarse de ser el único en ser feliz’; desde la dicha maciza y personal, anhela la dicha en solidaridad. Si todo trabajo humano está condenado a la esterilidad, vive en la obstinación de buscar, buscarse y crear.

Pasados tantos años, no solo nada ha cambiado respecto de su pensamiento, sino que me siento aún más segura de cuanto afirmé, al respecto, en este libro, salvo, quizá en mi actitud religiosa que poco a poco ha derivado hacia una apertura sana, por sincera. Me sigue admirando este pensamiento ateo, aunque ligado a la visión cristiana de la existencia tras las desilusiones de izquierdismos sucesivos y revoluciones –o pretextos de revoluciones– traicioneras, traicionadas e infecundas, a cuya existencia se impone la condición de una naturaleza humana incapacitada para sostener una lucha incesante contra la traición y el mal, pero que busca incesantemente alguna forma –aunque sea solo como esperanza– de perfección.

El agnosticismo no es feliz ni cómodo, no debe serlo. Como no debe serlo la fe. Pero todo ser humano sincero aspira a un mundo mejor y, quizá, a una esperanza que trascienda los muros de su universo y de su tiempo.

Susana Cordero de Espinosa

Cumbayá, octubre de 2017

PREFACIO

Todos, aun aquellos que no conocen a fondo la obra de Albert Camus, saben de la trascendencia de su quehacer artístico, uno de los testimonios más penetrantes que la inquietud por el hombre, característica de la mejor literatura europea del siglo XIX, haya podido dejarnos.

La problemática camusiana, de hondo sabor humanista, vertida gracias a una suprema capacidad artística en lenguaje de extraña asequibilidad, lo ha consagrado como un maître a penser de las actuales generaciones.

Camus recibió el premio Nobel muy joven aún, en 1957. Este galardón le dio fama universal, pero no hubiera bastado para hacerle durar, si no hubiese consagrado el quehacer de un hombre auténtico, artista –pensador en la emoción y la solidaridad– que, penetrado por los problemas de su tiempo fue, ante todo, un hombre en búsqueda, un hombre de acción.

Durante mucho tiempo se catalogó a Camus como escritor existencialista. Equívocos como este se mantienen todavía en un medio como el nuestro, en el que los lugares comunes constituyen, tantas veces, todo conocimiento. La imagen superficial que de él nos hicimos a través de una de sus obras, generalmente de El extranjero, nos lo entregó como el novelista del absurdo o, lo que es aún menos verdadero, como el filósofo del absurdo.

Camus no fue filósofo, y no quiso adherirse a sistema alguno. Tampoco fue un pensador pequeño–burgués cuyas lecciones sirvieran solo para hombres cómodamente instalados ante una taza de café. Conoció la miseria de los barrios pobres argelinos e ingresó al partido comunista, del que se retiró pocos años más tarde; su itinerario es, pues, el de tantos de nuestros jóvenes en busca de una vida auténtica, y su particularidad, la coherencia intensa con su infancia, con su tiempo desolado, con lo que para él fue su deber.

Hay muchos y excelentes estudios sobre Camus, mas nos llegan apenas por sus referencias bibliográficas, sin sernos asequibles, pues en su mayoría están publicados en francés o inglés; en nuestra bibliografía ecuatoriana conocemos apenas un título: Humanismo de Albert Camus, por Juan Valdano1, que examine de manera detenida la singular obra de ese autor.

Impelidos por la urgencia, estudiamos a pensadores nuestros, pero en nuestra realidad no solo ellos están presentes. Escritores hay que serán siempre como hermanos mayores, universales y localizados, imprescindibles para todos. Entre ellos está, sin duda, Camus. Queremos interpretarlo en homenaje a aquellos que saben que todo lo humano nos pertenece y tanto más, cuanto mejor expresa nuestro hoy angustiado, las previsiones de un futuro que cada día se hace presente, anclado en parte fundamental en un pasado –el antiguo humanismo mediterráneo– cuya alegría, tragedia y voluptuosidad animan todavía las reconditeces de nuestro quehacer.


1. Juan Valdano, Humanismo de Albert Camus, Cuenca, Publicaciones de la Universidad Católica de Cuenca, 1973.

SIGLAS

EE = L’Envers et l’Endroit

N = Noces

C = Caligula

E = L’Étranger

MS = Le Mythe de Sísyphe

M = Le Malentendu

LAA = Lettres à un ami allemand

ES = L’État de siège

J = Les Justes

P = La peste

HR = L’Homme révolté

Et = L’Été

Ch = La chute

ER = L’Exil et le Royaume

DS = Discours de Suède

AI = Actuelles I

AII = Actuelles II

Nota: La paginación corresponde a las siguientes ediciones críticas:

Albert Camus, Théâtre, Récits, Nouvelles, Paris, Gallimard, “Bibliotèque de la Pléiade”, 1962 (que aparecerá después de la sigla como Théâtre…), y

Albert Camus, Essais, Paris, Gallimard, “Bibliotèque de la Pléiade”, 1965 (que aparecerá después de la sigla como Essais).

INTRODUCCIÓN

I
PRECISIONES TEÓRICAS Y METODOLÓGICAS

El tema a la luz del que queremos abordar la obra de Camus es el de la moralidad. La inquietud de Camus parte de dos polos y entre ellos se dilata en cada una de sus obras: su amor al mundo, su afán de permanencia en cada instante de vida y de lúcida alegría, y su conciencia de la muerte.

Contra la primera exaltación de Bodas, en su “El viento en Djémila” –ensayo incluido en la obra de aquel título– estaba inserta la comprensión de que todo muere. Esta convicción no llamaba entonces a la rebelión en su manifestación madura, pero significaba asumir la desesperanza en la esperanza, desesperanza que no es desesperación, aunque en El revés y el derecho Camus afirmó que “no hay amor de vivir sin desesperación de vivir”.2

Vida y muerte, dos extremos de los que surgen valores opuestos, dos núcleos enfrentados, primero, como mi vida y mi muerte y luego, como elementos esenciales de la condición humana, motivos de soledad tanto como de solidaridad. Vitalmente va Camus accediendo a aquellos valores, sobre ellos intentará una reflexión en sus dos obras ideológicas e irá diseminándolos como una semilla en cada uno de los momentos creativos.

En entrevista concedida a Le Figaro Littéraire, el 21 de diciembre de 1957, Camus afirmaba:

Tenía un plan preciso cuando comencé mi obra: en primer lugar quería expresar la negación bajo tres formas: novelística, fue El extranjero. Dramática, Caligula y El malentendido. Ideológica: El mito de Sísifo. Preveía lo positivo bajo tres formas también. Novelística: La peste. Dramática: El estado de sitio y Los justos. Ideológica: El hombre rebelde3.

Para entonces, Camus había publicado ya la mayoría de sus obras. Al intentar a posteriori una aclaración de lo que quiso hacer en ellas, nos introduce en un universo sencillo, dilucidable, en el que hay una evolución del no al , de la negación a la afirmación, de la duda a la certeza, de la nada al ser.

¿Qué quería decir Camus, cuando intentaba expresar “la negación” y “lo positivo”? ¿Qué valores constituyen los polos de este universo? Los valores negativos ¿no esconden promesa o positividad alguna? Los positivos ¿lo son en positividad total, en afirmación sin fisuras? De ser así, vida y muerte pudieran separarse, no serían las dos caras de una misma realidad, sino dos realidades que se repelen una a otra. Puesto que el mismo Camus experimenta que la separación es imposible, averigüemos de qué manera se cumple aquella afirmación suya sobre la intención que le guio en su crear.

Intentemos entender qué es lo que Camus llama la negación, cuáles son los valores insertos en este momento creativo. Examinemos los valores que exalta en la obra resultante de su intención de manifestar la positividad.

Cada uno de los momentos en los que Camus agrupa –algo artificialmente quizás– su obra, se manifiesta a través de una multiplicación de géneros literarios: novela, drama, ensayo. Este último quiere ser la expresión ideológica de los motivos dispersos en sus novelas y dramas. ¿Bastará analizar dichos motivos, sistematizarlos con la guía eficaz que el mismo Camus nos entrega en El mito de Sísifo y en El hombre rebelde para encontrar los valores negativos y positivos que definen los momentos de la creación camusiana?

No lo creemos así. La compleja riqueza de los personajes de Camus –desde Meursault hasta Martha, Jan, Rambert o Dora– su realidad cabalmente humana de personajes ficticios hace que escapen a cualquier racionalización, pues no son tipos que sirven para ilustrar una teoría de la novela u otra de la creación en general, o para demostrar tal o cual verdad sobre el sentido de la vida que, por lo demás, jamás se alcanza de forma total.

En Camus existe un acuerdo entre ensayo y ficción. Pero no deforma la ficción hasta probar con carne y sangre la armazón ideológica. Busca la carne y la sangre de donde pudo nacer su ideología. [Delgado, Feliciano, “Pensamiento y estilo de Albert Camus”, Razón y fe, 725, (junio, 1958), p. 593].

Consideramos que es insuficiente, para conocer su evolución moral, analizar aquellas dos obras ideológicas. Se impone, a partir de sus primeros ensayos –aunque Camus no los incluyó expresamente en alguno de sus momentos creativos–, ascender y detenernos en las obras de ficción, tanto novelescas como dramáticas, ver cuánto sobre los conceptos de valor en ellas dispersos nos revelan y unifican El mito de Sísifo y El hombre rebelde. Como corolario, no debemos olvidar una obra crucial en la evolución camusiana, la más expresiva de un universo en el que lo positivo y lo negativo se requieren: La caída. Publicada en 1956, Camus no la menciona en la entrevista citada, pero para nosotros alcanza el grado de tensión, el de contradicción lúcida y dolorida que caracterizó la vida de este hombre consciente y sin fe, unida a esa extrema dosis de ironía capaz de devolver a cada valor su lugar en la vida vivida; obra en la que lo negativo se funde con lo positivo, cada uno como semilla y génesis de lo otro. En ella, la solidaridad se resuelve en soledad y esta es el motivo crucial de la culpabilidad del juez–penitente.

Nuestro trabajo quiere ser una exégesis del itinerario moral de Camus, pues entendemos que la expresión de la negación y de la afirmación se refiere fundamentalmente a momentos axiológicos en la vida y creación del autor, a actitudes morales, a la percepción de valores ligados con el quehacer en la búsqueda de ser más característicamente humano.

Cómo entiende Camus la tarea del hombre, cuál es su concepción del mundo en que vive, de qué manera se define frente a la realidad que le premia, pero también lo acosa, son algunos de los interrogantes a los que intentaremos responder a través del examen de las obras camusianas. Y pues lo que a Camus más inquietaba era la cuestión del sentido de la vida, queremos examinarla como dato central en el acercamiento a la obra y al hombre que ella nos revela:

Se diría que hay escritores que se esfuerzan por vivir según lo que piensan […] y otros que no piensan sino en función y dentro de los límites de lo que viven, como Albert Camus.4

La obra y la vida de Camus están ligadas con relación de necesidad. Ya que Camus hace el camino de su evolución vital revelándonoslo en su creación, fuerza es que, para alcanzar lo que nos hemos propuesto, acudamos fundamentalmente a las obras por el autor señaladas de manera explícita –sin renunciar al examen de sus primeros ensayos ni al de La caída, obras nucleares en relación con el problema que nos interesa– respetando su cronología pues “las precisiones cronológicas son esenciales para entender el itinerario de Camus”.5

Procuraremos entender su quehacer como una labor esencialmente humanística, en la medida en que su preocupación central es el hombre –más precisamente, la naturaleza humana– cuya realidad defiende contra las doctrinas existencialistas; encontrar los puntos de vista de valor con que ilumina la existencia, las interrogaciones que caracterizan su inquietud y las respuestas que ofrece a torturantes inquisiciones del hombre, planteadas cuando el afán de lucidez domina sobre nuestra capacidad de embotamiento; definir y acotar los valores de sus dos etapas, examinando si sus obras responden o no a cada una de dichas etapas, a fin de alcanzar así uno de los sentidos del quehacer camusiano.

Con este fin, partimos de una hipótesis que pudiera formularse así: Camus centra su preocupación en la cuestión moral. Su evolución vital va, desde una asunción de plenitud sensible, inocente, de fusión panteística con el mundo en la que el otro ser humano es un motivo más de alegría sensible, mundo de felicidad casi solo corpórea y sin promesas, a una existencia comprometida, herida por la separación que significa la muerte, la que va definiendo de trecho en trecho la limitación y la tragedia de una vida ‘feliz’.

De la inocencia a la culpabilidad, de un mundo premoral a un universo en el que lo moral es exigencia de la solidaridad, Camus recorre un largo camino, cuyos contornos fundamentales quisiéramos alcanzar, describir y, en lo posible, criticar.

Entre las obras que han llegado hasta nosotros, a base de las que ya hemos enriquecido nuestro acercamiento al quehacer camusiano, encontramos una sola, La moral atea de Albert Camus, de Fullat6, que trata concreta y exclusivamente del problema que nos ocupa. Todos los otros autores se refieren de alguna manera a él, dado el carácter de la inquietud camusiana, pero lo hacen de modo tangencial. Moeller, en su Literatura del siglo XX y cristianismo7 proyecta sobre la obra de Camus la claridad que le ofrece la revelación cristiana. Estas obras señalaron para nosotros el inicio de una preocupación que ha cristalizado en el trabajo que presentamos.

La obra de Fullat es una síntesis de la inquietud moral del autor francés. Nosotros queremos más bien desglosar en cada una de las obras, la inquietud precisa, el alcance de sus contenidos, la significación axiológica que transmiten, para lograr una interpretación rigurosa, pero fundamentalmente vital, de aquello que en la obra de Camus colabora a gestar nuevas y más auténticas formas de pensamiento y acción.

Anhelamos con este trabajo entregar al lector, en lo posible, una visión paciente y viva del panorama ético camusiano, analizando la contribución que, en este sentido, realiza cada una de las obras aquí consideradas, y buscando en una síntesis final la relación entre la evolución del autor Camus y nuestros propios valores éticos, en nada distintos a los que determinaran la angustia existencial, el deseo de definir al hombre que obsesionó a Albert Camus, humanista irreemplazable. Sin disecarlo, buscamos transmitir lo que su tarea poderosa ha dejado en nosotros, aquellos rasgos de vida nueva que su obra logró injertar en la inocua sequedad de nuestro existir.

En cuanto al método, procuramos trabajar con cuanto nos ha aportado nuestra inquisición sobre la crítica. Mas, puesto que las precisiones son indispensables, diremos que, de manera fundamental, en una primera fase que llamaríamos analítica, hemos buscado inducir del estudio de las obras de Camus –según fueron escritas– su cosmovisión integradora, cuyo núcleo, para nosotros, es la cuestión moral: vaivén análogo el propuesto por el Círculo Filológico de Spitzer8 que creemos se justifica, dada la naturaleza esencialmente poética de la obra de Camus.

En la fase sintética –difícilmente separable de aquella– confrontaremos las diversas “vértebras” –cosmovisión integradora de cada obra– inducidas por el comentario, con la hipótesis, de modo que se pueda comprobarla o reformularla. En todo caso, partimos de una certeza que el propio Spitzer nos ayuda a expresar:

A esta actitud podría objetárseme que no puedo sostener más que la posibilidad de este cambio del modo que he indicado… No hay en tal ecuación demostrabilidad matemática: hay solo un sentimiento de evidencia interna; pero este sentimiento es el fruto de la observación combinada con la experiencia, de la exactitud ayudada de la imaginación, cuya dosis no puede fijarse de antemano sino solo en cada caso particular y concreto… Existe siempre una creencia en la base de toda elaboración humanística.9 [El subrayado es nuestro].

Las conclusiones a que llegaremos en la culminación de esta tarea y que nos atrevemos a prejuzgar válidas desde el punto de vista que nos ocupa, darán razón de la eficacia de un método en el que se combinan la intuición fecunda con la más prolija averiguación de los textos. Las debilidades de nuestro estudio han de imputarse, más que a limitaciones intrínsecas del proceder propugnado por el Círculo Filológico, a la falibilidad de su aplicación por parte nuestra.

La traducción española de todos los textos de Camus citados en este trabajo ha sido realizada por nosotros, así como las traducciones de textos de las obras francesas publicadas sobre el autor, que estuvieron a nuestro alcance.

Por otra parte, hemos tomado de traducciones españolas los títulos de las obras de A. Camus, y hemos conservado sin traducir, la escritura francesa de los nombres de sus personajes.


2. Il n’ya pas d’amour de vivre sans désespoir de vivre., EE, Essais, p. 44.

3. … j’avais un plan précis quand j’ai commencé mon oeuvre: je voulais d’abord exprimer la négation. Sous trois formes. Romanesque: ce fut l’Étranger. Dramatique: Caligula, El malentendu. Idéologique: Le mythe de Sisyphe. … je prévoyais le positif sous les trois formes encore. Romanesque: La Peste. Dramatique: L’État de siège et Les justes. Idéologique: L’Homme révolté. Citado por Roger Quillot en “L’Homme révolté, Commentaires”, en A. Camus, Essais, p. 1610.

4. André Nicolas, Albert Camus ou le Vrai Promēthée, Paris, Seghers, 1973 p. 7.

5. Charles Moeller, Literatura del Siglo XX y Cristianismo, I. “El Silencio de Dios”, Madrid, Gredos, 1964, p. 68, nota 7.

6. Octavio Fullat, La moral atea de Albert Camus, Barcelona, Editorial Pubul, 1963.

7. Cfr. Supra p. 6, nota 2.

8. Cfr. Leo Spitzer. Lingüística e Historia Literaria. Madrid. Gredos. 1961.

9. Ibid., pp. 18-19.

II
EL ÁMBITO ÉTICO EN QUE SE INSERTA LA OBRA DE CAMUS

Al guiarnos el propósito de lograr una fenomenología de la actitud moral camusiana, no nos parece indispensable referirnos al fenómeno ético general o a actitudes axiológicas particulares; sí nos urge situar al autor, grosso modo, en el contexto ideológico moral del que surge su obrar, sin intentar una deducción rígida de sus conclusiones a partir de lo que Camus encuentra dado, pues no ignoramos el carácter misterioso de la evolución humana hacia las exigencias de la entrega que supone cualquier forma de eticidad.

Sin haber intentado una visión sistemática de la moral, Camus revela en su obra lo que llamaríamos, a falta de expresión mejor, vivencias éticas y realiza así aquel ideal de la filosofía según el cual lo filosófico ha de ser vivido. Su búsqueda se dirige hacia una justificación de la acción y quiere ser un saber de la vida. En la dirección de su actuar hacia los otros aspira a encontrar aquello que procurará que la vida de todos se humanice, tan lejos de los excesos reglamentados y felices con que se justifica una vida burguesa –lo tibio, la mentira, la mala fe omnipresentes– como de las existencias subsumidas en una totalidad abstracta, cuyo sentido aspira a justificarse a costa del anonadamiento del hombre individual.

El universo de Camus es confluente de la moral burguesa, del humanismo grecolatino, de la moral cristiana, del eticismo kantiano… Tantas presiones legalistas sobre la humildad de un acto humano pesan en la alegría del vivir camusiano, dirigido, como lo estuviera el del mismo Sócrates, hacia la felicidad… Por otra parte, los valores que constituían la tradición moral se han ido hundiendo: el europeo del siglo XX recibe un mundo sacudido por experiencias científicas revolucionarias, por el descubrimiento de civilizaciones insospechadas, cuyo mundo moral desmorona la más o menos consciente aceptación de un universal ético absoluto; el universo de fuera y el de dentro están en crisis; la sicología descubre determinaciones inconscientes más ricas y poderosas que las gazmoñas aspiraciones de la conciencia, y revela al hombre el mundo de disposiciones impulsivas y, en cierto sentido fatales, que dan al traste con la pretensión de cada uno de dirigir intencionalmente el hacer de su vida.

El marxismo, por su parte, con las contribuciones de la ciencia, denuncia los valores tradicionales como mixtificaciones interesadas: según él, bajo el rostro de la individualidad, de la aspiración a la libertad y a la justicia, se camuflan intereses ‘capitalistas’.

A fines del siglo pasado y como resultado del derrumbe de las antiguas reglas, la exaltación y el goce caracterizan la conquista de una libertad sin trabas.

Las razones objetivas para dudar del valor de las creencias tradicionales refuerzan, en muchos, la resistencia interior que ya se les oponía. Las nuevas perspectivas de la ciencia son aceptadas tan ávidamente, solo porque parecen permitir justamente la desaparición de los valores discutidos y la aparición de valores nuevos. Parece que el hombre puede, por fin, aceptarse, exaltarse en la parte de sí mismo que el cristianismo y el racionalismo habían desvalorizado; la voluntad de poder y el orgullo creador, las fuerzas irracionales del alma, pero también –más sencillamente– el instinto natural de vida y de felicidad. ¿Y los valores tradicionales? Tabús, prejuicios, convenciones de una sociedad agotada e hipócrita –“pseudo valores”–. A una moral de la pobreza, de la mutilación y el inmovilismo, sucede una ética de la libertad individual, del devenir, de la plena realización de sí.10

Nietzsche, en su afán de transmutar los valores, es precursor genial del pensamiento del siglo XX; con André Gide, cuyos Alimentos terrestres son expresión de la exaltada libertad de los sentidos y del nuevo goce que devuelve al hombre el dominio de la vida, son dos maestros del pensamiento y la actitud vital de Camus.

En esta reconquista del mundo rico y sensual que durante siglos se había desvalorizado como agente de perdición, al par del hundimiento de los valores tradicionales, una nueva fe viene a reemplazar la fe antigua: el progreso histórico, social, la fe en la ciencia; la historia “es la verdadera reencarnación de Dios”11. ¿Podrá el hombre anclar en ella definitivamente o constatará una vez más la interinidad de sus logros?

La civilización actual está amenazada por la guerra; todo es perecedero; el hombre tecnificado es más que nunca una amenaza para el hombre. La guerra viene a precipitar el gozo recién conquistado; el hombre del siglo XX que había creído recuperarse en el reino definitivo de una historia en avance hacia la culminación feliz, ve también derrumbarse la historia… La nueva sociedad ‘justa’ agoniza, pataleando aún, sin haber llegado jamás a ser, como en su tiempo los antiguos mitos. El hombre constata con más dolor que antes, que no tiene de qué agarrarse: la historia ni siquiera le ofrece escollos en los que sostenerse sobre el vacío del abismo individual. Voluntaria, conscientemente, mas a pesar suyo, el hombre está solo.

La racionalidad inmanente a la historia debía proporcionarnos la paz, la justicia social, la dignidad y la libertad del individuo, la promoción de los mejores. Pero he aquí que hemos padecido la guerra, la violencia, el advenimiento del Estado totalitario y de las masas inconscientes, la desesperación del individuo. Esperábamos de la ciencia un dominio de la naturaleza que, asegurando nuestra confianza en nosotros mismos y creando mejores condiciones de vida, debía hacer al hombre, al liberarlo de la necesidad más dura, disponible para la vida interior y las actividades más elevadas de la cultura.12

La máquina esclaviza, amenaza, reemplaza al hombre y le anonada: tampoco salvará a la humanidad la fe en la técnica.

Existe, sin embargo, un humanismo que puede llamarse poético, que presenta más de una analogía con la ética de André Gide y la literatura feliz de los años veinte.

Desde fines del siglo XIX, las preocupaciones éticas (y puede verse en ello un hecho nuevo) invaden los dominios del arte y de la poesía; el arte como creación, y sobre todo la poesía como forma de existencia, tienden a convertirse en una manera de reemplazar lo sagrado.13

Quedan para el hombre, el sueño, el deseo, la imaginación; el arte es un camino que se ha enriquecido con el derrumbe de valores tradicionales limitativos, frente a los que el hombre se sentía culpable de quererse libre, de aspirar hacia sí mismo y para sí, de gozar, de soñar… Sin las antiguas trabas, a pesar de la experiencia de la Primera Guerra y la contemplación del precipitarse de la historia, el ser humano descubre que puede sobrevivir en el reducto del arte; en él apertrechado, encontrará una nueva forma de libertad y remisión. La exaltación del Surrealismo marca esta actitud, paradójicamente, privilegio de tan pocos. El artista no solamente es ‘creador de formas’, sino creador de vidas. El Surrealismo artístico aspira a convertirse en una manera de entender la vida y de vivirla; la inocencia y la libertad se le devuelven al hombre: el dios antiguo, muerto con la muerte de las creencias religiosas, revive en la sacralización del arte y de la poesía.

Estos escarceos hacia el encuentro de valores nuevos han procurado la recuperación de ámbitos que marcarán de manera definitiva el estar–en–el–mundo; la lucidez, la revalorización de la acción, el riesgo, el arrojo, el combate, la rebelión son actitudes de la nueva moral que va definiendo la vida humana vaciada axiológicamente. La agonía es la condición de la vida en la tierra: todo valor es una conquista y toda conquista, provisional. Si puede hablarse de un nuevo humanismo, solo podremos entenderlo como un humanismo que está haciéndose y que va creando, en esa acción, su propio y mutable ser.

Se abren las puertas al humanismo existencialista: Heidegger, Jaspers, Sartre, anhelan la ‘edificación’ del hombre y la encontrarán en la apertura humana incondicionada, que se origina en una naturaleza carente de esencia preexistente, acuciada por la soledad y la angustia, pero supremamente libre.

El hombre es lo que va siendo. La libertad y la responsabilidad lo son hacia la muerte… Mientras el ser cotidiano, inauténtico, disimula la muerte, el hombre que aspira a la autenticidad ha de asumirla. Origen de todo valor es la libertad humana y el existencialismo es un humanismo, porque es una filosofía que busca fundar al hombre.

El hombre es el único [ser] que no solo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia: el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el principio del existencialismo… Porque queremos decir que el hombre empieza por existir, es decir, que empieza por ser algo que se lanza hacia un porvenir y que es consciente de proyectarse hacia el porvenir. El hombre es ante todo un proyecto que se vive subjetivamente, en lugar de ser un musgo, una podredumbre o una coliflor; nada existe previamente a este proyecto; nada hay en el cielo inteligible, y el hombre será ante todo lo que habrá proyectado ser… Así, el primer paso del existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo que es y asentar sobre él la responsabilidad total de su existencia.14 [El subrayado es nuestro].

En este contexto, la fundamentación de la moralidad surge como de modo natural de cada subjetividad humana; el hombre se elige a sí mismo, pero esta suprema libertad es suprema responsabilidad, pues

…cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que cada uno de nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que al elegirse elige a todos los hombres. En efecto, no hay ninguno de nuestros actos que al crear el hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser.15 [Subrayados nuestros].

La libertad está vacía, todo quehacer humano responde a un proyecto fundamental que “consiste en realizar la síntesis de la conciencia y del ser”.16 Síntesis imposible por definición, el hombre está condenado a ser libre, a tener una libertad vacía, una existencia inacabable como patrimonio, y una esperanza envuelta por la muerte.

La moral existencialista buscará fundamentarse sin acudir a valores ajenos a la historia.

El existencialismo, por el contrario, piensa que es muy incómodo que Dios no exista, porque con él desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; ya no se puede tener el bien a priori, porque no hay más conciencia infinita y perfecta para pensarlo; no está escrito en ninguna parte que el bien exista, que haya que ser honrado, que no haya que mentir; puesto que precisamente estamos en un plano donde solamente hay hombres… Así, no tenemos ni detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los valores, justificaciones o excusas. Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a ser libre.17

Si, por otra parte, como dice Heidegger: “la esencia del obrar es el consumar. Consumar quiere decir: realizar algo en la suma, en la plenitud de su esencia, conducir ésta adelante, producere”,18 habría que preguntarse cuánto el hombre abandonado a sí mismo será capaz de fundamentar con su vida una moral contra la mala fe, a favor de la autenticidad, y conducida a constituirse en regla para todos… El eticismo kantiano dejaba abierto al hombre el mundo trascendente; el existencialismo –el de Sartre, Heidegger, Merleau–Ponty– llama a la libertad del hombre, al que sabe abandonado en la historia. ¿Es posible una moral fundamentada en esta libertad total? De serlo, ¿podrá concebirse como moral universal?

Esta fue una de las preocupaciones que asedió a Camus en su quehacer, hasta la víspera misma de la muerte.

Con esta síntesis a ultranza no hemos querido otra cosa que introducir al lector en el mundo a partir del cual Camus indagará solo, contradictorio e inocente, para darse a sí mismo y dar al hombre con el que se siente solitariamente solidario, valores que justifiquen su concretísimo ser–para–la–muerte.


10. Gaëtan Picon, Panorama de las ideas contemporáneas, Madrid, Guadarrama, 1958, p. 749.

11. Ibid., p. 760.

12. Ibid., p. 761.

13. Ibid., p. 769.

14. Heidegger, Sartre, Sobre el humanismo, Buenos Aires, Sur, 1960, pp. 16-17.

15. Ibíd., p. 17.

16. Picon, op. cit., p. 787.

17. Sartre, Heidegger, op. cit., pp. 21-22.

18. Ibid., p. 65.

PARTE I
LA EXPRESIÓN DE LA NEGACIÓN