AGRADECIMIENTOS

Ruth Fine/Michèle Guillemont /Juan Diego Vila

El volumen que ofrecemos a continuación constituye el resultado de un proyecto de investigación abocado al estudio de la literatura de conversos. Entre los encuentros de investigación que se desarrollaron en el marco del proyecto cabe destacar el Coloquio Internacional “La literatura de conversos después de 1492”, celebrado en enero de 2010, en la Universidad Hebrea de Jerusalén, y codirigido por los editores del presente volumen: Ruth Fine, de la Universidad Hebrea de Jerusalén, Michèle Guillemont, de la Universidad de Lille III CECILLE, y Juan Diego Vila, de la Universidad de Buenos Aires.

Este proyecto fue realizado gracias al generoso apoyo del Fondo Israelí para las Ciencias (Israel Science Foundation, investigación # 648/07), al que extendemos nuestro máximo reconocimiento. Asimismo, deseamos expresar nuestro más sincero agradecimiento a las personas e instituciones que colaboraron en la celebración del coloquio jerosolimitano: el Departamento de Estudios Románicos y Latinoamericanos de la Universidad Hebrea de Jerusalén y la comisión local organizadora del coloquio (su secretaria general, Rosi Burakoff; sus coordinadores, Assaf Ashkenazi, Daniel Blaustein y Eduardo Torres); las entidades patrocinadoras del coloquio: el Fondo Israelí para las Ciencias, la Fundación Tres Culturas del Mediterráneo, la Embajada de España en Israel, el Instituto Cervantes de Tel Aviv, la Autoridad para la Investigación y el Desarrollo Científico de la Universidad Hebrea de Jerusalén, Casa Sefarad-Israel, el Centro Liwerant para el Estudio de América Latina, España, Portugal y sus comunidades judías, la Facultad de Humanidades de la Universidad Hebrea de Jerusalén y la Asociación de Hispanistas de Israel.

Finalmente, nuestro profundo agradecimiento a las instituciones que contribuyeron para la publicación de este volumen: la Autoridad para la Investigación y el Desarrollo Científico de la Universidad Hebrea de Jerusalén, el Centro Misgav Yerusahalayim para la Investigación y el Estudio de la Herencia Judía Sefardí y Oriental de la Universidad Hebrea de Jerusalén, el grupo de investigación CRES Lecemo de la Universidad de Paris III y Casa Sefarad-Israel.

QUEBRANTAR LA JURA DE MIS ABUELOS (I): LOS CONVERSOS EN LOS PRIMEROS CANCIONEROS CASTELLANOS MEDIEVALES (1369-1454)*

Óscar Perea Rodríguez

University of Texas of the Permian Basin

No por ser una cita conocida, casi canónica, hay que dejar de mencionar que, en la descripción inicial realizada por Miguel de Cervantes de su ingenioso protagonista, buena parte de la cualidad de hidalguía que adornaba al bueno de Alonso Quijano viene precisamente implícita en un régimen dietético que constaba de “una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos...” (Quijote 1, 1).

Dejando al margen que las dos primeras referencias a una dieta frugal se hagan tal vez para enfatizar la pobreza del hidalgo manchego, lo que llama poderosamente la atención es que Cervantes no enumere el recorrido dietético semanal en orden, esto es, viernes, sábado y domingo, sino que comience con los sábados, indicando además que el menú de ese día estaba compuesto de duelos y quebrantos. La bibliografía sobre el enigma semántico que todavía hoy presenta esta expresión culinaria es muy amplia, desde que María Goyri (1915) se hiciera eco de las teorías de Alfred Morel-Fatio y de Rufino Cuervo, plasmadas en un artículo del primero (1915). Por este misterio han circulado desde el mismísimo Américo Castro (1966) hasta estudiosos de la religiosidad cervantina (Muñoz Iglesias, 1989: 209-211), pasando por pulidos cervantistas de todas las épocas, como Rodríguez Marín (1949), Fernández Nieto (2007) y, muy recientemente, Navarro Durán (2010), autora de un erudito y estimulante trabajo mas, en nuestra humilde opinión, errado en sus conclusiones, puesto que despojan a los duelos y quebrantos cervantinos de la clarísima y evidente connotación alimenticia relacionada con los conversos que ya don Américo había demostrado con solvencia incontestable. Tal vez sea un poco exagerado hablar de “un sentido histórico-literario del jamón y del tocino” (Castro, 1966: 13-23), pero ello no es óbice para ignorar sus indudables aciertos con respecto al sentido de estas referencias en la literatura española, por más años que hayan pasado desde la publicación de sus trabajos.

Recientemente, el polígrafo Juan Goytisolo ha contribuido a popularizar entre un público más amplio lo que antaño señalara para la comunidad académica el hispanista Bruce Wardropper (1980): que una expresión similar a los duelos y quebrantos cervantinos, con idéntico sentido culinario y burlón respecto a los judeoconversos, fue utilizada más de un siglo antes de que lo hiciera Cervantes por el –con permiso de Juan de Mena– más afamado trovador cordobés del siglo XV: Antón de Montoro, el Ropero. El más directo y descarado poeta de la época (Wertheimer, 2009: 103) dirigió un poema al corregidor de su ciudad, en cuya rúbrica se nos precisa que su autor “no halló en la carnecería sino tocino y ovo de comprar d’él”, lo cual le llevó a componer estos atinados versos:

Uno de los verdaderos,
del señor Rey fuerte muro,
han dado los carniceros
causa de me hazer perjuro.
No hallando, ¡por mis duelos!,
con qué mi hambre matar,
hanme hecho quebrantar
la jura de mis abuelos.
(ID 1928. 11CG, 230r)

No sería ésta la única vez a lo largo de sus poemas en que Montoro aludía a la quiebra de la jura de mis abuelos a través del consumo de carne de cerdo –véase, por ejemplo, ID 0170, en Castillo 1511: 228v–, lo que nos indica la popularidad de estas imágenes en la época. Por todo ello, parece claro que la expresión duelos y quebrantos tenía dos significados desde, al menos, el último tercio del siglo XV: el primero, conforme al sentido religioso y espiritual del término, tal como disecciona adecuadamente Navarro Durán en su trabajo; pero el segundo era de tipo culinario y aludía a los huevos, que son los duelos–tal vez por homofonía vocálica de los dos vocablos– con tocino, que simboliza en este caso los quebrantos, pues su ingesta es lo que quebranta la normativa judaica de comida kosher. No cabe duda de que muchos de los conversos, como Antón de Montoro, comían los sábados estos duelos y quebrantos en sustitución de la antigua adafina judía con un único y principal objetivo: que sus vecinos comprobasen que no observaban la hebrea norma dietética kashrut, puesto que también se alimentaban de carne de cerdo. Cervantes, buen conocedor de la vida de una región manchega plagada de conversos y, desde luego, donde estas conductas sociológicas estaban a la orden del día, ironizaba evidentemente que el buen hidalgo Alonso Quijano, además de serlo, procuraba también parecerlo, tal como hacían todos los demás, fuesen o no de origen converso.

Escribe Navarro Durán, con toda la razón, que “a veces los filólogos nos acercamos demasiado a las palabras y no vemos el halo irónico que las rodea y les da otro significado que escapa a nuestra mirada de entomólogos” (2010: 130). Pero, por otro lado, a veces también olvidamos que precisamente la ironía, la burla, el cinismo, la gracia y el chiste fueron principales armas (Santiago Ruiz, 2008), aunque no las únicas, con las que aquellos literatos como Montoro nos representaron la tragedia de los miembros de este heterogéneo grupo social que solemos denominar como ‘conversos’. Los dos poemas antes mencionados se conservan en la sección designada como “obras de burlas y cosas provocantes a risa” del Cancionero general de 1511, pero ejemplifican a la perfección la voluntad de escape en clave de humor de una realidad social de la época tristemente famosa por llevar estas burlas hasta el paroxismo extremo, en tanto que numerosísimas condenas inquisitoriales tuvieron como única base la observación, por parte de los acusados, de las normas dietéticas hebreas, tales como la prohibición de comer cerdo y la necesidad de asegurar que el desangramiento de los animales se hacía conforme a las restricciones de la kashrut. Por seleccionar una sola gota entre el terrorífico océano de estas ejecuciones de la Inquisición, el mismo motivo sobre el que el Ropero se permitió ironizar –y sobre el cual los lectores de la época de bisagra entre la Edad Media y el Renacimiento solían bromear– le costó la muerte al negociante valenciano Pablo Besant en el año 1486 (Haliczer, 1993: 346), ya que, en opinión de su acusador, Pedro Sants, el negarse a comer carne comprada en carnicerías cristianas, la insistencia en sacrificar los pollos él mismo y, por supuesto, la abstinencia de comer tocino eran síntomas inequívocos de herejía:

Ítem, dize y propone el dicho Pedro Sants que está en verdat que el dicho reo y culpable, denunciado et delado, aviendo voluntad e ánimo de obedecer dicha Ley y fe extraña e por todo, así en el comer como en todas las cosas sobredichas e otras muchas, observando et guardando lo que jodíos acostumbran a guardar y observar, se abstuvo y se abstiene de comer carnes y viandas que, según ley y costumbre judaica, son prohibidos, es a saber: que el dicho reo se abstenía de comer tocino, liebre nin conejo, angila ni congrio, según pública voz y fama (Archivo Histórico Nacional, Inquisición, legajo 535-1, exp. 14).

En cualquier caso, cabe decir que el objetivo de los duelos y quebrantos, como era ocultar su origen judío, no tuvo utilidad social alguna para los conversos. Es de nuevo el cínico cordobés quien, en su famosa composición a la Reina Católica, se lamenta de que cualquier sacrificio efectuado por los descendientes de judíos, incluidas las dietas contrarias a la kashrut, de nada sirvió para que la sociedad no continuase viendo a los cristianos nuevos como judaizantes ocultos y malvados, un estigma que los integrantes de la minoría conversa fueron incapaces de dejar atrás (Domínguez Ortiz, 1971: 17), tal como nos certifica Montoro:

[I]¡Ó, Ropero, amargo, triste, [II] Los inojos encorvados, que no sientes tu dolor! y, con muy gran devoçión Setenta años que naciste, en los días señalados, y en todos siempre dixiste con gran devoción contados inviolata permansiste, y reçados y nunca juré al Criador. los nudos de la Passión, Hize el Credo y adorar adorando a Dios y Hombre ollas de toçino grueso… por muy alto Señor mío, ¡torreznos a medio asar!, –por do mi culpa se escombre–,oír misas y reçar, no pude perder el nombre santiguar y persinar, de viejo puto judío. y nunca pude matar este rastro de confesso. (ID 1933. MP2, fols. 114v-115r)

El Ropero, que otorgó su testamento en 1477 (Márquez Villanueva, 1982: 397) y que murió poco después, hacia 1482 (Beltrán, 2002a: 411), al menos no tuvo que sufrir en vida la inhumanidad de que su propia esposa, Teresa Rodríguez, fuese quemada por hereje en el auto de fe de celebrado en Córdoba algo antes de abril de 1487 (Márquez Villanueva, 2009: 183). La misma terrible suerte sufrió un ocasional trovador cortesano llamado Davihuelo, presente en el Cancionero de Baena (Perea Rodríguez, 2009a: 264). Este personaje, el famoso bufón judío de la corte de Juan II y verdadero antecedente de esa locura bufonesca visible en la literatura hispana aurisecular (Márquez Villanueva, 1982 y 1985-1986), bien podría ser identificado con el converso Fernán Sánchez de Villanueva, miembro de una familia criptojudía de Quintanar de la Orden, cuyo nombre hebreo era David y a quien se conocía como Daviuelo. Aunque fallecido en 1456, su cadáver fue juzgado post mortem y condenado como judaizante por la Inquisición de Cuenca en el año 1491 (Salomon, 2007: 116). Como vemos, de la presencia del Ropero en el Cancionero general de Hernando del Castillo –editado en 1511 y que se considera habitualmente como la última de las grandes antologías de poesía medievales en lengua castellana– a la presencia de Davihuelo en la recopilación de Juan Alfonso de Baena, la primera de todas ellas, tenemos una innegable conexión. El nexo de unión de estas sádicas condenas post mortem a la hoguera es uno de los muchos aspectos que nos muestran cómo el devenir de los cancioneros españoles cuatrocentistas es un vehículo inmejorable para analizar la evolución del fenómeno converso en la Península Ibérica. Esta tarea, ardua y en la que todavía queda mucho por hacer (Rodríguez Puértolas, 1998: 187-188), será la que pretendemos asumir, si bien sucintamente, a lo largo de las siguientes páginas.

EL CANCIONERO DE BAENA Y LAS DINÁMICAS CORTESANAS DE INTEGRACIÓN SOCIAL

A Brian Dutton le debemos no sólo la más completa y esencial catalogación de la poesía de cancionero, sino también haber establecido el año 1339, aproximadamente, como la fecha de comienzo de una nueva poesía castellana alejada de los dos modelos que habían sido hegemónicos hasta entonces, el de las escuelas gallego-portuguesa y provenzal (Dutton, 1991, 7: VII-VIII). El poema escogido como estandarte del cambio, titulado En un tiempo cogí flores, lo escribió nada menos que Alfonso XI, rey de Castilla y León, y estaba dedicado a su amante, Leonor de Guzmán (Beltrán, 1985), madre de sus hijos ilegítimos, los Trastámara, que acabarían accediendo al trono tras la muerte de Pedro I en 1369, después de haber sido derrotado en la batalla de Montiel. Las connotaciones de política exterior habidas en la guerra variaron la tradicional orientación cultural de la corona castellanoleonesa hacia otros ámbitos: Francia y el Mediterráneo, lo que, centrándonos únicamente en poesía, significó la cada vez mayor influencia tanto de la chanson francesa como del petrarquismo italiano (Le Gentil, 1949: 8-11).

La poesía castellana de los siglos XIV y XV continuó siendo una actividad esencialmente áulica y cortesana, tal como lo había sido anteriormente, y debe su denominación a que se nos ha conservado para su estudio en estos grandes libros, manuscritos e impresos, que contienen colecciones de diversas estrofas (Gómez Bravo, 1998), entre las que predomina un esquema denominado canción, punto de encuentro entre el decir medieval y el configurador del género por antonomasia (Gómez Bravo, 2000). Por tal motivo, aun con la existencia de ciertos problemas para aceptar universalmente esta denominación (Severin, 1994), llamamos poesía de cancionero a esta nueva escuela poética, triunfante en la tardía Edad Media hispánica de forma espectacular. Y es que, al margen de que se hayan perdido algunos cancioneros manuscritos (Deyermond, 2003) y dejando también de lado el altísimo número de poetas de biografía desconocida, la valoración numérica del corpus es extraordinaria: entre 1350 y 1520, el lapso cronológico acotado por Dutton, encontramos cerca de doscientos cancioneros manuscritos y más de doscientos veinte impresos; el número de poetas censados y conocidos oscila entre ochocientos y mil, mientras que contamos con más de tres mil poemas registrados (Gerli, 1994: 11). Por sintetizar brevemente estos logros numéricos, en toda la Europa románica medieval no hay una cosecha cultural que siquiera se acerque a las netas y contundentes cifras de la poesía cancioneril escrita en castellano, lo cual bastará al menos para considerarla un terreno extraordinariamente fértil para el conocimiento de la realidad social de la época.

En otro lugar nos hemos referido a la poesía de cancionero como la lírica de los Trastámara (Perea Rodríguez, 2009a: 255-265), pues su período de máximo apogeo y esplendor, entre los siglos XIV y XV, coincide de forma asombrosa con los años 1369-1516, en los que diferentes miembros de este linaje ocuparon el trono de la corona castellanoleonesa y a partir de 1412 también de la de Aragón. Coincidencia asombrosa, hemos dicho, pero no casual. De ninguna forma puede considerarse así el hecho de que una dinastía que comenzó su reinado de la forma más ilegal posible no se esforzase en avalar, mediante su patrocinio directo o indirecto, un inmejorable vehículo propagandístico a su favor como era la poesía que se producía en sus cortes regias (Nieto Soria, 1988; Perea Rodríguez, 2009b).

La amplia y prolongada difusión a través de los versos cancioneriles de ideas que legitimaban a los Trastámara es una clave subyacente, en mayor o menor medida, en todas y cada una de las antologías poéticas de la época medieval. Sin embargo, esta canalización de mensajes de contenido político a través de la literatura no es un hecho aislado, sino que cuenta con otros precedentes que involucran de forma directa e inexorable a la minoría hebrea del reino. En un conflicto tan profundamente ideologizado como fue la lucha fratricida que enfrentó a Pedro I, el Cruel para unos, el Justiciero para otros, con su hermano bastardo, el conde de Trastámara y futuro Enrique II, no podemos pasar por alto una muesca literaria de gran calado, como es la dedicatoria efectuada por el más universal de los poetas hebreos de la Baja Edad Media hispana, el rabí Sem Tob de Carrión, al monarca perdedor en la guerra civil castellana, a quien gentilmente iban dirigidos sus Proverbios morales (Valdeón Baruque, 2000: 27-33). En el lado contrario, el vencedor del conflicto, Enrique II, comenzó a asociar imágenes antisemitas a su discurso político desde los primeros momentos de la guerra (Valdeón Baruque, 2001: 81-83), como explica la famosa difamación que pretendía hacer a Pedro I el hijo de un judío llamado Pero Gil (Rodríguez Puértolas, 2001: 88), razón por la cual sus partidarios recibieron el despectivo apodo de emperogilados (Perea Rodríguez, 2009a: 110-112). En este contexto, nada tiene de extraño, como ya señalara Américo Castro (1982: 18-19), que décadas de resentimiento antisemita acabaran confluyendo en el gran pogromo de 1391, momento en el que, con la excepción del viejo decreto de conversión obligatoria al cristianismo del rey visigodo Sisebuto en el 613 (Yovel, 2009: 7-8), el problema converso saltó a la palestra como ingrediente esencial de la historia de España (Benito Ruano, 2001: 199-200) y también, como es lógico, como aspecto fundamental de la historia cultural ibérica, a pesar de que frecuentemente tienda a ser desvanecido, a veces sin querer, otras veces en forma de compacto velo creado a propósito para difuminar uno de los episodios más incómodos del pasado histórico español.

De nuevo sin que podamos sorprendernos, todos estos acontecimientos ocurridos en las primeras cuatro décadas de gobierno de los Trastámara en Castilla y León están muy presentes en los cancioneros, en tanto éstos, como dijimos, presentan un óptimo terreno para la observación de los fenómenos culturales de la Baja Edad Media hispánica. Centrándonos en el objeto de nuestro estudio, la presencia de conversos, tanto de autores como de temas, en los cancioneros castellanos, ya fue puesta de relieve por los estudios de Arbós Ayuso (1982 y 1987) y Yovel (1998). De hecho, es muy apreciable en el cancionero que, hasta que seamos capaces de encontrar aquel “grand volumen de cantigas, serranas e dezires” (Gómez Moreno, 1990: 60) que el Marqués de Santillana dijo haber visto en casa de su abuela, continúa siendo todavía la primera antología de la poesía cancioneril castellana: el Cancionero de Baena (PN1). Se trata éste además de un cancionero con un apreciable valor historiográfico (Perea Rodríguez, 2003), puesto que, a pesar de estar compuesto antes de 1435, el criterio con el que se guió su compilador, el escribano andaluz Juan Alfonso de Baena, fue muy particular y selectivo (Beltrán, 2001: 21), de modo que prefirió dar cabida en su recopilación a temas como la política, la filosofía, la especulación espiritual, los debates sobre astrología y otros asuntos más sesudos (Menéndez y Pelayo, 1951, 2: 69), que estaban poco a poco quedándose fuera de los circuitos poéticos en beneficio de la poesía amorosa, triunfadora absoluta en el resto de cancioneros de la primera mitad del Cuatrocientos.

Son muchas las ocasiones en que el Cancionero de Baena nos muestra la obra de poetas de origen claramente judeoconverso (Cantera Burgos, 1967), incluido Juan Alfonso de Baena, su compilador (Avalle-Arce, 1946; Roth, 2002: 165-166), e incluso trovadores no ya conversos, sino judíos (Fraker, 1966: 9-34), como el famoso Don Mossé, es decir, Moshé ben Abraham Zarzar, el médico hebreo de Enrique III (ID 0503. Dutton-González Cuenca, 1993: 278-279). No olvidemos, además, que el propio mecanismo de la conversión, esto es, el paso del judaísmo al cristianismo, es bien visible en el Cancionero de Baena en rúbricas como la del poema que fray Diego de Valencia dedica a “don Simuel Dios-Ayuda, un judío de Astorga, que llamaron después que fue cristiano Garçi Álvarez de León, el qual era muy franco e dadivoso e de otras buenas virtudes” (ID 1637. Dutton-González Cuenca, 1993: 355).

Sin embargo, por encima del estamento al que pertenecían sus poetas, el Cancionero de Baena nos muestra algo mucho más importante: un inmejorable campo de trabajo para analizar la evolución del grupo social de los judeoconversos entre finales del siglo XIV y las primeras décadas del siglo XV (Blanco González, 1972). Ello se debe a que, al confeccionar Juan Alfonso de Baena su cancionero con materiales poéticos datados en los cuatro primeros reinados de los Trastámara en Castilla y León, desde 1369 hasta el primer cuarto del siglo XV, estos poemas sirven para contrastar a la perfección el cambio de escenario acontecido justo después del pogromo de 1391. A través de los versos presentes en la compilación del escribano baenense podemos observar con claridad la ruptura de la convivencia entre las dos religiones habida con anterioridad, que existió sin duda pese a todos los matices que se quieran hacer sobre ella (Soifer, 2009), así como la posterior agitación contra los conversos, que no sólo quebró la velada tolerancia de la España medieval (Rubio García, 1974: 151), sino que estuvo salpicada de varios intentos por acomodar socialmente a los integrantes del grupo de convertidos tras 1391.

Observemos este proceso en el Cancionero de Baena por partes, comenzando por uno de los trovadores de origen converso más antiguos que se conocen en la lírica peninsular, de quien el mismísimo Villasandino decía que ya “en su tiempo” –Villasandino escribe en 1405 y se refiere, por lo tanto, a años atrás–, “fizo dezires mucho más polidos” (ID 1264. Dutton-González Cuenca, 1993: 56). Nos referimos a Pero Ferruz, de biografía escueta y todavía escurridiza, pero al que bien pudiéramos identificar con el mismo habitante de Toledo a quien el rey Juan I reconocía en 1381 la cualidad de arrendador de rentas de la Corona (Perea Rodríguez, 2009a: 88-90), un oficio muy habitual en los conversos (Márquez Villanueva, 1957). Hay, además, otros síntomas estilísticos que nos prueban que estamos ante un poeta que escribe en el último tercio del siglo XIV (Dutton, 1991, VII: 367; Dutton y Roncero, 1993: 117), a lo que hay que añadir un factor puramente cronológico que emana del hecho de que Ferruz compusiera un dezir a la muerte de Enrique II de Castilla (ID 1435. Dutton-González Cuenca, 1993: 536-539), lo que nos indica que ya era una persona completamente adulta en la fecha en que sucedió aquel deceso, es decir, mayo de 1379 (Valdeón Baruque, 2001: 51-53). Por si fuera poco bagaje, el más famoso poema de este “versificador muy atildado”, sorprendente calificativo dado a Ferruz por un crítico tan agrio con los poetas de cancionero como Menéndez y Pelayo (1951, 2: 181), es una humorística cantiga destinada a unos rabíes, en cuya representación contesta el mismo Ferruz mediante otra copla, conformando así una autorrespuesta bastante peculiar dentro de este género cuatrocentista de las preguntas y respuestas (Chas Aguión, 2002), que cuenta con el Cancionero de Baena como uno de sus más granados representantes (Chas Aguión, 2001: 13-27; Labrador Herraiz, 1975: 19-47). En un tono humorístico y relajado que veremos se aplica en muchas ocasiones dentro de temas conversos y judíos en el Cancionero de Baena, Pero Ferruz nos describe por primera vez en la literatura medieval en castellano uno de los clichés que se convertirán en tópicos de los ataques contra judíos, como es la acusación de ser muy ruidosos durante sus celebraciones litúrgicas, sobre todo la llamada matinal al sha’harit:

[I] Con tristeza e con enojos [II] Entre las signogos amas que tengo de mi fortuna, estó bien aposentado, non pueden dormir mis ojos do me dan muy buenas camas de veinte noches la una; e plazer e gasajado; mas desque a Alcalá llegué, mas, quando viene el alva, luego dormí e folgué un rabí de una grant barva como los niños en cuna. óigolo al mi diestro lado. [III] Mucho enantes que todos [IV] Rabí Yehudá el terçero, viene un grant judío tuerto do posa Tello, mi fijo, que, en medio d’aquessos lodos, los puntos de su garguero el diablo lo oviesse muerto, más menudos son que mijo; que con sus grandes bramidos e tengo que los baladros ya querrían mis oídos de todos tres ayuntados estar allende del puerto. derribarién un cortijo. (ID 1433. Dutton-González Cuenca, 1993: 535)

La respuesta en nombre de los rabíes, con casi total seguridad escrita por el mismo Ferruz, incide todavía más en la broma, atreviéndose incluso a mencionar temas como el de las supuestas ganancias crematísticas de los judíos y a un intento de proselitismo para atraer a Ferruz a la religión mosaica:

[I] Los rabíes nos juntamos, [II] Pues alegrad vuestra cara don Pero Ferruz, a responder, e partid de vos tristeza, e la respuesta que damos a vuestra lengua juglara queredlo bien entender. non le dedes tal pobreza, E dezimos que es provado e aun creed en Adonay, que non dura en un estado qu’Él vos sanará de ¡ay! la riqueza nin menester. e vos dará grant riqueza. [III] El pueblo e los hazanes, [IV] Venimos de madrugada que nos aquí ayuntamos ayuntados en grant tropel con todos nuestros afanes, a fazer la matinada en el Dio siempre esperamos al Dio santo de Israel con muy buena devoçión, en tal son, como vos vedes, que nos lleve a remissión que jamás non oiredes por que seguro bivamos. ruiseñores en vergel. (ID 1434. Dutton-González Cuenca, 1993: 536)

Un trabajo reciente ya ha puesto de relieve la relación que tienen estas coplas con el mundo urbano y el rural, siendo el primero el más transitado por los judíos y conformando así, desde época temprana, uno de los primigenios aspectos de diferenciación entre el ámbito rural de la mayoría de los cristianos viejos y el de las ciudades donde primero judíos, y más tarde conversos, iban a moverse con soltura (Gutwirth, 2005: 151-156). Es obvio, pues, que los versos de Ferruz debieron de componerse antes del pogromo de 1391 (Mitre Fernández, 1994), incluso antes de 1377, cuando los historiadores señalan que el gran asalto a las juderías comenzó a gestarse (Valdeón Baruque, 1996: 191-194). Por algunas de estas composiciones, como la de Ferruz que estamos analizando, el Cancionero de Baena resulta el más fiel reflejo, en cuanto a historiografía se refiere, que poseemos de la época en que fue recopilado, en especial para ver la “entremezclada convivencia de gentes de las tres religiones entonces existentes en España” (Cantera Burgos, 1967: 80).

Lo que más interesa ahora a nuestro propósito es encontrar en el Cancionero de Baena pruebas del tipo de clima histórico y social que rodeaba a los conversos en la franja cronológica delimitada inicialmente por el pogromo de 1391 y acotada hacia el año 1435, en el que más o menos tuvo su fin la recogida de materiales poéticos por parte de Juan Alfonso de Baena. El primero en analizar esta cuestión fue Charles F. Fraker, autor de un veterano estudio, todavía valioso en algunos aspectos particulares, pero cuya interpretación global a día de hoy resulta difícilmente sostenible, como trataremos de razonar a partir de ahora.

Teniendo en cuenta la dilatada presencia de judíos y conversos en el Cancionero de Baena demostrada por Cantera Burgos, Fraker concluía su interpretación con que las polémicas existentes en el seno del judaísmo peninsular (Mac Coby, 1998), cuya profunda crisis refrendaba la famosa Disputa de Tortosa (Baer, 1981, 2: 443-501), habían influido sobremanera en los versos recopilados por el escribano andaluz. Para Fraker, esta influencia explicaría por qué conceptos típicamente hebreos, como el escepticismo o el racionalismo (Lomba Fuentes, 2005), ocupan un lugar principal en los debates poéticos de este cancionero. A su juicio, los poetas que participaban en las polémicas en verso, sobre todo Fernán Manuel de Lando y Ferrán Sánchez Calavera, tenían un claro origen judío, converso cuando menos, lo que muestra la desorientación de todo este grupo social respecto a su difícil tránsito desde el judaísmo hasta el cristianismo. Además, a través de estas discusiones líricas, los autores de Baena defendían los postulados mosaicos y tomaban partido por el judaísmo en detrimento del cristianismo (Fraker, 1966: 31), convirtiéndose de esta forma en el estereotipo de converso judaizante que más adelante sería blanco predilecto de la terrible maquinaria inquisitorial.

Fraker esgrimía en su apoyo una teoría de Domínguez Ortiz (1991: 10-11), según la cual la conversión de los judíos afectó muy poco a las clases altas, a las que el historiador andaluz dibujaba como un poco hedonistas y despegadas de cualquier tipo de credo, fuese cristiano o hebreo. A estas elites judías se las relacionó muy pronto con una famosa creencia racionalista, debida sobre todo al pensamiento del filósofo Ibn Rushd, o Averroes (Taylor, 2009), que tuvo una amplia raigambre en la Península Ibérica bajo la síntesis de “nada hay en la vida salvo nacer y morir como bestias”, frase que más adelante sería utilizada como acusación a los conversos de judaizar (Márquez Villanueva, 1994; Benito Ruano, 2001: 22-23). Aunque Domínguez Ortiz se refería más bien a la mayor resistencia al cambio religioso ofrecida por los grupos más bajos del escalafón social –de más empaque que la de los miembros de los niveles altos–, el caso fue que Fraker aprovechó esta idea para establecer una solución de continuidad y describirnos a los cultos poetas de origen hebreo del Cancionero de Baena, de clase media-alta, como una suerte de cínicos trovadores caracterizados por su escepticismo con todo tipo de cuestión religiosa relacionada con el cristianismo, y quienes además se burlaban en público, con su pericia poética, tanto de dogmas como de complicados conceptos teológicos (Fraker, 1966: 31-32). Estos ejemplos de criptojudíos convencidos de sí mismos mostrarían también la petulante autosuficiencia del que se cree superior moralmente, del que pretende estar fuera de la obediencia tanto de una fe como de la otra, en uno de los más claros estereotipos antisemitas que muy pronto iban a circular en la Península Ibérica, como el que encontraríamos hacia 1480 relacionado con uno de los colaboradores conversos del Rey Católico, Pedro de la Caballería (Baer, 1981, 2: 528-529).

Como más o menos puede intuirse, la interpretación global de Fraker es muy difícil de aceptar hoy, en la senda de lo apuntado por investigaciones más recientes (Beltrán, 2002a: 257). En términos generales, Fraker adolece precisamente del término que él mismo acuñó para describir el sentimiento que él pretendía descubrir en los poetas conversos de Baena: naïveté (Fraker, 1966: 19). En efecto, es de una candidez pueril pensar que, por muy culto y elitista que fuera el ambiente de la corte literaria de Juan II de Castilla (Puymaigre, 1873), un judío, o un converso, podía expresar abiertamente sus dudas sobre conceptos del dogma cristiano como la Trinidad o la Concepción de María (Twomey, 2008), sin que esto pudiera ser origen de problemas serios con las autoridades religiosas, o incluso causarles perjuicios en cuanto a sus relaciones sociales en el complejo entramado cortesano. Es mucho más lógico pensar en que la presencia de intrincados debates conceptuales sobre dogmas y temas teológicos tratarían de configurar un cierto método de enseñanza a contrariis, basado en que fueran poetas claramente contrastados como cristianos viejos los que, a través de estos debates en verso –sin duda artificiales y con una clara vocación didáctica–, dedicasen todo su esfuerzo a acomodar a sus nuevos compañeros de religión en conceptos difícilmente comprensibles no sólo para ellos, sino para todos los legos en la materia. Téngase en cuenta que, cronológicamente, la mayoría de las disputas poéticas del Cancionero de Baena coincide en el tiempo no sólo con otros y más sesudos debates, los de la Disputa de Tortosa (Assis, 1998; Alcalá Galve, 1999), sino también con las predicaciones de fray Vicente Ferrer (Cátedra, 1994), e incluso con la promulgación de las llamadas leyes de Ayllón, tremendamente restrictivas del estatuto jurídico de los judíos en la corona castellanoleonesa (Baer, 1981, 2: 439-441). Este clima real de opresión a las comunidades judías, por simple y pura reacción, debió de provocar que las conversiones al cristianismo fuesen recibidas por la mayoría de la sociedad al menos con indiferencia y con cierta normalidad, dado que entonces el gran enemigo, al que se pretendía arrinconar a toda costa, era el judío y no el converso.

Así pues, al contrario de la idea manejada con frecuencia por la comunidad académica, la animadversión contra los conversos no comenzó de forma inmediata tras el pogromo de 1391, sino que, una vez normalizada la situación general del reino con el gobierno personal de Enrique III (Valdeón Baruque, 2001: 80-95), y en tanto la levantisca nobleza castellana fue más o menos calmada por la política de contención ejercida por el tercer monarca Trastámara (Mitre Fernández, 1968: 100-112), los conversos pasaron a tener una existencia relativamente tranquila, no exenta de la desconfianza de sus vecinos cristianos, pero digamos que aséptica en cuanto a problemas reales de su vida cotidiana. Como bien indican algunos investigadores, si la presencia de judíos en la sociedad cristiana había sido tolerada con la esperanza de que finalmente aquéllos entraran en razón y abjurasen de su credo mosaico (Valdeón Baruque, 1994: 39), desde luego no ha habido ningún momento en la historia de España que cumpliese ese anhelo oculto de conversión al cristianismo como el enclavado en la bisagra entre los siglos XIV y XV, si bien desde la perspectiva de los nuevos cristianos la conversión había llegado más bien empujada por el miedo que por cualquier otra fuerza motriz (Amrán, 2008: 260). Con todo, es un judío, Selomoh ibn Verga, quien certifica en su Sefer Sebet Yehudah la estabilidad de esta época, al narrar que

en los días del rey Don Juan, hijo del rey Don Enrique, se multiplicaron sin cesar las calamidades sobre ellos [i.e., los judíos], quitándoles sus modos de vida y decretando contra ellos duras normativas, para todos los que no se habían dejado bautizar (Verga, 1991: 213).

Aunque sólo sea por ausencia de mención explícita en este párrafo del texto de Verga, es obvio que los que sí se habían bautizado no debían haber sufrido las mismas condiciones que, según Ibn Verga, sí sufrían los judíos. Buena prueba de esta coexistencia pacífica entre cristianos nuevos y viejos estriba en que, entre los años 1394 y 1410, todos los disturbios sociales de los reinos de Castilla y León estuvieron centrados en el conflicto entre señoríos de realengo y nobiliarios (Valdeón Baruque, 1983), incluidos algunos levantamientos populares de los que no hay constancia alguna de que hubieran afectado a conversos –ni tan siquiera a judíos– debido a las razones de agitación del odio social acostumbradas en la Edad Media europea (Smail, 2001: 114-116). De hecho, otros graves problemas políticos de la época que están asimismo presentes en el Cancionero de Baena, como la resolución del Cisma de Occidente (Beltrán, 2001: 35-51) o la pugna por la privanza entre el cardenal Frías y el condestable López Dávalos (Perea Rodríguez, 2003; 2009a: 127-140), nos muestran intervenciones de poetas cristianos, conversos y judíos en unas condiciones generales de igualdad.

Sin ir más lejos, dos acontecimientos de enorme importancia en la Edad Media castellana, el nacimiento del futuro Juan II (Dutton-González Cuenca, 1993: 255-279) y la muerte de Enrique III (Dutton-González Cuenca, 1993: 51-62), tienen una relevante presencia en la compilación del escribano baenense a través de diversos poemas compuestos para dar solemnidad a ambos momentos. Pues bien, en estas series de poemas temáticos, los poetas que participan lo hacen con independencia de su credo: encontramos religiosos cristianos expertos en Teología, como fray Diego de Valencia (Bahler-Gyékényesi Gatto, 1992: 171-175); miembros de la aristocracia, como Pero Vélez de Guevara (Beltrán, 2002b); supuestos conversos, como el propio Juan Alfonso de Baena o como Álvarez de Villasandino (Mota Placencia, 2001)… Incluso en los dezires al nacimiento de Juan II tenemos la participación de un oficio medieval en cuyo seno, en no pocas ocasiones, se albergó la sospecha de herejía (Amasuno, 1996): los médicos de la corte, uno hebreo, Moshé ben Abraham Zarzar, médico de Enrique III (Roth, 2007: 747), y otro musulmán, Mahomat el Xartosse, médico personal del almirante de Castilla, Diego Hurtado de Mendoza (Perea Rodríguez, 2009a: 174-175). Si acotamos la realidad que se vislumbra en el Cancionero de Baena, fehaciente prueba de una corte regia de Castilla y León en la que tanto el médico musulmán del almirante de Castilla como el médico judío de Enrique III podían dar rienda suelta a sus habilidades líricas sin ningún tipo de resquemor por parte de la comunidad cristiana circundante, y la comparamos con los libelos que se iban a popularizar en España pocas décadas más tarde –sobre todo a partir de que fray Alonso de Espina, en su Fortalitium Fidei, incluyera como verídica la espuria narración según la cual Mair Axaques (Baer, 1981, 2: 537), reputado médico hebreo, envenenó a Enrique III (la que literatos del Siglo de Oro como Barrantes de Maldonado o Quevedo expandirían en su momento; Perea Rodríguez, 2009a: 175-176)–, obtenemos de forma indefectible la certeza de que la época del Cancionero de Baena, con todos los matices que se quieran realizar, es una época de relativa estabilidad y de bonanza cotidiana de los cristianos nuevos.

Hay dos factores clave para comprender mejor lo que representa la recopilación de Juan Alfonso de Baena para el estudioso del devenir de los conversos en los lustros iniciales del siglo XV. El primero es utilizar como hilo conductor del análisis la corte regia en su doble vertiente de localización física e incipiente institución, ese “complejo orgánico-funcional” formado por el monarca y por sus colaboradores, pero también como el espacio creado en su entorno material (Torres Sanz, 1982: 40). Con toda suerte de regulaciones especiales a su alrededor y a pesar de su carácter itinerante en el período medieval, la corte regia pasó a ser el centro del mundo en cuanto a la obtención de beneficios terrenales, oponiéndose así a la iglesia en la obtención de beneficios espirituales (Castro, 1983: 29). Tal vez por este motivo, el espacio cortesano se transformó a gran velocidad en escenario de luchas de poder a todas las escalas (Perea Rodríguez, 2007), incluso en su variante de espacio lúdico y festivo diseñado para el mecenazgo literario y artístico donde tuvo lugar la inmensa explosión de poetas medievales de esta época (Boase, 1978: 69-73). Al mismo tiempo, fueron también estos “círculos próximos a las autoridades y a la corte de reyes príncipes” los lugares en los que “se tejían relaciones de íntima amistad entre judíos y cristianos” (Baer, 1981, 2: 508). Por eso, no debe extrañar que de nuevo sea Ibn Verga, en su Sefer Sebet Yehudah, el que alabe precisamente este ambiente distendido de las cortes, regias o nobiliarias, que habían sido tal vez el lugar de mayor libertad y tranquilidad para los judíos (Verga, 1991: 209) y donde habían surgido ejemplos de colaboración cultural tan destacados como la traducción bíblica de Mosé Arragel –aproximadamente coetánea al Cancionero de Baena, dicho sea de paso–, la conocida de forma común como Biblia de Alba, encargada por Luis de Guzmán, maestre de Calatrava (Sáinz de la Maza, 2007). Así pues, es notorio y obvio que entre los años de la gran explosión de conversiones desde el judaísmo hasta el cristianismo, entre 1391 y 1415, los conversos heredaron esta buena disposición hacia ellos que habían gozado los judíos en las cortes regias. Sólo así se explica que un elemento tan ligado al universo cortesano como un cancionero, en este caso el de Juan Alfonso de Baena, nos muestre una imagen tan benévola de los conversos como grupo, y sobre todo tan destinada a su definitiva integración social. Si, siguiendo a Gómez Moreno, “sólo la corte brinda las claves necesarias para una interpretación correcta” de la poesía cancioneril (Manrique, 2000: 20), el Cancionero de Baena nos muestra la otra cara de la contienda de Tortosa entre judíos y cristianos a través de otros debates líricos en los que la asimilación de la minoría conversa, al menos en los límites funcionales y físicos de la corte, era una absoluta realidad.

El segundo factor clave al que nos referíamos estriba en el concepto de instrucción cristiana, esto es, en las supuestas e hipotéticas facilidades dadas a los neófitos para acceder a su recientemente adquirida nueva fe. Son legión los estudios que señalan como más grave problema al que los cristianos nuevos tuvieron que enfrentarse para normalizar su vida cotidiana la falta de instrucción de la Iglesia católica con sus nuevos fieles, no sólo los que procedían de las conversiones en masa ocurridas entre 1391 y 1415, sino todos los demás, lo que se convertirá en un problema endémico durante la centuria siguiente (Pastore, 2010: 71-84). No hay más que recordar las quejas de los humanistas en el siglo XVI, como Luis Vives o Alfonso de Valdés (Rábade Obradó, 1999: 376-390), para hacernos una idea de lo deplorable que había sido esta labor catequética durante el siglo XV, donde ni siquiera los magníficos esfuerzos de Hernando de Talavera habían podido fructificar (Iannuzzi, 2009; Pastore, 2010: 39-84).

Tenemos la certeza de que toda la acción oficial de la Iglesia y del incipiente aparato estatal en relación con los conversos como grupo social se basó en el castigo, nunca en la instrucción (Rábade Obradó, 1999: 376), lo cual no haría sino recrudecerse cuando más adelante, en el siglo XV, se pasara a plantear como única y cruel medida posible el establecimiento de la Inquisición. Este problema iba a ser mayor en lo referente al “judaísmo sociológico” (Represa Rodríguez, 1987: 34), es decir, todo el elenco de normas y costumbres hebreas –incluidas las dietéticas, por supuesto– que muchos de los conversos seguían más por tradición que por espiritualidad, al estar ya despojadas de toda connotación religiosa judaizante. Obviamente, los inquisidores no lo vieron de esta forma. Por esto cobra más importancia que precisamente sea el Cancionero de Baena una muestra de que, al menos en ambientes elitistas y cortesanos muy ligados al entorno regio, esa instrucción sí que se intentó llevar a cabo, aunque de forma muy tímida y, en especial, sin que podamos saber si se trataba de ejemplos aislados en un microcosmos muy particular como es el de la corte, o si por el contrario esta instrucción visible en el cancionero recopilado por Juan Alfonso de Baena es, una vez más, prueba de las coordenadas sociales e históricas en que se compuso y pudo, por lo tanto, afectar a otras capas del grupo social de los conversos. Se trata ésta de una hipótesis de trabajo muy sugerente a la que tal vez merecería la pena dedicar más tiempo de investigación en el futuro.

Debemos ahora volver a rebatir la teoría de Fraker en relación con otro aspecto fundamental: las múltiples dudas que presentan las biografías de los poetas que, como Fernán Manuel de Lando y Fernán Sánchez Calavera, fueron escogidos por él como adalides de este hebraísmo poético, entroncado con ancestrales tradiciones, presente –según su teoría– en el Cancionero de Baena (Fraker, 1966: 20-33). En primer lugar, aunque pocas noticias tenemos de la vida del elegante Fernán Manuel de Lando (Perea Rodríguez, 2009a: 238-240), fino y erudito poeta conocedor al detalle del Libro de buen amor del Arcipreste de Hita (Gerli, 1990), al menos sabemos lo suficiente como para encuadrarlo en la selecta aristocracia sevillana de linaje. Santillana lo describe como “honorable cavallero” en su Prohemio e carta (Gómez Moreno, 1991: 64), tal vez porque el padre de nuestro poeta era alcaide de los alcázares de Sevilla, oficio éste para el que era indispensable la pertenencia a la nobleza de sangre (Castrillo Llamas, 2003), una alcurnia que los Lando poseían al estar emparentados por vía materna con el mismísimo Don Juan Manuel, autor de El Conde Lucanor (Beltrán, 2002a: 251). No parece, pues, muy probable que nuestro poeta fuese de origen judío.

Lo mismo podemos decir del otro trovador cuyo gusto por un racionalismo filosófico de gran calado ha hecho posible que se le considerara habitualmente como converso (Cantera Burgos, 1957: 110) o incluso como judaizante (Fraker, 1966: 34-52): Sánchez Calavera. Sin embargo, estudios más recientes han demostrado que nuestro poeta es el homónimo comendador de Villarrubia de los Ojos, enclave de gran importancia en la Orden de Calatrava (Díez Garretas, 1989: 9-11). Al igual que hemos visto antes, las encomiendas calatravas eran otro lugar de muy difícil acceso para un descendiente de judío en los tiempos que nos encontramos analizando, lo que de nuevo nos obliga a poner en cuarentena las afirmaciones de Fraker sobre un supuesto origen hebreo de nuestro poeta (Beltrán, 2002a: 256).

Por último, hay que destacar un nuevo asunto para acabar de analizar esta voluntad por acomodar a los conversos a su nueva religión visible en el Cancionero de Baena. Y es que, al margen de la seria dificultad de aceptar a Lando y a Sánchez Calavera como judaizantes, piénsese, por ejemplo, que todo un reputado doctor en Teología como fray Diego de Valencia de Don Juan, autor de varios y rigurosos tratados sobre estos mismos temas (Vázquez Janeiro, 1984), se vale de esta enseñanza a contrariis para explicar el complejo dogma de la virginidad de María, asunto de enorme importancia en este cancionero (Twomey, 2003). Para ello recurre a una pregunta socarrona de su hermano, Nicolás de Valencia, que no duda en barnizar el debate con unas gotas de humor erótico que serían sin duda muy bien recibidas por una audiencia menos culta e instruida:

Señor, nos avemos que muger casada
que tenga marido, maguera cuitado,
que biva con él muy desconsolada,
si quier’ tomar a otro, que faze pecado;
e yo sobre esto tengo maginado
que non faz’ pecado nin comete error,
pues que lo fizo Dios, Nuestro Señor,
al Santo Joseph, que era desposado.
(ID 1610. Dutton-González Cuenca, 1993: 330-331)

Fray Diego, después de recurrir al tópico de la falsa modestia como captatio benevolentiae, recoge el guante lanzado y responde a su hermano sin ínfulas pero con autoridad, con vocación de clarificar las dudas al respecto del dogma:

E maguer prendió la carne humanal,
non fue adulterio assí la prender,
ca non fue tocada por obra carnal,
mas Espíritu Santo lo quiso fazer;
e porque los omnes desean aver
plazer con pecado muger tocar,
por ende, Dios quiso a cada uno dar
una muger sola, sin otra querer.
(ID 1611. Dutton-González Cuenca, 1993: 332)

Los dos hermanos, sabios, leídos e instruidos (Lange, 1971; Gago Pérez, 2001), tienen una larga serie de intercambios de preguntas y respuestas (ID 1610-1617. Dutton-González Cuenca, 1993: 331-337), caracterizados por este mismo patrón: una pregunta burlona recibe una respuesta seria e ilustrativa. Como ya demostró Bajtin en su conocido ensayo sobre el entorno cultural de Rabelais, la risa popular producida por la burla era una forma de cohesión social muy frecuente en la Edad Media y en el temprano Renacimiento (Bajtin, 1974: 10-17). Por esto no ha de extrañarnos en absoluto encontrar dentro del Cancionero de Baena debates burlescos con palabras muy subidas de tono pero que, en esencia, tienen una predominante carga de artificio retórico más que voluntad real de zaherir al contrario (Chas Aguión, 2009), debates en los que hay un mayor interés por estimular la creatividad del rival que por ofenderlo (Nirenberg, 2006: 412-414), de ahí que incluso las acusaciones de judaizar deban ser interpretadas en sentido poético más que literal (Nirenberg, 2009: 167-168). En este contexto, la definición bajtiniana del sentido del humor como factor de socialización explica con claridad estas preguntas en apariencia heréticas: todo es fruto de un esfuerzo, mezcla de bromas y veras, por instruir a los nuevos cristianos, por facilitar su transición entre su antiguo y su nuevo credo, o al menos por acomodar a todos aquellos que residían en ese ambiente de la corte regia donde los conversos siempre encontraron la calidez social que quizá les faltase en otros lugares del reino.

De este clima didáctico e instructivo participan incluso los poemas en que se inculpa a otros de ser conversos judaizantes, como sucede con las acusaciones que le dirigen a Alfonso Fernández Samuel, prototipo del converso que reniega de su antiguo credo judaico (Baer, 1981, 2: 527-528), o al mismo compilador cancioneril, a Juan Alfonso de Baena, a quien motejan de judío por comer berenjenas (Gil, 2009), típico recurso de alusión a las normas de kashrut, en este caso forzado además por la necesidad de rima entre ‘Baena’ y ‘berenjena’ (Dutton-González Cuenca, 1993: XIII-XV). Por escoger un ejemplo paradigmático, nos quedamos con un magnífico poema de fray Diego de Valencia, que escribió “contra un converso de León que se llamava Juan de España” (Roth, 2002: 168-169), en el que el autor muestra ese estilo polígloto que han destacado los críticos (Solá-Solé y Rose, 1976), además de su conocimiento del vocabulario de la religión judía:

[I] Johan de España, muy grant saña [III] E los sabios del Talmud fue aquesta de Adonay, a que llaman cedaquín pues la aljama se derrama dize que non ha salud por culpa de Barçelay. el que no tiene beçím; antes tienen por roín [II] Todos fuemos espantados, el que non trae milán maestros, rabíes, cohenín, quien non puede bahelá ca les fueron sus pecados non le cumple matanay. d’este sofar ahením, pues non tenié baçín quiso infinta fazer; hora finque por manzel pues tan mal pertrecho tray. (ID 1627. Dutton-González Cuenca, 1993: 343)

cristianos de transición