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Enrique Jiménez Ríos

Variación léxica y diccionario:
Los arcaísmos en el diccionario de la Academia

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LINGÜÍSTICA IBEROAMERICANA
  Vol. 15
   
DIRECTORES: Gerd Wotjak y Eberhard Gärtner
Centro de Investigación Iberoamericana
Universidad de Leipzig
   
  María Teresa Fuentes de Morán
Universidad de Salamanca
   
CONSEJO DE
REDACCIÓN:
Valerio Báez San José; Ignacio Bosque; Henriqueta Costa
Campos; Ataliba T. de Castilho; Ivo Castro; Violeta
Demonte; Luis Fernando Lara; Lúcia Maria Pinheiro
Lobato; Elena M. Rojas Mayer; Rosa Virginia Matos e
Silva; Ramón Trujillo; Mário Vilela

Enrique Jiménez Ríos

Variación léxica y diccionario:
Los arcaísmos en el diccionario de la Academia

Iberoamericana • Vervuert • 2001

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ISBN 84-8489-035-X (Iberoamericana)

ISBN 3-89354-785-1 (Vervuert)

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Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro

ÍNDICE

Introducción

Capítulo I

Los criterios para insertar y mantener los arcaísmos en los diccionarios

1. Razones que explican la presencia de los arcaísmos en los diccionarios

1.1. La unión del pasado y del presente

1.2. La aplicación de los criterios de cantidad y uso frente al aval literario

2. La norma lingüística en el siglo XVIII y la defensa de la mejor tradición

2.1. El influjo de la situación social y cultural en la lengua

2.2. Las ideas de los eruditos a propósito de la inserción de las voces en la lengua y en los diccionarios

2.3. El triunfo de la defensa de la mejor tradición

2.4. La mirada hacia el pasado y la importancia concedida a las autoridades

2.5. La defensa de las autoridades por parte de los eruditos

Capítulo II

El tratamiento de los arcaísmos en los diccionarios

1. La labor lexicográfica de la Academia: del Diccionario de Autoridades a la 22ª edición del DRAE

1.1. El Diccionario de Autoridades de 1726, la segunda edición de 1770 y las primeras ediciones del Diccionario de la lengua castellana (de la 1ª a la 4ª edición)

1.2. La lexicografía académica a comienzos del siglo XIX: de la 5ª a la 9ª edición

1.3. La lexicografía académica ante la aparición de los primeros diccionarios no académicos del siglo XIX: de la 10ª a la 12ª edición

1.4. La necesidad de marcar los términos con el apoyo en la literatura clásica y su aplicación en la 12ª edición

1.5. El camino hacia la última edición del DRAE: de la 13ª a la 22ª edición

1.6. Algunas críticas al diccionario académico

1.7. El apoyo en la información del diccionario histórico de la Academia para marcar diacrónicamente las voces

2. Los arcaísmos en diccionarios no académicos de los siglos XVIII y XIX

2.1. El Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes de Esteban de Terreros

2.2. El Diccionario nacional de Ramón Joaquín Domínguez

2.3. El Diccionario de la lengua castellana de E. Marty Caballero

2.4. El Diccionario enciclopédico de la lengua española ordenado por N. Fernández Cuesta

2.5. Los diccionarios etimológicos de Roque Barcia y de E. Echegaray

2.6. El Novísimo diccionario enciclopédico de Donadíu y Buignau

2.7. El Primer diccionario ilustrado de la lengua española de Luis de Bustamante y José del Villar

2.8. El Diccionario popular universal de Luis P. de Ramón

2.9. Conclusión del análisis de estos diccionarios

3. La situación de los arcaísmos en los diccionarios elaborados a lo largo del siglo XX

3.1. El Diccionario manual e ilustrado de la lengua española de la Real Academia Española y el DRAE

3.2. El Diccionario ideológico de la lengua española de Julio Casares y el DRAE

3.3. El Diccionario de uso del español de María Moliner y el DRAE

3.4. Las ediciones del Diccionario general ilustrado de la lengua española y el DRAE

3.5. El Diccionario Planeta de la lengua española usual, el Diccionario de uso, Gran diccionario de la lengua española (SGEL) y el Diccionario esencial Santillana de la lengua española y su relación con el DRAE

3.6. La situación de los arcaísmos en los diccionarios selectivos y su relación con el DRAE: a propósito de los diccionarios escolares Diccionario intermedio de la lengua española (editorial Sm) y Diccionario Anaya de la lengua

3.7. Conclusión del análisis de estos diccionarios

Capítulo III

Las marcas diacrónicas en los diccionarios: descripción y discusión

1. La descripción de las marcas diacrónicas utilizadas en el Diccionario de Autoridades

2. El contorno lexicográfico y los recursos metalingüísticos

2.1. La marcación de la información sintáctica y semántica

2.2. La información de uso a través de las fórmulas metalingüísticas

2.2.1. Voces y acepciones con aplicóse, se aplicó

2.2.2. Voces y acepciones con aplicábase, se aplicaba

2.2.3. Voces y acepciones con decíase

2.2.4. Voces y acepciones con díjose, llamóse y se daba este nombre...

2.3. Lo que se desprende del uso de estas fórmulas metalingüísticas

3. Las diferencias entre las explicaciones diacrónicas en el interior de la definición y las marcas diacrónicas

4. Las marcas diacrónicas en las ediciones del DRAE

4.1. El valor de las marcas en el curso de las ediciones: a propósito de ant. y p. us.

4.2. El valor de las marcas diacrónicas en la 22ª edición: ant., desus. y p. us.

4.3. Las conexiones entre las marcas desus. y p. us.

4.4. Conclusión: crítica a las marcas y al apego a los textos

5. El problema en el uso de las marcas arcaico, anticuado, desusado y antiguo

5.1. El uso de etiquetas o marcas diacrónicas: ¿escasez o abundancia?

5.2. El análisis filológico y lexicográfico de las marcas

5.3. De nuevo sobre las marcas antigua y anticuada usadas en el Diccionario de Autoridades a propósito de los rasgos caracterizadores del arcaísmo

6. Algunas propuestas formuladas fuera de la Real Academia Española para el uso de otras marcas diacrónicas

6.1. Don Gregorio Mayans

6.2. Algunos lingüistas del siglo XX

6.3. Conclusión de estas propuestas

Capítulo IV

La variación léxica y la lingüística

1. La aplicación de la lingüística en la labor lexicográfica

1.1. El arcaísmo desde una perspectiva lexicográfica

1.2. El apoyo de la lingüística teórica, histórica y descriptiva

1.3. La información del uso de las voces

1.4. El arcaísmo, resultado de la variación

1.5. Variación y sistemas lingüísticos

2. Los tipos de arcaísmo en una consideración no lexicográfica

2.1. El arcaísmo como recurso literario

2.1.1. El arcaísmo entre la norma conservadora y la norma avanzada

2.1.2. Arcaísmos literarios frente a neologismos, dentro de una norma determinada

2.1.3. La importancia de la fabla antigua para la consideración del arcaísmo

2.2. El léxico pasivo

2.3. Los usos del pasado y la realidad antigua

2.3.1. Del pasado al presente: el recurso para recuperar voces

2.3.2. El abandono de la marca diacrónica

2.3.3. El cambio en la definición del tiempo verbal pasado al tiempo presente

2.3.4. Realidad y signos arcaicos

2.3.5. En busca de una tipología de arcaísmos en el diccionario

Capítulo V

Hacia una teoría de la marcación léxica

1. Presupuestos teóricos para la distinción entre lo marcado y lo no marcado

1.1. La distinción entre variantes e invariantes

1.2. El campo léxico y las relaciones en el paradigma

1.2.1. Los componentes del significado: denotación y connotación

1.2.2. Las relaciones de sinonimia y las condiciones de significado, las estilísticas y las contextuales

1.2.3. La marca en la familia léxica

1.3. Las relaciones sintagmáticas

1.3.1. Solidaridades y restricciones léxicas

1.3.2. Las preferencias contextuales sintagmáticas: frases hechas, clichés, refranes, etc.

2. Teoría de la marcación léxica

2.1. El eje histórico: ¿un eje más?

2.2. Los sentidos de lo anticuado

2.2.1. Voces y acepciones con marca diacrónica y diastrática

2.2.2. Voces y acepciones con marca diacrónica y diatópica

2.2.3. Voces y acepciones con marca diacrónica y diafásica

2.2.3.1. Variación gráfica y fonética

2.2.3.2. Variación morfológica

2.2.3.3. Variación léxica

2.2.4. Las voces no marcadas que remiten a otra voz

Conclusiones

Bibliografía

1. Diccionarios y repertorios léxicos

2. Estudios y monografías

INTRODUCCIÓN

Uno de los aspectos más importantes de la lexicografía y que más interés ha despertado a lo largo de la historia de la disciplina, es el referente a la definición, como lo demuestra la bibliografía que ha aparecido sobre esta cuestión1. Esta situación no ha de sorprender cuando se comprueba que, ciertamente, el usuario se acerca a un diccionario, en la mayoría de los casos, con la única intención de saber qué significa una palabra o cuál es el sentido exacto con que ha de usarla2. Con esto se entiende que ofrecer esta información se considere uno de los aspectos fundamentales que se llevan a cabo en la elaboración de los diccionarios, lo que se compadece bien con las tareas que se supone son las propias de quienes de una forma u otra se ocupan de la lexicografía3.

Sin embargo, también es cierto que la definición es sólo una parte de lo que puede ofrecer un diccionario y ni siquiera la más importante, pues, junto al sentido estricto de un vocablo, existe otro tipo de informaciones, como son la etimológica, la gramatical o la del nivel de uso o registro al que pertenece un término, que si bien se sitúan en otro lugar de la entrada lexicográfica, no por ello su importancia e interés son menores4: precisamente porque esta última información, así como aquellas que aparecen complementarias al final de la definición, permiten saber en qué situación contextual debe utilizarse una voz. Pero el deseo –y no diremos la necesidad–de conocer estas informaciones y, sobre todo, si una voz determinada tiene un uso reducido o no, son cuestiones que hasta una fecha relativamente reciente no han despertado mucho interés entre los usuarios, a menos que se trate de un hablante de lengua extranjera. Por eso, en lo que se refiere a este tipo de informaciones, la lexicografía teórica o metalexicografía, en general, y la lexicografía práctica, en particular, han de cuidar de una manera especial que los diccionarios no sólo recojan esta información de uso, sino que la traten con el mismo interés y con el mismo cuidado con que se aborda la definición, procurando dar una información detallada y exhaustiva, ya que de poco sirve conocer cuál es el significado de un vocablo si no sabemos cuándo y cómo hay que utilizarlo.

Todo esto remite a un problema largamente debatido sobre la función que ha de cumplir el diccionario: si ha de servir para codificar o para descodificar un texto – término que se utiliza aquí en un sentido muy amplio5–. La respuesta, como se podrá adivinar, es que el diccionario debe cumplir ambas funciones, aunque la realidad de los hechos muestra que las cosas no ocurren normalmente así: los que suelen utilizar el diccionario para codificar un texto son, principalmente, los hablantes extranjeros; en cambio, tratándose de la lengua materna, los hablantes recurren al diccionario en casos muy concretos y siempre contando con un conocimiento de la realidad en la que el uso lingüístico suple aquellas carencias o lagunas que pueda presentar el diccionario. En todo esto el orden alfabético desempeña un papel fundamental porque facilita el uso del diccionario para descodificar más que para codificar, exigiendo simplemente que se sepa qué palabra hay que buscar, lo que hace que el usuario no se tope en muchos casos con palabras apenas conocidas y de las que se necesitaría mucha más información que la que suele ofrecer un diccionario como el académico. Piénsese, por ejemplo, en la voz doncella, que en su primera acepción está definida en la 22ª ed. del DRAE como ‘mujer que no ha conocido varón’, lo que es criticable porque esta primera acepción no responde, por un lado, al sentido más usual con que suele utilizarse dicho vocablo y, por otro, porque no parece que fuera la mejor opción si tuviésemos que llegar a esta palabra a través del concepto expresado por ella.

Ejemplos como éste ponen de manifiesto que la situación se complique más cuando el interés está en el contexto en que aparecen las palabras o en el registro en que pueden emplearse. Hay, por tanto, que contar con una información preciosa en el diccionario – no solamente la relativa a la definición–, como es la que tiene que ver con la distinta valoración que los hablantes dan al uso de las palabras, a la situación en la que éstas deben usarse e incluso, al valor con el que se utilizan. Se trata, entonces, de una información que, si no está o no es lo suficientemente explícita, debería revisarse en aquellos casos en que fuera necesario.

Con el fin de explicar esta situación, hay que señalar que la falta de algunas de estas informaciones en el diccionario puede que esté en que el objetivo que se había marcado la lingüística estructural de dar cuenta de la lengua frente al habla, llevaba a buscar lo que en una lengua existe de uniforme y regular. El habla, la variación, había sido dejada por fuera, sin que se entendiera el interés que pudiera tener su estudio hasta la aparición de la sociolingüística en los años sesenta del siglo pasado. Pero la lexicografía, por su propia naturaleza, se ha encontrado a caballo entre lo que es lengua y lo que es habla: los diccionarios, que tratan de dar con los hechos generales que se atribuyen al sistema, bajan al ruedo de lo particular, de lo concreto; y por ello, junto a las regularidades propias del sistema informan de lo irregular, buscando, siempre que sea posible, su razón de ser. Son las irregularidades a que se dirige la sociolingüística, que trata de explicarlas como consecuencia de la inserción de lo social en la lengua. La variación lingüística, de la que se ocupan disciplinas como la dialectología, la sociolingüística o, incluso, la estilística y la pragmática, aparece recogida en el diccionario, pero sin más método que el puramente intuitivo con el que han contado los lexicógrafos hasta fechas muy recientes para realizar su trabajo.

Ante esta situación y ante la necesidad de recoger en el diccionario la variedad lingüística de una manera objetiva y fiable, se ha optado por la “norma”, considerada como lo que es ‘normal’ –fruto de la descripción del uso– y como lo que es ‘normativo’ –es decir, correcto o prescriptivo–. Sobre su importancia ha llamado la atención, entre otros, D. Copceag (1972:1) al afirmar que

«en la realidad lingüística concreta, al lado de los fenómenos comunes aislados ‘normales’ hay siempre ciertos hechos aislados periféricos, de carácter ‘anormal’. Aunque insignificantes a primera vista, tales hechos no están exentos de importancia, puesto que en nuestra práctica cotidiana tropezamos a menudo con ellos y, además, porque en algunos de ellos residen, larvadamente, las futuras modificaciones de la lengua».

Esto le ha llevado a distinguir la “norma” de la “paranorma”, entendiendo por tal todas las desviaciones de la norma. Por este motivo, el diccionario no sólo ha de recoger la norma, sino que también ha de prestar atención a las desviaciones de esa norma; y por eso ha recogido lo general y lo particular, la norma y sus variaciones, con lo que ha sido necesario marcarlo adecuadamente. Dentro de esas desviaciones se encuentran los términos que se sitúan en el eje diacrónico –las voces arcaicas, desusadas, anticuadas, e incluso, neológicas–, de cuyo tratamiento en el diccionario académico versa este estudio.

El léxico del pasado ha sido poco estudiado en comparación con la atención que han recibido otras parcelas del léxico, como, por ejemplo, los dialectalismos o los tecnicismos: a propósito de los dialectalismos, hoy contamos con la monografía de J. L. Aliaga Jiménez (2000) sobre el tratamiento que ha recibido el léxico aragonés en las ediciones del DRAE. El léxico arcaico ha sido tratado de refilón y muy de pasada en trabajos como el de F. Lázaro Carreter (1973), que se fija en los verbos en pasado en la definición; el de M. Seco (1988), en el que plantea la dificultad para caracterizar los términos anticuados de los diccionarios generales; el de J. A. Pascual y M. C. Olaguíbel (1991), que atribuye a la ideología conservadora de la Academia el mantenimiento de los arcaísmos en su diccionario; así como en los trabajos de L. del Barrio Estévez y S. Torner Castells (1995-1996) y E. Jiménez Ríos (1998a) sobre el valor que tienen las marcas diacrónicas en el diccionario académico. A su lado existen también varios trabajos publicados desde mediados del siglo XVIII y a lo largo de todo el siglo XIX, orientados a mostrar los riesgos que suponía introducir novedades en los diccionarios y en la lengua. Pero más que los estudios sobre los diccionarios han sido los propios diccionarios –y de un modo particular las ediciones del académico– los que han servido de archivos del pasado por su propensión a la conservación de las voces antiguas, mientras que las obras filológicas trataban únicamente sobre las condiciones de etimología y uso que debían concurrir en una voz para su inserción en el diccionario, como se exponía en el discurso de J. Carvajal (1892). Esta actitud la adoptaron también otros muchos estudiosos, ocupados en el allegamiento de datos de todo tipo para aportar arcaísmos al diccionario, como reflejan, por ejemplo, las colecciones lexicográficas de E. Marty Caballero (1870), G. Vergara Martín (1925), J. A. Vila (1921), F. Rodríguez Marín (1922), E. Rodríguez Herrera (1949) y, más recientemente, C. Ortiz Bordallo (1988).

Esta sorprendente atención por el pasado, que tiene como raíz el propio trabajo académico, iniciado con el Diccionario de Autoridades, llevaba como contrapartida una repulsa por lo nuevo, lo que originó la aparición de numerosos trabajos filológicos orientados a exhumar los arcaísmos de una determinada época, en particular, de los textos de la Edad Media y de los Siglos de Oro. Pero estas obras no aparecieron en forma de diccionarios, sino como vocabularios o glosarios añadidos a las ediciones de los textos, materiales que constituían la mejor cantera de donde extraer los términos antiguos que podían terminar recalando en los diccionarios en forma de arcaísmos6. Como se podrá adivinar todas estas recopilaciones de arcaísmos tenían ciertamente una motivación filológica, pero, sobre todo, una utilidad lexicográfica; es un modo de proceder que se ha extendido prácticamente hasta nuestros días y que se ha plasmado en el mantenimiento de numerosos arcaísmos en los diccionarios, aunque de ello no se haya derivado la elaboración de obras lexicográficas específicas sobre arcaísmos, a pesar de que en los Estatutos de 1859 la Academia tenía dentro de su programa de acción la confección de un diccionario de arcaísmos, según expone D. Fries (1989:70)7.

A partir de la segunda mitad del siglo XIX, una vez que empiezan a aparecer escritos a favor y en contra de la actividad lexicográfica desarrollada por la Real Academia Española, referente a la confección de su diccionario usual, el acopio, ordenación e interpretación de los datos léxicos extraídos de los textos, conducentes a la inclusión en el diccionario de voces nuevas y la exclusión de otras ya caducas, es comentado por intelectuales como A. Bello (1845), F. Antolín y Sáez (1867), A. Ferrer del Río (1870), L. Galindo (1875), M. Atrián y Salas, (1887) y J. Carvajal (1892). Pero estos trabajos informan menos que la propia labor académica reflejada en las veintidós ediciones de su diccionario –a las que hay que unir el Diccionario de Autoridades–, llevada a cabo en un período de tiempo de más de dos siglos en los que se pueden observar las transformaciones que han experimentado las definiciones, la fusión de acepciones que se produce en algunos términos y, lo que resulta de más interés para este trabajo: la adopción, eliminación o cambio de marcas que han sufrido algunas voces con el transcurso del tiempo8.

En realidad, el tratamiento que debe darse a los arcaísmos en el diccionario no puede limitarse a extraer unos y mantener otros; o a marcarlos o no. El problema que presentan las marcas tampoco puede dejarse de lado, pues en estos dos siglos y pico de andadura lexicográfica, las marcas han sido muchas y muy variadas, lo que ha supuesto una gran diferencia con respecto a otros diccionarios no académicos. Esta difícil situación está justificada en gran medida por la gran cantidad de datos con los que debemos contar y de los que debemos disponer para dotar a una palabra de una marca determinada, lo que tiene además una consecuencia evidente: utilizar una marca para caracterizar un término supone reducir excesivamente la realidad del uso; precisamente porque en un diccionario de uso las palabras que aparecen no deberían ser sólo las usuales, sino que también habría que dar cabida a otra serie de palabras cuya falta de empleo por parte de los hablantes de una lengua no supone su inexistencia, como ocurre, por ejemplo, con el léxico pasivo, asunto sobre el que ha llamado la atención J. A. Pascual (1997).

De todo esto se desprende que la importancia y, sobre todo, la necesidad de proporcionar determinadas marcas a los vocablos, no está motivada sólo por economía o por simple recuperación del léxico del pasado, como se consideró en el último cuarto del siglo XIX con vistas a la elaboración de los repertorios lexicográficos, sino, sobre todo, por la necesidad de que los diccionarios den cuenta de la situación de las palabras en el eje diacrónico con precisión; tales precisiones han de explicar el comportamiento de los hablantes de una lengua:

Así, ante voces como almorzar o retrete, tenemos que saber si de verdad ninguna de las dos es de uso general en el español peninsular y si al tiempo que la primera está adquiriendo un valor formal y de prestigio, la segunda está convirtiéndose en voz vulgar; las cosas son más complicadas aún en casos como el de siniestra, cuyo significado de ‘izquierda’, siendo desusado, se conserva fosilizado en la locución a diestro y a siniestro, como ha advertido G. Haensch (1982a:161).

Si no se marcan por su arcaísmo, a la par que por su empleo en un registro formal y literario –pues es de este ámbito de donde se han extraído–, voces como fenestra9, rigorosamente10, espaldera o espaldar ‘respaldo’11, un usuario del diccionario podría llegar a emplear fenestra en cualquier registro lingüístico y en cualquier situación, lo que resultaría tan absurdo como si se animara a dar una clase disfrazado de mosquetero o con el traje de doctor12. Esto explica que el problema de la marcación diacrónica de los diccionarios no termina en lo diacrónico, sino que llega a lo pragmático.

Es necesario, por ello, contar con unas ideas claras que sirvan para romper con el uso académico en el que no existen criterios suficientemente explícitos ni comprensibles para la reducción de las voces arcaicas del diccionario: con el mismo criterio que se introducen unas voces, otras se eliminan. Ciertamente no siempre resulta hacedero encontrar explicaciones concretas para contradicciones como éstas, por lo que intentaremos dar con las soluciones cuando se pueda y cuando no, mostraremos al menos los problemas con los que hay que contar para llegar a unas propuestas razonables en este campo.

Por eso, ante la situación que presentan hoy los arcaísmos en los diccionarios, parece adecuado comenzar reconstruyendo los hechos: por qué, cuándo y cómo se introduce este tipo de voces en el DRAE. Para intentar dar respuesta a estos interrogantes trataremos de mostrar en el capítulo primero el origen de la actual situación de los arcaísmos en el diccionario académico, para lo que serán analizados los criterios que han regido su elaboración desde el siglo XVIII hasta la actualidad: factores que atienden al deseo de elaborar un diccionario copioso, con términos, por un lado, avalados por el uso de los buenos escritores y, por otro, que responden al uso normal de la lengua, presiden ese tira y afloja que se percibe a lo largo de las ediciones en lo relacionado con la admisión o extracción de las voces en el diccionario. En el capítulo segundo, se expondrá cuál ha sido el tratamiento que han recibido los arcaísmos en el diccionario académico a lo largo de sus ediciones, así como lo acontecido con este tipo de voces en un grupo de diccionarios no académicos de los siglos XVIII, XIX y XX. En el capítulo tercero, serán analizadas las distintas marcas temporales que se han utilizado en el diccionario, sus ventajas e inconvenientes, así como las propuestas que se han ofrecido desde fuera de la institución académica con la pretensión de conseguir coherencia en un terreno como éste. El capítulo cuarto trata de las posibilidades que brinda la lingüística en el tratamiento que podemos dar al léxico arcaico y de las perspectivas desde las que se debe analizar. Y, por último, en el quinto, se hacen algunas reflexiones que se derivan del hecho de que la lexicografía sea una disciplina a caballo entre la teoría y la práctica: la semántica, la dialectología, la sociolingüística e, incluso, la pragmática son ramas de la lingüística con las que hay que contar para confeccionar un diccionario. La marcas que deben llevar los lemas y las acepciones, han de derivarse de una teoría sobre la marcación en la que más que ofrecer una lista de etiquetas se dé cuenta de cuáles son los hechos que hay que señalar, huyendo de los criterios reduccionistas que han adoptado muchos diccionarios hasta la fecha. Para todo ello, y ante la labor titánica de extracción de todos los arcaísmos de todas las ediciones del diccionario académico, nos serviremos de algunos ejemplos, precisamente para eso, para ejemplificar, más que para cuantificar, hechos concretos y tendencias que se perciben en la historia del diccionario13.

Estos dos largos siglos y pico de tratamiento del léxico que median entre el Diccionario de Autoridades y la 22ª edición del diccionario académico, han complicado tanto las cosas en este equilibrio que debe darse entre la búsqueda de los arcaísmos en el pasado y la consideración del uso en el presente, que quizá la tarea que se pretende resulte exagerada para nuestras fuerzas; tenemos la esperanza de que nuestro trabajo sirva al menos para mostrar la gravedad del problema14.

* * *

No queremos terminar esta introducción sin reconocer la deuda contraída con el Dr. José Antonio Pascual durante la preparación de esta obra, primero como tesis doctoral, y ahora como libro, sustancialmente reformado y revisado, pues son muchos los cambios introducidos. Para ello hemos tenido siempre presentes las observaciones hechas por los miembros del tribunal que en su día la juzgó: los doctores Juan Gutiérrez Cuadrado, Manuel Alvar Ezquerra, Ignacio Ahumana Lara, Emilia Anglada Arboix y Nieves Sánchez González de Herrero, si bien los errores que puedan subsistir son, obviamente, de mi responsabilidad.

CAPÍTULO I

LOS CRITERIOS PARA INSERTAR Y MANTENER LOS ARCAÍSMOS EN LOS DICCIONARIOS

1. Razones que explican la presencia de los arcaísmos en los diccionarios

1.1. La unión del pasado y del presente

La retórica universitaria, según la cual la universidad no debe renunciar a su pasado, deja de ser retórica cuando se aplica a las lenguas. Éstas sí que no pueden renunciar a su tradición, pues, al mantenerse la mayor parte de su pasado en el presente, los usos actuales encuentran en gran medida su explicación en la historia, razón por la que en el proceso de selección de entradas para la confección de un diccionario hay que partir de la lengua actual, pero teniendo presente la lengua del pasado; su finalidad es, como afirma G. Haensch (1982a:424),

«[...] didáctica o cultural, pues estas voces responden a la época clásica de la literatura (en España, el Siglo de Oro), cuyo uso se limita hoy a textos literarios de autores nutridos de cultura humanística».

E incluso hay que mirar hacia los arcaísmos, pues como ya afirmó el latinista colombiano M. A. Caro (reimpr. 1980:702),

«[...] mientras no haya un Diccionario de arcaísmos es indispensable que en el General comparezcan todas las voces del idioma traídas desde sus monumentos más remotos».

Esta unión inevitable entre el pasado y el presente explica la presencia de los arcaísmos en los diccionarios, hecho aún más evidente en el caso concreto de la Academia, a causa de la idea que mantiene la Corporación de la intemporalidad del léxico de las lenguas, como si éstas constaran de unidades cuya disponibilidad, una vez puestas en circulación, equivaliera a su existencia. Hoy, somos deudores de la lexicografía dieciochesca que tuvo una cuidadosa consideración por lo histórico; y en ello el historicismo inaugurado en el siglo XIX no ha hecho sino confirmar esta cualidad histórica de la lengua que le concedió la lexicografía, pues todo lo que estaba relacionado con aquélla debía ser analizado desde una perspectiva histórica, como ha señalado también G. Haensch (1982a:161):

«[...] como la orientación de la lingüística fue, hasta la mitad de nuestro siglo, predominantemente histórica, el elemento diacrónico ha desempeñado un papel importante en la confección de los diccionarios hasta nuestros días. Prácticamente, casi no hay sincronía sin diacronía. Al registrar en un diccionario general neologismos, junto a arcaísmos y palabras obsolescentes (que están cayendo en desuso) o extranjerismos (resultados de un proceso de transferencia, que es diacrónico), ya no se puede decir que dicho diccionario sea puramente sincrónico».

Y como la lengua es un sistema en el que está contenido el pasado, incluso una parte del que ha quedado relegado a lo que se entiende por arcaico, no existen diccionarios estrictamente sincrónicos, entre otros motivos porque siempre se ha considerado necesario describir un uso cambiante y, por tanto, reflejar así la variación y el cambio. Sin embargo, parece que esta idea todavía no se había cumplido adecuadamente en 1956, fecha en que R. Lapesa (1961:21; citamos por J. Fernández Sevilla 1974:48) expresaba el siguiente deseo:

«Quisiéramos que nuestro diccionario reflejase la variedad de las capas cambiantes del vocabulario español, en sus diversos momentos y en sus diversas zonas».

Aunque ya en 1945, R. Menéndez Pidal había puesto de manifiesto en el prólogo a la primera edición del Diccionario general ilustrado de la lengua española, de la editorial Vox-Biblograf, el ideal del diccionario que todos deseamos, como volvió a recoger G. Salvador (1988:370-371) años más tarde al comentar las ideas del maestro:

«[...] puesto que eran dos [diccionarios] los que él consideraba esenciales para una lengua, el diccionario selectivo, “compilación de voces autorizadas por el uso de los buenos escritores o por la mejor tradición de un pueblo”, el que él llama Tesoro, porque lo es, dice, porque es el “depósito donde se custodia el oro acuñado por el buen uso”, y junto a éste, el Diccionario total, inventario completo de la lengua, en el que todo cabe, lo antiguo y lo moderno, lo local y lo general, lo habitual y lo raro, lo correcto y lo incorrecto, todo lo que se haya usado, o se use por alguien, sea quien sea, en alguna ocasión, es decir, lo que entendemos por diccionario histórico».

Esta concepción de diccionario selectivo no difiere mucho de la idea que se tiene hoy acerca del DRAE, como se podrá comprobar a lo largo de estas páginas. Pero, por si todavía quedara alguna duda sobre esta consideración, el propio G. Salvador (1988:371) nos saca de ella al señalar que ambos proyectos son el

«[...] diseño perfecto de lo que deberían ser los diccionarios en los que se concentra el esfuerzo lexicográfico que se realiza en esta Casa».

Claro que no hay que pasar por alto que el miembro de la corporación se refiera a lo que deberían ser los diccionarios y no a lo que en realidad son:

«Hay personas que me preguntan [...] cómo no ha conseguido la Academia ajustar o al menos aproximar su Diccionario al ideal pidaliano, por qué no es oro todo lo que reluce en ese vasto caudal léxico que la obra atesora y por qué faltan, en cambio, voces suficientemente acreditadas que enriquecerían, sin desdoro, la necesaria selección. Suelo contestar que para seleccionar bien, hay que tenerlo todo a la vista y que, por tanto, el diccionario común, el selectivo, sólo podrá, si no llegar a ser perfecto, que no es adjetivo que cuadre a un diccionario, sí al menos proponerse su perfección, el día en que el diccionario total le ofrezca debidamente inventariadas todas las posibilidades de elección» (op. cit., pág. 371).

Con lo que se liga razonablemente la mejora del diccionario usual a la existencia previa de un diccionario histórico, todavía hoy en fase de elaboración. Y mientras llega ese diccionario histórico tan ansiado, el usual tiene que cumplir en cierto modo la función del histórico, motivo por el que tiene que recoger arcaísmos de todo tipo, pues

«[...] no puede prescindir tampoco el diccionario usual de voces desusadas, aunque resulte paradógico el enunciado. Podrán no usarse ya, pero están en los textos clásicos que nos hablan desde el pasado, que constituyen un horizonte indeclinable de lectura para cualquier persona culta» (op. cit., pág. 372).

De ahí que se haya convertido en una constante de la lexicografía la introducción de todo tipo de voces arcaicas en los diccionarios, por el mero hecho de que el lector necesita encontrar el significado de las voces con las que tropieza en sus lecturas, como ya había manifestado en el ámbito de la lexicografía francesa, J. Rey-Debove (1973:108), al señalar que

«[...] al lector actual le interesa encontrar en un diccionario de lengua el sentido de las palabras con que tropieza en sus lecturas, no sólo de escritores actuales, sino de otras generaciones».

Claro que este hecho no es el único responsable de que nuestros diccionarios dieran entrada a numerosos arcaísmos a lo largo de los siglos XVIII y XIX, y que se hayan mantenido todavía en el XX.

1.2. La aplicación de los criterios de cantidad y uso frente al aval literario

Hay un factor fundamental con el que es preciso contar para valorar en su justa medida la presencia de los arcaísmos en los diccionarios: se trata de la idea que se tenía en el siglo XVIII de que las lenguas eran tanto mejores cuanto mayor fuera el número de palabras que contuvieran sus diccionarios, lo que compartió plenamente la recién creada Academia española. Así lo demuestra en su acta fundacional que aparece reproducida en el prólogo de su primer diccionario en el apartado titulado “Del intento y motivo de la fundación de la Academia”. Ahí se lee que la Academia

«[...] tiene por conveniente dar principio desde luego por la formación de un Diccionario de la lengua, el más copioso que pudiere hacerse: en el qual se annotarán aquellas voces y phrases que están recibidas debidamente por el uso cortesano, y las que están antiquadas, como también las que fueren baxas, o bárbaras, observando en todo las reglas y preceptos que están puestos en la planta acordada por la Academia, impressa en el año de mil setecientos y trece» (Diccionario de Autoridades, tomo I, pág. XXIII).

Puede observarse, entonces, que la intención principal de la Corporación fue recoger todo tipo de voces. Y para esto, el léxico arcaico reunía la doble condición de dar entrada a palabras castizas, avaladas por la historia, a la vez que permitía ampliar por medio de ellas el número de los vocablos de la lengua. Sin embargo, no se produjo la inserción de todo tipo de arcaísmos, sino sólo de una parte de ellos: los que aparecían en un grupo determinado de obras y autores (al menos ésa es la idea que se desprende de los prólogos de las distintas ediciones de su diccionario, que la Academia irá publicando periódicamente; aunque luego la realidad va a ser otra, puesto que se recogieron arcaísmos de todo tipo).

Para recoger unos arcaísmos y rechazar otros se aplicaron unos criterios que permitieran filtrarlos; claro que esos criterios que guiaron la inserción y el mantenimiento, tanto de las voces arcaicas como de las usuales, en los comienzos de la lexicografía académica, no fueron los mismos que se utilizan hoy: antes se recurría a su condición de castizo –por su raigambre castellana–, a su empleo literario y a su pedigrí latino, y desde luego, a su carácter normativo; hoy la posibilidad que tiene una voz de aparecer en un diccionario reside en el hecho de ser de uso general, de ser normal: ése es el mayor prestigio que la sociedad puede conferir a un vocablo. Ya el propio Rufino José Cuervo asentaba su modelo lingüístico en tres pilares, cimentados –por este orden– en razones sociales, literarias, e histórico-eruditas, dando así prioridad a lo social frente a lo literario. Para él, el primer pilar residía en el prestigo social de las personas cultas; el segundo, en la autoridad de los buenos escritores; y el tercero, en el uso de Castilla, como cuna de la lengua, tal como recoge J. A. Porto Dapena (1980:38). Pero todavía hoy J. M. Klinkenberg (1982:56) señala como criterios de ‘buen uso’ (bon usage), entre otros, el estado de la lengua ideal de los siglos XVI y XVII y la situación de la lengua en una población geográfica y sociológicamente definida, como puede ser la Corte, la burguesía, los escribanos... A partir de Cuervo la literatura deja de ser el único filón para allegar las voces del diccionario, pues el argumento fundamental que debe tener la lexicografía para contar con ellas ha de ser el social, o sencillamente, el usual. Hoy los argumentos de los lexicógrafos estarían, para este tipo de hechos, también en el uso, como ha señalado G. Salvador (1989:206), al hacer hincapié en

«[...] todo lo que diga o haya dicho la gente, lo que tenga o haya tenido lingüísticamente un amplio consenso social».

De aquí se puede deducir que el uso está ligado fundamentalmente a lo social, a la práctica social, como apunta G. Petiot (1977:68); del mismo modo que la buena formación de un término lo estaba en el pasado a su origen latino y a su presencia en la literatura. De este modo, si la intención de que los diccionarios contaran con el mayor número de palabras, que tuvieran además el aval del uso, supuso la posibilidad de que el diccionario pudiera acoger cualquier elemento, los criterios aplicados para efectuar esa selección no dejaron de estar moderados por el filtro que imponía la literatura y por su presencia en un determinado tipo de textos. El objetivo del primer diccionario académico fue la elaboración de un repertorio copioso; si dicho trabajo no se guió únicamente por el criterio de uso, que hubiera favorecido la inserción de un mayor número de entradas, fue porque el aval definitivo fue el literario y tal modo de proceder fue recibido con el beneplácito de los hispanohablantes, quienes desde la aparición de los primeros repertorios lexicográficos han tomado las prescripciones académicas como conformes a la naturaleza de los hechos, salvo la enmienda a la totalidad que supuso la crítica de Don Gregorio Mayans1 a esta institución y que formuló contra la principal obra de la Academia –el Diccionario de Autoridades–, en los siguientes términos:

«La lengua española necesita como la que más de un diccionario crítico pues cada uno habla a su arbitrio. No se ha escrito ninguna gramática que pueda servir de norma para hablar, y no hay libros críticos que enseñen con cuidado el uso del idioma. Poquísimos han escrito con corrección. Así que apenas se guarda la costumbre de los hombres más eloquentes. Y para guardarla yo desearía mejores maestros que los académicos, los cuales dedicados acaso a asuntos graves, no anotan con cuidado suficiente las etimologías de las palabras, y siguen casi siempre las huellas de Covarrubias, que aunque mucho lo vio con agudeza no pudo verlo todo. Suelen además distinguir las locuciones propias de las impropias con escaso acierto. Yno raras veces acuden al testimonio de escritores vulgares, pues han puesto al comienzo de su obra casi trescientos como si fueran maestros del idioma. En especial las voces anticuadas y las que más se suelen desconocer cuando se tropieza el lector con ellas, las omiten en su mayor parte. Finalmente se ve que padecen de incapacidad de expresarse en lengua latina, pues raras veces corresponden las traducciones latinas a los vocablos españoles, y mucho menos las traducciones de los modismos. Y ¿quién podría creer que veinticuatro académicos en un plazo de diecisiete años han dado a la luz sólo tres letras? Un solo hombre haría otro tanto en un semestre».

Una crítica en la que –como puede verse– denunciaba el poco tratamiento y cuidado que se había dispensado a las autoridades, la adopción de escritores “vulgares” para autorizar los términos y la necesidad de recoger los arcaísmos con el fin de leer los textos antiguos.

Durante siglo y medio las personas cultas han visto en la Corporación regia la depositaria de las ideas más adecuadas para la confección de un diccionario de uso2. Hoy el prestigio de las Academias es inmenso, como muestra, por ejemplo, C. Hernández Alonso (1991:59) al recordar una encuesta realizada en Argentina a más de 2.000 hablantes, en la que al preguntar de dónde emanaba el modelo de la lengua culta del país, una gran mayoría respondió que de la Academia Argentina de la Lengua. Ciertamente, las Academias son las encargadas de ofrecer un modelo lingüístico como norma, lo que se deriva de la función que tienen de velar por la unidad del idioma.

2. La norma lingüística en el siglo XVIII y la defensa de la mejor tradición

2.1. El influjo de la situación social y cultural en la lengua

Esa consideración de las Academias como garantes del buen uso lingüístico y como instituciones encargadas de velar por la unidad e integridad del idioma surge en los comienzos del siglo XVIII. En los albores del siglo de las Luces fue la defensa de la mejor tradición y, posteriormente, el deseo de frenar las innovaciones que venían de fuera, lo que hizo que la Academia española mostrara un gran interés por recoger el léxico del pasado y manifestara su deseo de confeccionar un diccionario abundante en número de entradas; un diccionario en el que

«[...] se viesse la grandeza y poder de la Lengua, la hermosura y fecundidad de sus voces, y que ninguna otra la excede en elegancia, phrases y pureza [...] pues entre las Lenguas vivas, es la Española, sin la menor duda, una de las más compendiosas y expressivas, como se reconoce en los Poetas Cómicos y Lyricos, a cuya viveza no ha podido llegar Nación alguna; y en lo elegante y pura es una de las más primorosas de Europa» (Diccionario de Autoridades, tomo I, pág. I).

Para conseguirlo, el único camino posible era el apoyo en la literatura anterior, lo que suponía la consideración de las voces en el uso que de ellas hubieran hecho los buenos escritores. Esa defensa de la mejor tradición se dio de una manera paralela y directamente proporcional al rechazo de toda innovación, a pesar de que en una lengua, como en cualquier otra manifestación social o cultural, conviven en un mismo momento elementos que están a punto de desaparecer, junto a otros que acaban de adquirir carta de naturaleza; por eso, podría llamar la atención que se quisiera controlar, e incluso frenar, ese proceso de evolución que es connatural en las lenguas, actitud que en el campo de la lexicografía, se refleja fundamentalmente en el tratamiento dado a los arcaísmos y a los neologismos.

Como ya ha explicado F. Lázaro Carreter (1949, 2ª ed. 1985), a comienzos del siglo XVIII España trató de salir del aislamiento intelectual en que se encontraba con respecto al resto de Europa desde finales del siglo XVI. Ese cambio afectó de lleno al idioma, ya que éste tuvo que hacer frente a necesidades que España no había sentido con anterioridad, lo que favoreció la introducción de numerosos préstamos. F. Lázaro Carreter (1949, 2ª ed. 1985:209-210) lo explica del siguiente modo:

«[...] la ciencia y la nueva filosofía son creaciones de los últimos lustros, y su lenguaje es producto de necesidades que España no ha sentido, hay que empezar. En los finales del siglo, nuestro más consciente filólogo, Antonio de Capmany, afronta la empresa de dotar a España del lenguaje científico que precisa»3.

Esta necesidad de contar con un léxico científico y técnico se debe al hecho de que en este siglo se produjo una intensa labor de erudición y crítica; y el desarrollo experimentado por la sociedad española supuso la acuñación y la adopción de nuevos términos para atender a las necesidades lingüísticas que imponía el progreso. A lo largo de esa centuria, e incluso de la siguiente, la sociedad española se vio afectada por los mismos factores de cambio que habían operado con anterioridad en otros países. Y por eso, a pesar del deseo de frenar cualquier proceso de evolución, el cambio se dio y afectó al léxico, lo que tuvo como consecuencia la creación de numerosos neologismos científicos que el Diccionario de Autoridades recogió –además de otro tipo de neologismos como se señala en E. Jiménez Ríos (2000)–, aunque se había proyectado la confección independiente de un vocabulario específico científico y técnico.

Junto a estas voces nuevas, se produjo la injerencia de préstamos, sobre todo, de origen francés, pertenecientes a todos los ámbitos del conocimiento. Este fenómeno de introducción de galicismos se fue reflejando paulatinamente en los repertorios lexicográficos más importantes del siglo XVIII, lo que muestra que, en realidad, el sector oficial, encabezado por la recién creada Academia española, no rechazó las innovaciones lingüísticas, como se observa en el propio Diccionario de Autoridades, en contra de la imagen que quiso dar de defender a ultranza lo tradicional, si bien es verdad que en esa fecha la inserción de galicismos en español no se encontraba todavía en su esplendor, ni era motivo de preocupación, como se indica en E. Jiménez Ríos (1998b). Pero esa actitud de rechazo de todo tipo de neologismos llevó a la institución académica a considerar la evolución de la lengua y su resultado, el cambio, como los motores de su destrucción; de tal manera que surgieron dos posturas encontradas que dieron lugar a una controversia entre la innovación, por un lado, y la recuperación de lo clásico, por otro; o dicho de otro modo, entre una actitud favorecedora de los neologismos y otra conservadora, favorecedora del mantenimiento de la tradición, factores que constituyen uno de los aspectos más relevantes de la lengua del siglo XVIII español y que determinaron el modo de hacer lexicografía.

2.2. Las ideas de los eruditos a propósito de la inserción de las voces en la lengua y en los diccionarios

Desde comienzos de siglo, los escritores de la época intervinieron decididamente en los asuntos relacionados con la lengua, en aspectos tales como la ortografía, la prosodia, la gramática y el léxico. Uno de ellos, que precisamente se ocupó del léxico, fue Luis de Salazar y Castro –cuyo influjo en el curso de la lengua española del siglo XVIII ha sido analizado detalladamente por F. González Ollé (1992)–. Salazar protagoniza la primera crítica a la incipiente Academia; cuando, en realidad, lo que sucede es que se da la coincidencia de que los escritores criticados por él eran académicos. El primero contra quien arremete Salazar es Don Gabriel Álvarez de Toledo, redactor de los Estatutos de la Academia y uno de sus primeros miembros. Álvarez de Toledo publicó en 1713 un infolio titulado Historia de la Iglesia y del Mundo que contiene los sucesos desde la Creación hasta el Diluvio, obra en la que, según uno de sus censores, Juan de Ferreras –académico a la sazón–,

«[...] la disposición es naturalísima; las notas un lleno de erudición; pero el estilo es tan hermoso, suave y terso, que arrastra suavemente la atención»4.

Contra el propio Ferreras también arremete Salazar, pues la Historia es reflejo del barroquismo decadente; en dicha obra se leen frases como se encamina este arroyuelo para crecer advertido y no secarse delincuente; se recoge el espíritu admirado para renovarse fervoroso... En ese mismo año en que apareció publicada la Historia, Salazar sacó a la luz una obra, anónima, titulada Carta del Maestro de Niños a Don Gabriel Álvarez de Toledo (publicada en Zaragoza en 1713). F. González Ollé (1992:170) considera la Carta

«[...] una violenta diatriba contra la Historiamentecato, pigmeo