Cubierta

Contra la nueva educación

Alberto Royo

Prólogo de Antonio Muñoz Molina

Plataforma Editorial

A mi mujer, Alicia, musa e inspiración en todo.

A mis hijos, Juan y Amaia, en quienes pienso cuando aspiro a una sociedad mejor.

Índice

  1.  
    1. Prólogo. Entre el lamento y la carcajada, de Antonio Muñoz Molina
    2. Introducción
  2.  
    1. 1. El comienzo del declive
      1. La burbuja new age
      2. Educar en (qué) valores
      3. Medicando el fracaso
    2. 2. Plasmodium falciparum El totalitarismo innovador. Tecnología y creatividad
      1. El rey Thamus y la rehabilitación de la memoria
      2. El espíritu fáustico y la innovación tecnológica
      3. Como lágrimas en la lluvia. La caducidad de los saberes
      4. ¿Innovación, creatividad o bufonada? Ken Robinson y Ferran Adrià
      5. El innovador. Un microparásito
      6. Acerca de la creatividad
    3. 3. Trichinella spiralis Plurilingüismo
      1. Erasmo de Rotterdam y el plurilingüismo
      2. El fetichismo plurilingüe
    4. 4. Taenia solium La tiranía de las emociones
      1. Coaching, competitividad y frivolización del conocimiento
      2. Más sobre coaching educativo
      3. Educación responsable. El compromiso social de la Fundación Botín
      4. La escuela del corazón o La invasión de los ladrones de cuerpos
      5. Empatiza como puedas. Las nuevas formas de ejercer y legitimar el poder
      6. Sobrevaloración de la felicidad
      7. ¿Por qué nos quieren ignorantes?
      8. ¿Acaso es blanca, María, la pedagogía? Llega la rEDUvolution
      9. Pasión de pedagogos o el amor por el conocimiento
      10. ¿Saber para emocionarse o emocionarse para saber?
    5. 5. Echinococcus multilocularis La empleabilidad
      1. Educación financiera. Viva el mal, viva el capital
      2. La cultura emprendedora o el profesor devaluado
      3. Esculpiendo el vacío o «cariño, he emprendido a los niños»
    6. 6. Rhipicephalus sanguineus El charlatán
      1. «A la violeta». La perspicacia de Cadalso
      2. De Punset a sir Ken
      3. Paulo Coelho o la negación del trayecto del mito al logos
      4. El «caso Barajas», Mr. Prensky y la clase magistral
    7. 7. Análisis de la pedagogía
      1. Pedagogía y moda
        1. A. La tertulia dialógica
        2. B. Flipped Learning. Flipo como Flipper
        3. C. Polygon system. «Para los alumnos del siglo XXI»
      2. Acuerdos y desacuerdos
      3. ¡Alcalde, todos somos contingentes, pero tú eres necesario!
      4. Rafael Nadal y la dogmatofagia barojiana
    8. 8. Un alegato a favor de los servicios públicos
    9. EPÍLOGOS
    10. 1. Replicantes
    11. 2. El infierno educativo
    12. 3. De la disidencia al escepticismo esperanzado
  3.  
    1. Agradecimientos

Prólogo Entre el lamento y la carcajada

Para comprender el estado de la enseñanza en España, y después de haber leído este libro de Alberto Royo, solo se me ocurre una comparación, que puede ser ilustrativa y también pavorosa: imaginemos que nuestro sistema de salud hubiera caído en manos de brujos, gurús, homeópatas, sanadores, astrólogos y estafadores. Imaginemos que estos individuos ocuparan todos los puestos directivos, dictaran las políticas sanitarias, los programas de estudio de los médicos y el personal sanitario, la mayoría de los cuales, a pesar de todo, intentarían seguir haciendo su trabajo. La comparación se detiene en un punto: si una caterva así se hubiera adueñado de la sanidad de un país, la catástrofe habría sido tan inmediata y tan devastadora, y el clamor público tan escandaloso, que se habrían tomado medidas correctoras inmediatas, entre ellas, sin la menor duda, el desenmascaramiento, el escarnio y la expulsión de los charlatanes.

Ha ocurrido algo semejante en la educación española, pero el escándalo sigue sin estallar. Año tras año las evidencias cercanas que percibe cada uno y los informes internacionales atestiguan el mal estado de la educación en España, pero, extrañamente, esa constatación no despierta alarmas, ni parece preocupar ni movilizar a nadie. Y, lo que es más asombroso, los mismos pseudoexpertos, charlatanes, brujos, gurús, sanadores, astrólogos, etcétera, que han desbaratado nuestro sistema educativo y nos han hecho perder una ocasión histórica de corregir nuestro atraso, los mismos estafadores siguen impartiendo sus doctrinas, elaborando sus programas, inspirando planes educativos cada vez menos duraderos y más dañinos en su ineficacia. Hace años propuse en un artículo que se concediera rango universitario a la astrología y a la ufología, dado que ya gozaban de él saberes tan comparablemente sólidos como la psicopedagogía. Al poco tiempo, caminando por Granada, un coche paró a mi lado en la acera, y se bajó de él un individuo de cara apacible, aunque de gestos alarmantes, que se dirigió a mí: «¿Tenía usted intención de ofender en su conjunto al colectivo al que pertenezco o solo de criticar algunos abusos individuales?». Le informé de que la respuesta correcta a su pregunta era la primera: no, no me refería a casos individuales, o puntuales, como es más probable que él dijera. Mi objeción era total, colectiva, y tenía una consciente voluntad de ofender.

Es llamativo que miembros de una profesión –por llamarla de algún modo– tan sensible a la crítica negativa, sobre todo cuando va acompañada de sarcasmo, sean tan indiferentes a los datos de la realidad, y que reclamando para su campo de conocimiento –también por llamarlo de algún modo– la categoría de «ciencia» muestren tal indiferencia a la espina dorsal del método científico, que es la comprobación experimental. Año tras año, reforma educativa tras reforma educativa, las personas que se ocupan en la práctica y a diario de la tarea de enseñar constatan el deterioro de su posición y la dificultad de llevar a cabo sin agotamiento ni desmoralización el oficio al que se dedican. Año tras año también se constata el descenso de los mínimos educativos, y las páginas de los periódicos aparecen tan llenas de errores y de faltas de ortografía como los trabajos de los estudiantes universitarios. Pero nada de eso siembra la duda entre los pedagogos y los comisarios políticos de diverso pelaje que ahora dictan la ley en la escuela.

Y lo más desolador es que esa calamidad, que de vez en cuando hace su aparición en las primeras páginas de los diarios, no suscita ningún debate verdadero ni tiene el menor protagonismo en las escaramuzas electorales ni en los programas de los partidos políticos, a no ser para repetir algunos de los lugares comunes más nauseabundos: el rechazo del presunto elitismo del saber en la izquierda, y la obcecación en lo competitivo y lo mercantil de la derecha. Hace poco mantuve una conversación con un dirigente muy señalado de uno de los nuevos partidos que han empezado a ganar visibilidad y algo de poder en los últimos tiempos, y que muy probablemente tendrán un protagonismo decisivo dentro de muy poco. Le pregunté cuáles eran sus proyectos sobre la educación, y lo que me dijo me dejó helado: «Hay que acabar con la enseñanza memorística». ¡La enseñanza memorística! ¿Cuántos años hace que los pedagogos y los expertos vienen clamando contra ese pobre fantasma que está tan extinguido entre nosotros como los dinosaurios?

El grado de disparate al que han llegado los delirios verbales y por desgracia también prácticos de los charlatanes y los homeópatas de la educación nos empujaría sobre todo a las carcajadas si no fuera por el efecto que tiene sobre uno de los factores más importantes de nuestra vida civil, de nuestra economía y nuestra cultura, de nuestro sistema democrático. Quizá por eso, porque es un hombre con sentido del humor, Alberto Royo está tan preparado y es tan beligerante en su diatriba ilustrada. Tomarse en serio intelectualmente toda esa palabrería que oscila entre lo grotesco y lo indescifrable es concederle una respetabilidad que nadie desperdiciaría para rebatir los argumentos de un astrólogo. Son ataques de risa, tanto como de indignación, lo que provocan las melifluidades pedagógicas sobre la creatividad, la empatía, el coaching, etcétera. ¿Cómo va a debatir uno en serio con Paulo Coelho? ¿Vamos a darle más crédito a Eduard Punset por sus afirmaciones gaseosas que por su canto a las bondades del pan de molde? Pero en un país que destierra la Filosofía de sus planes de estudio, Paulo Coelho parece inspirar algunos principios educativos, y el predicamento de Punset y similares entre los poderosos de la política y del dinero podría culminar alguna vez en su nombramiento como presidente del CSIC.

En esas estamos. Yo creía poseer todos los argumentos que necesitaba para alimentar la indignación y el sarcasmo, y leyendo estas páginas me he sentido desbordado y abrumado. Alberto Royo, aparte del sentido del humor, tiene otras cualificaciones valiosas para referirse a todo esto: es un profesor de enseñanza secundaria, no un político, ni un charlista, ni un psicopedagogo; y, además, es un músico. Su condición de profesor le permite ver en la realidad de cada día lo que no saben ni quieren ver los que legislan o pontifican sobre educación con el mismo rigor que aquellos médicos escolásticos que seguían divagando sobre los cuatro humores mucho después de que se hubiera demostrado la circulación de la sangre. Pero yo creo que es su oficio de músico lo que le ayuda a precisar con claridad máxima la realidad de los procesos del aprendizaje, frente a las fantasías halagadoras y lúdicas y celebradoras de lo creativo de los promotores risueños del analfabetismo en cuyas manos estamos. La música da mucho, una vez que se la conoce, al que la escucha y, más aún, al que sabe tocarla. Pero esos dones de la música no son inmediatos, ni están abiertos por igual a todo el mundo, ni pueden adquirirse sin un repertorio de actitudes y de conocimientos que para los pedagogos son tan escandalosos como la teoría heliocéntrica de Copérnico para los prelados de la Santa Iglesia católica: el dominio de la música requiere esfuerzo, paciencia, repetición, memoria y humildad. Y no puede conseguirse sin la ayuda de un profesor. Y un profesor, además, que transmita sólidos conocimientos, muchos de ellos tan antiguos que se remontan a la Grecia arcaica. La célebre creatividad, en sí misma, no es nada: para crear al piano hace falta primero haber estudiado muchos años.

La música, como la literatura, la pintura, la danza o el deporte, puede alcanzar momentos de invención fulgurante, en los que toda la asimilación de lo ya conocido estalla en una limpia novedad, pero para que eso suceda hace falta mucho tiempo, mucho estudio.

Son cosas evidentes, desde luego. Pero no por serlo es menos importante repetirlas, y seguir repitiéndolas, en un país de oídos tan sordos para tantas cosas esenciales. Alberto Royo, aparte de músico, profesor y humorista, es también un entusiasta, y esa me parece su cualificación máxima para defender lo que defiende, lo que a él y a mí y a mucha más gente de lo que parece nos importa tanto: una educación ilustrada que ofrezca a todo el mundo por igual la posibilidad de desarrollar sus mejores capacidades, y los entrene para la vida democrática, lo cual incluye el cultivo de la racionalidad y un dominio suficiente de los datos necesarios para comprender el funcionamiento del mundo, y para ejercer una crítica informada y vigilante de los comportamientos públicos. Entre otras cosas, para distinguir entre la astrología y la astronomía, entre la sabiduría y la charlatanería, entre el saber y los engrudos verbales que tan significativamente cultivan comisarios políticos de la educación y psicopedagogos.

Pero en ese entusiasmo no hay solo arrojo, convicción y sentido de la responsabilidad: también hay un gran gusto de vivir, ese que se alimenta no de la beatitud de la ignorancia, sino del gran tesoro del conocimiento humano.

ANTONIO MUÑOZ MOLINA

Introducción

Vivimos tiempos de confusión. Se confunde la equidistancia con la tibieza, la moderación con la cobardía, la sensibilidad con la cursilería. Pero ser grosero no es lo mismo que ser sincero, ni la descortesía ha de ser signo de espontaneidad. Ser demagogo no puede compararse con ser cercano ni merece igual consideración. No son equiparables la ignorancia y la campechanía, la arrogancia y la erudición, ni pueden hacerse pasar por tiranía la autoridad o por injusticia el mérito. Es urgente que nos aclaremos respecto al lenguaje, que llamemos a las cosas por su nombre y que recuperemos el buen juicio, especialmente en la enseñanza, campo de prácticas de toda nueva ocurrencia, hallazgo terminológico e innovación insensata.

Educar es una actividad compleja. Por eso, lo razonable sería tratar de buscar estrategias sencillas, aplicar la navaja de Guillermo de Ockham y buscar el remedio a los problemas del sistema eliminando los elementos innecesarios. Ockham hablaba de pluralidad (que ha de establecerse sin necesidad) y de parsimonia (no debería hacerse con más lo que puede hacerse con menos). Podríamos reformularlo así: si hemos de elegir entre varias opciones, puede que la más sencilla sea la correcta. Sin embargo, no es este el camino que se ha tomado en la educación. Más bien al contrario, nos hemos complicado cada vez más. En lugar de analizar la situación desde la realidad de la docencia, definir claramente los objetivos, detectar los errores y buscar la manera de corregirlos, hemos optado por innovar y experimentar desde la distancia, las teorías vaporosas y el diletantismo educativo, despreciando la tradición solo porque no implica modernidad, alterando los fines naturales de la instrucción pública y el papel del profesor, creando más problemas de los que había y dando voz a todos menos a los que podrían aportar soluciones racionales. Pero lo racional no se lleva. El barullo no deja apenas espacio para el debate de nivel y la única alternativa parece ser el silencio y la resignación. Cada vez es más difícil ejercer la reflexión crítica, salirse del molde con argumentos bien construidos. Vemos cómo, al igual que el entrenador de fútbol al término de un partido, políticos, «expertos» y contertulios tiran de manual sin ningún rubor: unos responsabilizan de todo este desastre a la LOGSE (por lo tanto, al Partido Socialista), olvidando que durante el mandato del Partido Popular se ha podido reformar el sistema educativo y que la supuesta penúltima reforma, la LOMCE, una chapuza fundamentada en viejos errores aunque con nuevos ropajes, aroma de prima de riesgo y repicar de campanas, tiene tanto peligro como sus antecesoras. Otros aprovechan que el Pisuerga pasa por Valladolid (si es que saben que el Pisuerga pasa por esta ciudad) para añorar la LOGSE-LOE como el «paraíso perdido» que nunca debimos abandonar.

Es una realidad que las leyes socialistas son en gran parte culpables de la actual situación de la enseñanza. De los muchos errores cometidos, quizá rebajar el nivel de exigencia haya sido el más grave, una equivocación de la que nadie se ha hecho ni se hará responsable. Y este es un problema que excede el ámbito educativo y tiene un trasfondo social al que debería prestársele más atención: el igualitarismo en la mediocridad, el desprecio del conocimiento, la desconsideración hacia el esfuerzo y la aversión al mérito. Vivimos en una sociedad sin exigencia intelectual en la que quien se esmera no siempre encuentra recompensa y quien busca atajos muchas veces llega el primero. Este es nuestro Zeitgeist: buenista, antiilustrado, facilista, populista, bobalicón y, en el fondo, profundamente reaccionario. Ya ha pasado el tiempo suficiente para comprobar que ninguno de los partidos políticos que ha tenido posibilidades de reanimar al paciente ha tenido la intención real de hacerlo (los programas educativos del resto de los partidos, incluidos los más recientes, producen no menos decepción que los de los dos «grandes» –otrora, al menos, lo de grandes–). Y, sin embargo, no podemos (no debemos) prescindir de la política porque, y esto ya nos lo advirtió Platón, «el precio de desentenderse de la política es ser gobernado por los peores hombres». Así, en la Grecia clásica se consideraba que la política concernía a todos los ciudadanos, y se distinguía, de hecho, entre politikós (ciudadanos interesados en los asuntos públicos) e idiotikós (ciudadanos que solo tenían en cuenta los intereses particulares o privados –estos idiotes o ciudadanos privados fueron llamados, siglos más tarde, «idiotas»).

Que la educación es uno de los pilares de toda sociedad avanzada, parte fundamental de la política como actividad relativa a «la cosa pública», pocos lo dudan. Pero una educación que no procure el conocimiento será siempre una educación fallida, frustrada en el objetivo de conducir a la sociedad –continuando con Platón– desde la caverna hacia el mundo de las ideas. Este anhelo de libertad ilustrada es el que ambicionaba don Miguel de Unamuno cuando decía: «Solo el que sabe es libre, y más libre el que más sabe. Solo la cultura da libertad». Mi admirada Malala resumió a la perfección en la sede de las Naciones Unidas la trascendencia social de la educación cuando afirmó: «Un niño, un maestro, un libro y un bolígrafo pueden cambiar el mundo». Pero no cambiaremos el mundo, no trabajaremos por la libertad, si no mejoramos nuestra instrucción pública, si no amparamos el derecho de todos a desarrollar al máximo sus capacidades y a poder ascender socialmente, evitando que sean las condiciones de partida y no el esfuerzo y el tesón de cada cual los que determinen el éxito o el fracaso de los futuros ciudadanos. Por responsabilidad cívica debemos aspirar a una meritocracia ética, a una sociedad que posibilite a quien se conduce de forma honrada y tenaz llegar más lejos que quien no se comporta así, garantizando una verdadera igualdad de oportunidades. Cervantes lo explicó a la perfección en el Don Quijote: «Al caballero pobre no le queda otro camino para mostrar que es caballero, sino el de la virtud». Una virtud que no se cultiva sin tenacidad y sacrificio, como bien advirtió Euclides al rey Tolomeo, cuando este se lamentaba de las dificultades en el aprendizaje de la ciencia y aquel le dijo: «No hay caminos reales para la Geometría». No es esto lo que hoy se viene defendiendo desde el «establishment educativo» ni son estos los postulados que encuentran hueco en los medios. No lo son porque no son lo suficientemente comerciales. Cuando Luke Skywalker preguntaba a Yoda durante su adiestramiento en el planeta Dagobah si era «más fuerte el reverso tenebroso», este le contestaba: «No. Más rápido, más fácil, más seductor…». Hablar de lo inmediato, lo cómodo y lo atractivo es mucho más sugerente que recurrir a conceptos como «esfuerzo», «constancia» o «dificultad». Por eso triunfan la «educación fast food» y la «felicidad low cost». Por eso la televisión, la radio, la prensa escrita y la digital actúan de altavoces de embaucadores y listillos que tratan de engatusar al incauto y despachar su poción mágica explotando la ausencia de criterio de la clase política o beneficiándose de corruptelas a mayor o menor escala. Dada la desigualdad de condiciones en la que unos y otros nos encontramos a la hora de defender nuestros planteamientos, debemos comprometernos y combatir en la medida de nuestras posibilidades la ola antiilustrada y mentecata que nos azota, la preocupante regresión intelectual que estamos viviendo. Debemos afanarnos en virar, firmes en nuestras convicciones y seguros de que nuestra causa, la educación pública, es justa, «noble, pero imperfecta», como bien dijo el filósofo Gregorio Luri.

Este libro es mi modesta aportación a la causa. Parto de dos ideas que entiendo que marcan la línea hegemónica de la enseñanza actual: por un lado, la aclamada novedad, que otorga licencia para juzgar (al profesor) y para imponer modas y tendencias sin mediar siquiera la imprescindible reflexión; por otro, la concesión de la categoría de «experto educativo» a quien no lo es. No veo, solo, en todo esto una motivación económica (lo nuevo vende –es, pues, negocio– y lo viejo no). Observo en nuestra sociedad (y por supuesto en la educación) una apuesta por lo elemental, lo corriente, lo vulgar, lo superficial y una ofensiva constante contra la cultura y el conocimiento. Vendedores de felicidad, telepredicadores de la ignorancia sublimada y dispensadores de placebos pedagógicos que se esfuerzan por convencernos de los efectos curativos de sus métodos, campan a sus anchas y son tenidos en cuenta más que quienes opinan de forma discreta, seria e ilustrada. De una u otra forma, por interés mercantil o por deseo de imponer la indigencia intelectual, la enseñanza se nos muestra como un organismo debilitado por las infaustas reformas y contrarreformas educativas y por el daño producido por determinados pedagogos y charlatanes que, ante la imprudencia de una Administración educativa (da igual de qué ideología) ofuscada por lo políticamente correcto y condicionada por sus prejuicios ideológicos, ha visto disminuidas sus defensas hasta quedar expuesto a los numerosos agentes patógenos que sin ninguna piedad atacan el sistema con la intención de someterlo y vivir a su costa. He intentado realizar un compendio de algunas de las variedades de parásitos más peligrosas, representadas en los principales dogmas pedagógicos posmodernos, tras el análisis previo del comienzo del declive. Después, llevo a cabo un sincero intento de conciliación con la auténtica didáctica de la enseñanza, que da paso a una defensa a ultranza, por puro convencimiento, de los servicios públicos contra los intentos (y consecuciones) de privatización y que antecede a los tres epílogos que cierran este ensayo.

Quisiera dejar claro que nunca ha estado en mi ánimo agraviar a nadie, aunque es posible que lo que expongo pueda incomodar. No es este un libro de carácter agresivo, puesto que no quiere atacar a nadie. Es un acto de resistencia. De legítima defensa. Su título, Contra la nueva educación, denota oposición porque se opone a la novedad, si es dañina, y defiende la tradición, cuando es valiosa. Ni rechaza toda innovación ni alaba las tradiciones que no son dignas de elogio. Pretendo defender con argumentos y con innegable entusiasmo un modelo de instrucción pública serio, ilustrado, basado en el conocimiento y la exigencia, que ejerza su función de palanca de mejora social para las personas y se aleje de supercherías y propuestas excéntricas mejor o peor intencionadas. Deseo que su lectura soliviante, pero no ofenda, que suscite debate. Me gustaría, sobre todo, que el texto no pasara inadvertido porque, en estos tiempos de involución y de protagonismo desproporcionado de visionarios, iluminados y farsantes, solo desde el activismo y la militancia es posible mantener la ilusión y no caer en el desánimo. Habrá esperanza mientras no nos conformemos, mientras decidamos no permanecer callados y continuemos librando batallas, aun a sabiendas de que habrá más derrotas que victorias. No perdamos nunca de vista la máxima de Atticus Finch en Matar a un ruiseñor: «El hecho de que hayamos perdido cien veces antes de empezar no es motivo para que no intentemos vencer».