Cubierta

La vida contra las cuerdas

Luis J. Esteban Lezáun

Plataforma Editorial

Índice

  1.  
    1. Primer round
    2. Segundo round
    3. Tercer round
    4. Cuarto round: Primera parte
    5. Cuarto round: Segunda parte
    6. Quinto round
    7. Sexto round: Primera parte
    8. Sexto round: Segunda parte
    9. Séptimo round
    10. Octavo round
    11. Noveno round
    12. Décimo round

A Gabriel, que empieza a combatir en la vida.

PRIMER ROUND:

QUIÉN ME IBA A DECIR hace quince años, cuando todavía no me había calzado unos guantes, que acabaría disputando la final de los pesos medios en el Caesars Palace de Las Vegas. Sentadas en sillas de ring, donde las babas de los protectores bucales y las gotas de sangre y sudor de los púgiles rocían a los espectadores, detecto a algunas viejas glorias del boxeo: veo a Mike Tyson con su semblante intimidatorio a pesar de la edad, a don King hecho una momia pero conservando su característico pelo cardado, a Manny Pacquiao, alias Pac-Man, que sonríe a diestro y siniestro, y a su archienemigo, Juan Manuel «Dinamita» Márquez, con quien protagonizó, lustros atrás, media docena de combates memorables.

Brinco sobre la lona, con el albornoz sobre los hombros, y saco unas cuantas manos para mantener los músculos calientes. Pronto irrumpirá en escena Míster KO, mi rival, que se erigió en héroe local hace un par de temporadas al adquirir la nacionalidad estadounidense y fijar su residencia en Nevada. El público está expectante y estalla en una estruendosa ovación cuando un potente foco lo ilumina en una esquina del pabellón. Viste una bata multicolor y avanza pausadamente hacia el cuadrilátero, escoltado por una guardia pretoriana de entrenadores, médicos, mánager y algún que otro chupóptero con funciones indefinidas. Los altavoces acompañan su desfile con una sintonía agresiva que no consigo identificar. La afición lo jalea al grito de «killer, killer», que, hasta donde mi inglés alcanza, significa asesino o cosa parecida. Míster KO sube al ring y se despoja del batín, mostrando a la concurrencia su torso musculado y sus innumerables tatuajes. El más reciente tiene forma de collar: a la altura de las clavículas, se lee Míster KO en caracteres góticos, pero no consigo ver si el texto continúa por la nuca. Animado por su público, mi enemigo se desliza por el ring propinando golpes al aire y desafiándome con la mirada.

Dos muchachas suben al cuadrilátero. Supongo que serán atractivas, pero ahora no puedo reparar en esos asuntos. Portan las enseñas de Estados Unidos y de España, es la hora de los himnos. A mí me la trae floja eso de la bandera y los cánticos nacionales, pero compongo un gesto serio por respeto a mis compatriotas. Se escuchan los primeros acordes de la Marcha Real. Sorpresivamente, se me eriza el vello y se me forma un nudo en la garganta. Vaya, parece que eso del himno y de la bandera no me la trae tan floja. Llevado por la emoción, coloco la mano derecha a la altura del corazón y me juro que voy a enseñar a toda esa cuadrilla de yanquis cómo nos las gastamos en la Península Ibérica. Observo la silla de ring reservada para mi mujer, está vacía. Cómo me hubiera gustado que me viera allí arriba, firme como un legionario, dispuesto a vengar la guerra de Cuba y a aguarles la fiesta a todos esos guiris rubios y sonrosados. Pero mi mujer no soporta verme boxear, prefiere quedarse en el vestuario tapándose los oídos para no oír los alaridos de la concurrencia.

Termina el himno español y suenan las notas iniciales del norteamericano. El público se levanta de sus asientos y canta con devoción y gesto de gringuísimo patriotismo. Míster KO toma una esquina del estandarte norteamericano y se la lleva al pecho. La escena traspasa los límites de lo conmovedor y se adentra con procacidad en el terreno de lo patético. Muy al estilo Rocky antes de su pelea con el hormonado y psicopático soviético.

El combate está a punto de comenzar. El árbitro nos requiere en el centro del ring y nos suelta un discurso en inglés del que no entiendo ni media palabra. No obstante, imagino que nos ha dicho que quiere una pelea limpia, que no admitirá golpes bajos ni cabezazos y que hemos de separarnos y regresar a nuestra esquina cuando así se nos ordene. Lo de siempre. Míster KO me muestra los dientes (luce varias fundas de oro, como su idolatrado Tyson) y fuerza una mueca que debe de considerar aterradora y que, en realidad, resulta un tanto cómica. Pero no me asaltan las ganas de reír: tengo bien presentes a los dos púgiles fallecidos como consecuencia de los brutales puñetazos de mi oponente.

Miro de nuevo la silla vacía de mi mujer. Entiendo que no quiera presenciar lo que todos los periódicos deportivos han calificado como segura carnicería. Nadie apuesta por mí, solo soy la víctima propiciatoria que confirmará a Míster KO en el trono de los pesos medios. Pero lo que los periodistas ignoran es que mi fuerza no reside en los puños, sino en mi corazón, en mi coraje, en mi voluntad de luchar y de no arrojar jamás la toalla.

Me desprendo del albornoz y me dirijo a mi rincón. El Jefe me masajea los trapecios y me dicta consignas. No le hago caso, el recuerdo de los dos boxeadores muertos se ha adueñado de mi mente. Suena la campana y oigo las últimas instrucciones:

–Cúbrete, no te ciegues. Pega los codos a los costados y mantén la guardia alta. Baila a su alrededor, sácalo de quicio.

Recuerdo la primera lección del Jefe, hace más de una década. El boxeo es como la vida, me dijo, lo importante no es golpear, sino evitar que te muelan a hostias. Un gran tipo, el Jefe, una de las pocas personas en este negocio que no ha tratado de chuparme la sangre.

El árbitro ordena a los preparadores que bajen del cuadrilátero. Mira a mi rival. Ready? Míster KO hace un gesto afirmativo. Ahora me mira a mí. Ready? Le digo que sí, que estoy ready, mientras pienso quién coño me habrá mandado a mí meterme en este fregado. Suena la campana. Míster KO emite un bufido y se abalanza sobre mí. Estiro el brazo derecho para tocar el guante del campeón, pero este omite el saludo y me sacude un jab y un directo que certifican su falta de deportividad y la demoledora potencia de sus puños. Su mánager se desternilla de risa. Bienvenido a Las Vegas, parece decir su sonrisa blanqueada. Recompongo la guardia y recupero la distancia. Míster KO, enfurecido, lanza un aluvión de golpes del que apenas puedo guarecerme. Parece que la noche va a ser dura.

Puerto Antiguo, quince años antes

Quinito estaba acodado sobre la barra mugrienta del Sybaris. Mientras manoseaba un botellín de cerveza a medio consumir, espiaba las evoluciones de Alejandra, la camarera, quien se afanaba secando vasos y depositándolos en orden prusiano sobre un anaquel de vidrio. Quinito tenía un aspecto rudo. Era más alto que bajo, fornido, y exhibía una generosa y larga ceja que se desplazaba, sin impedimentos ni interferencias, de un extremo al otro de la base de su frente. Lucía una cabeza redonda y sólida que se rapaba al cero para disimular su prematura alopecia. Podría describírsele de muchas maneras, pero en todas ellas debería entrar en juego el epíteto «feo» o alguno de sus sinónimos. No obstante, la suya no era una fealdad repulsiva, una de esas que invitan a la náusea, el alejamiento o la ceguera. Su fealdad era armónica, noble. Una fealdad de cine, como la del hechizado protagonista de La bella y la bestia. A sus treinta y seis años, con tres campeonatos de España de los pesos medios en su haber y ya alejado del boxeo profesional, dirigía un modesto gimnasio a las afueras de Puerto Antiguo. El negocio no daba para lujos, casi ni para caprichos, pero le proveía de lo necesario para vivir. Todas las noches, al concluir la jornada, apagaba las luces, cerraba con llave la puerta del gimnasio y se dirigía al Sybaris. Antes de entrar, echaba una vistazo por el ojo de buey de la puerta de acceso. Después, traspasaba sigilosamente el umbral y se sentaba en el taburete del fondo, musitando un saludo para Alejandra. El dueño del garito, un cincuentón de facciones mezquinas a quien todos conocían como el Puñales, salía del almacén situado tras la barra y estrechaba la mano de Quinito, llamándolo «campeón». Luego regresaba a sus quehaceres, dejando al exboxeador sumido en sus cavilaciones.

La camarera se sabía observada. No le molestaba que Quinito perfilara su silueta con los ojos. Era un tío educado, discreto, y nunca daba problemas. Es más, sus disuasorias facciones habían contribuido a disipar un piélago de ellos: borrachos a quienes el alcohol ponía en modo faltón, clientes excesivamente afectuosos y parroquianos que no entendían el significado de la expresión «hora de cierre». De vez en cuando, la muchacha levantaba la vista de los vasos, de las botellas, o de lo que fuera que la tuviera ocupada e, inopinadamente, la dirigía hacia su admirador. Este, azorado, desviaba la mirada y fingía prestar atención a cualquier otra cosa: al televisor que emitía imágenes sin sonido, a la mancha de humedad de la pared (que siempre le había evocado el perfil de Poli Díaz), o a alguna mosca sumergida en los restos de un cubalibre abandonado.

Era la una de la madrugada, hora de hacer caja. Alejandra cuadraba la contabilidad frente a la máquina registradora. Quinito anhelaba y temía ese momento. La camarera, absorta en el cálculo, le daba la espalda, ofreciéndole un magnífico panorama de su culo. Un culo pétreo, proporcionado, aupado sobre unas piernas largas y atléticas, piernas de velocista. Aquella noche, Alejandra llevaba unos vaqueros desteñidos que se le pegaban al cuerpo como una segunda piel. Quinito se desasosegó ante aquella estampa rebosante de belleza y juventud. ¿Por qué se ponía nervioso? ¿Tan fuerte era el magnetismo de aquella muchacha? Sus tribulaciones alcanzaron el clímax cuando Alejandra, sin dejar de contar billetes, se giró ligeramente y, con media sonrisa y un guiño, le ofreció la última cerveza.

—Invita la casa.

Los ojos de la joven, densos y oscuros como un mar nocturno, se posaron con calma sobre los de Quinito, aguardando la respuesta. El púgil no podía resistir aquella mirada franca. Se sentía morir. Querría quedarse allí, junto a Alejandra, tomándose un millón de últimas cervezas y emborrachándose en aquellos ojos negros y profundos de los que manaba una extraña corriente de paz, de intuiciones y de resignación. Daría media vida porque aquella invitación no fuera una mera formalidad, una cortesía con un cliente cumplidor al que se aprecia solo en su calidad de contribuyente a las arcas del establecimiento.

Reflejado en el espejo del botellero, Quinito examinó objetivamente su fachada: el cuello robusto, con unos trapecios que le nacían en los hombros y le trepaban casi hasta las orejas, el cráneo rapado, las cejas próximas y pobladas. Inspeccionó su barba, tupida como una alfombra a pesar del afeitado diario, y sus puños, macizos como martillos y siempre cerrados (deformación profesional) y prestos para la acción. Se sintió feo, zafio, indigno no ya de un hipotético (más bien utópico) amor de Alejandra, sino de su simple compañía, de su proximidad. Carraspeó, tratando de arrancar el motor de las palabras.

—Esto… Se agradece, pero tengo que irme. Es muy tarde.

—¿Tienes que madrugar? —Alejandra se volvió hacia la caja, depositó los billetes en un compartimento e, inclinada sobre la repisa, garabateó números en un cuaderno. La postura de la joven, volcada sobre los papeles, acentuaba sus curvas. Quinito se preguntó si sería consciente del poder devastador que ejercía sobre su persona.

—Abro el gimnasio a las ocho.

—Sí que madruga la gente para darse de bofetadas. —La camarera dejó el bolígrafo sobre el cuaderno y miró a su interlocutor—. Entonces, hasta mañana, ¿no?

—Sí, hasta mañana.

Quinito se puso la chaqueta de cuero y, con un gesto de la mano, volvió a despedirse de la muchacha. Salió del bar a paso lento, bamboleando los hombros como si estuviera esquivando directos. Alejandra, apoyada en la barra, lo miró con cariño. Con el transcurso del tiempo y las cervezas, se había ido acostumbrando a su silente compañía, a su tranquilizadora presencia. Tenía la sensación de que nada malo podía ocurrir cuando Quinito estaba cerca. Y le gustaba esa sensación.

El Puñales llamó a Alejandra desde la trastienda. Allí, tras una puerta pegada a la barra, tenía el almacén y una mesa que hacía las veces de despacho.

—Dígame, señor Vílchez. —Alejandra esperó en el quicio.

—Entra, muchacha, no seas tímida.

El Puñales estaba recostado en una silla, con los pies sobre la mesa, mirando la vieja televisión que se aupaba sobre una repisa de la pared. En la mano derecha sostenía un Ducados mientras la zurda, a falta de mejor ocupación, reposaba plácidamente sobre sus genitales rascando con delectación un área de acceso restringido. Alejandra no se movió del umbral.

—Usted disculpe, señor Vílchez, es que tengo que terminar el arqueo de la caja.

El Puñales desvió la mirada del televisor, aparcándola con desparpajo sobre los pechos de la camarera. Alejandra se abrochó un botón de la blusa para acortar el tramo de canalillo que los ojos de su jefe recorrían con morosidad. Llevaba más de un año trabajando para aquel salido y había adoptado una serie de automatismos que, si bien no la hacían inmune a su lascivia visual, al menos la habían ayudado a evitar, hasta la fecha, tocamientos y malos entendidos. El Puñales dio una profunda calada y exhaló el humo con un gesto pretendidamente sugerente que solo logró irritarle el lagrimal. Mientras, su mano izquierda seguía hurgando la zona oval con una tenacidad digna de mejor causa.

—¿Cuántas veces te he dicho que no me llames de usted? Me haces parecer viejo.

El Puñales ignoraba que, aun sin el concurso del respetuoso tratamiento en tercera persona (que por otro lado no merecía), parecía bastante viejo. Y que para una chica de veinticinco años no solo lo parecía, sino que, efectivamente, lo era. Un carcamal rijoso que se resistía a envejecer con dignidad y que dejaba un asqueroso rastro de obscenidad en cualquier zona de la anatomía femenina donde babeara su lúbrica mirada.

Alejandra tornó a la barra y abrió el cajón de la máquina registradora. Contaría las monedas, apuntaría la cantidad en el cuaderno y se marcharía a casa. De repente, notó una presión en las nalgas y un hedor a hombre rancio y a tabaco negro. En el espejo vio reflejada una cara sorprendida (la suya) y otra contraída en una mueca indefinible (la del Puñales). Dio un manotazo a las garras de su jefe y se zafó con decisión del impúdico marcaje. El viejo sátiro había traspasado la línea roja.

—No me toque. ¡No vuelva a tocarme!

El Puñales se apartó despacio. Su semblante fingía una satisfacción burlona. Encendió otro cigarrillo, se llenó los pulmones de nicotina y trató de acariciar la mejilla de la camarera. Esta dio un paso atrás.

—Le he dicho que no me toque.

El Puñales sonrió con suficiencia y expelió el humo por la comisura de los labios. Después salió perezosamente de la barra, dejando el camino expedito a su empleada.

—Como tú quieras, gatita. Como tú quieras.


Alejandra giró la llave con sigilo para no despertar a Momo. Cerró la puerta a cámara lenta y, tras quitarse los zapatos, se dirigió de puntillas a la habitación de su hermano. Este, embozado en el edredón, dormía como una marmota. Alejandra tocó el radiador: el metal estaba frío. Desafortunadamente, el sueldo de camarera no daba para muchas horas de calefacción. Se acercó a la cama y se inclinó, depositando un beso en la frente del chico. Después se dirigió a la puerta con pasos pausados y mudos. Momo se revolvió en el catre.

—Hola, tata.

Alejandra se detuvo bajo el dintel y giró sobre sus talones.

—Hola, Momo.

El muchacho se incorporó en la cama, restregándose los ojos. El flequillo, castaño y lacio, le caía sobre la frente y le ocultaba las cejas. La inocencia de la cara y la delgadez del cuerpo le hacían parecer más niño de lo que era. Su falta de malicia también era impropia en un crío de doce años. A esa edad (preadolescencia, la llaman los psicólogos, amantes compulsivos de las palabras polisílabas), el ser humano comienza a frecuentar la desconfianza y la maledicencia. Momo, por el contrario, era confianzudo, sincero e incapaz de pensar mal de nadie que no le hubiera dado evidencias reiteradas y manifiestas de una desbordante hijoputez.

—Tengo frío —murmuró el zagal—. ¿Puedes echarme otra manta?

Alejandra abrió las puertas del armario y cogió una frazada vieja que extendió sobre el edredón. Momo se arrebujó bajo el cobertor, gruñendo de satisfacción.

—¿Qué tal el trabajo, tata?

Alejandra forzó una sonrisa. Rememoró las manos lascivas del Puñales sobándole el culo y la subsiguiente náusea física y espiritual. Pero no era plan de desahogarse con su hermano. Era demasiado pequeño, demasiado joven para descubrir la repugnante condición de ciertos especímenes humanos.

—Como siempre —mintió—. Aunque hoy hemos tenido menos clientes.

—¿Ha ido a verte Quinito?

Alejandra, sentada en el borde de la cama, peinaba con sus dedos el flequillo de su hermano.

—Ha venido al bar, si es a lo que te refieres.

—¿Te gusta Quinito?

—¿Qué tonterías son esas, mocoso? —Alejandra se ruborizó—. Quinito es un cliente como otro cualquiera. Además, tiene diez años más que yo. O quince.

Momo se tumbó y guardó silencio. No quería que su hermana, ofendida por el comentario, se fuera de la habitación. Le gustaba que estuviera allí, sentada en la orilla del colchón, arropándole y acariciándole el cabello. Se sentía como un gato ronroneando en el regazo de su dueño. Sus padres habían fallecido en un accidente de tráfico, siete años atrás. Desde entonces, Alejandra ejercía el rol de madre. Y a juicio de Momo, (para quien su progenitora era apenas un álbum de fotos, una nana susurrada con voz dulce, un recuerdo evanescente) lo desempeñaba a las mil maravillas.

Permanecieron en silencio unos minutos, hasta que Momo cerró los ojos y su respiración devino lenta y profunda. Alejandra, procurando no hacer ruido, se encaminó de puntillas hacia la puerta. Cuando la traspasó, oyó la voz adormilada de su hermano.

—Pues tú sí que le gustas.

La joven se dio la vuelta. Momo permanecía inmóvil, sepultado bajo el edredón y la manta, con los párpados cerrados. Parecía dormido. Alejandra salió de la habitación sin poder reprimir una sonrisa.


A las ocho en punto sonó el despertador en el reloj-calculadora de Momo, un Casio de plástico negro que un tío lejano le había regalado, cuatro años atrás, con motivo de su primera comunión. Aquel reloj, a pesar de haber perdido los botones del número ocho y del signo de multiplicar, constituía su más preciado tesoro. Hasta cronómetro tenía, para qué decir más.

El muchacho se levantó vacilante y se introdujo casi a tientas en el cuarto de baño. Tras un breve aseo de urgencia, lo justo para deshacerse de las legañas y ahuyentar de sus axilas el olor a choto rancio, se vistió y metió los libros en la mochila. Al ponerse las zapatillas, unas Alidas blancas y fraudulentas surcadas por cuatro barras oblicuas, se quedó mirando las punteras. Dos incipientes agujeros amenazaban la impermeabilidad de sus pies. Alidas Air Momo, las denominaba Quintanilla en referencia a su inoportuno sistema de ventilación. Tenía que decirle a la tata que necesitaba unas zapatillas nuevas. O mejor no, ¿para qué? Alejandra se angustiaría ante la imprevista fatalidad y trataría de sacar, de debajo de las piedras, algún dinero para comprar otras deportivas. Y el crío sabía que dinero, lo que se dice dinero, no sobraba en aquella casa, y que si Alejandra le proporcionaba otro calzado, sería a costa de alguna privación personal; así que habría que alargar la vida de las Air Momo.

El niño se movía lento y sigiloso para no despertar a su hermana. En su imaginación, el descanso de Alejandra era el puntal clave de la economía familiar. Cualquier interrupción abrupta podía poner en peligro la subsistencia de la fratría. Salió del piso y bajó las escaleras con la felina agilidad propia de sus pocos años. En el zaguán del edificio, sacó una llave de un bolsillo del pantalón y la introdujo en la cerradura del bajo 1ª. A Momo siempre le había extrañado aquel rótulo sobre el dintel: «bajo 1ª». Su infantil sentido común le hacía pensar que un bajo 1ª exigía inexcusablemente la existencia de, al menos, un bajo 2ª. Pero en aquel zaguán no había más bajo que el 1ª. Tras mucho meditar, Momo había llegado a la conclusión de que el misterio del bajo 1ª era uno de esos arcanos sobre los que solo el transcurso del tiempo podría, si es que era factible, arrojar algo de luz. En su candidez, todavía creía que los adultos siempre hacen las cosas como es debido. Pero en algo no se equivocaba: el paso de los años aclararía las incertidumbres, enseñándole que entre las personas maduras (y en proporción harto inquietante), hay más tontos que botellines.

Ya dentro del piso, Momo saludó.

—¡Buenos días!

Al fondo del pasillo se oían pasos y trajín de vajilla. Un tocadiscos añejo reproducía música clásica.

—Buenos días, pequeñín. El desayuno ya está preparado.

Una señora de unos sesenta y cinco años, pulcra, dulce y delgada, se asomó al pasillo indicando al mozalbete, con un gesto de la mano, que pasara al salón. Llevaba un bonito vestido floreado y una chaqueta de lana gris. Sus cabellos, del mismo color que la chaqueta, estaban recogidos en un moño de intachable arquitectura. Momo dejó la mochila en el suelo del recibidor y obedeció la indicación de la mujer. Mientras sus pies avanzaban por el pasillo, su boca rezongó quejumbrosa:

—Jope, Hellen, no me llames pequeñín. Ya tengo doce años.

Hellen Schroeder sonrió mientras depositaba una jarra de naranjada encima de la mesa.

—Tienes razón. Ya eres todo un hombre.

Sobre el mantel había diversidad de viandas: magdalenas de chocolate, huevos pasados por agua, fruta, panceta frita, leche… Momo comió con fruición. Hellen le había inculcado que el desayuno era la comida más importante del día. Alejandra, a su vez, le había insinuado que, amén de la más relevante, el desayuno en casa de la señora Schroeder era la refacción más barata de la jornada, toda vez que corría a cuenta exclusiva de la generosa vecina. Así que, en la gula matutina del muchacho, convergían razones económicas y de salud, lo que la convertía en un pecado justo y necesario.

—Aclárame una duda, Momo. ¿Los hombres de doce años os avergonzáis al hablar con chicas de vuestra edad? —Hellen Schroeder posó sus ojos color turquesa sobre el ventanal que daba al jardín. Un macizo de margaritas asomaba salvaje tras el cristal, reclamando a gritos una poda rigurosa.

—No me da vergüenza hablar con las chicas. —Momo se ruborizó, desviando la mirada—. Lo que pasa es que me aburren.

—¿Todas?

—Ya sabes que no. —Las orejas de Momo estaban incandescentes—. Sabes que Celia no me aburre.

—No, no lo sé. Y tú tampoco lo sabes, porque no te decides a entablar conversación con ella. Lo único que sabes es que te gusta.

La estancia vibró con un ruido desagradable, como si alguien pisara gravilla. Momo se levantó y le dio la vuelta al vinilo. Mozart volvió a reinar en el salón, con su sonido limpio y expansivo, mientras el chico permanecía frente al tocadiscos, con la cabeza baja y las manos en los bolsillos.

—Es que me da corte.

—¿Corte es lo mismo que miedo?

Momo comenzó a balancearse sobre la punta de los pies, la vista fija en el disco negro.

—Creo que sí.

La mujer se incorporó, recogió los cubiertos y se dirigió a la cocina. Momo escuchó cómo abría el grifo y fregaba los cacharros. Al cabo de unos minutos, oyó la voz firme de su vecina:

—No es malo tener miedo.

El ruido del grifo cesó y la señora Schroeder regresó al salón, secándose las manos con un trapo de algodón. Momo seguía oscilando frente al tocadiscos, hipnotizado por su movimiento. Hellen puso una mano sobre el hombro del chaval:

—Lo malo es que nos entumezca.

El muchacho se dio la vuelta y alzó los ojos hacia la mujer.

—Tienes razón. Pero no puedo evitarlo. Cuando me acerco a ella me tiemblan las piernas. Y cuando me mira me pongo rojo y no sé qué decir.

—¿Por qué crees que te ocurre eso? —Hellen lo tomó de las manos.

—No lo sé —dijo Momo mirando hacia el jardín—. Igual porque es muy guapa. O porque es muy… Muy seria, muy formal, como si fuera mayor que yo. Como si supiera más cosas que yo.

—En eso no te equivocas —respondió Hellen guiñándole un ojo—. Las mujeres sabemos cosas vedadas a los hombres, sobre todo en lo relativo al amor.

Momo asintió circunspecto, como si acabara de escuchar una verdad misteriosa pero universal, uno de esos secretos que están fuera del alcance de los niños y cuyo conocimiento implica un jalón más en el camino hacia la edad adulta. Sus ojos, perdidos a través del ventanal entre las buganvillas y las margaritas del jardín, retornaron al salón y se posaron sobre los de la señora Schroeder.

—Hellen, ¿puedes sacar el Cofre?

La vecina miró el viejo reloj de pared. Las manecillas del vetusto artefacto marcaban las nueve menos cuarto. Aún quedaban cinco minutos para que Momo marchase al colegio.

—Está bien. Espera.

Salió del salón y anduvo hasta su dormitorio cerrando las puertas a su espalda. Siempre lo hacía cuando iba en busca del Cofre. Momo suponía que lo custodiaba en algún recóndito recoveco. Al menos él lo haría, porque, para el chaval, el Cofre no tenía precio.

De la alcoba provenía un ruido discontinuo de cajones y trasteo. Al poco, Hellen Schroeder regresó al salón portando en las manos un pequeño baúl de ébano. En su tapa, labrada en letras mayúsculas, había una leyenda: «COFRE DE LOS VERSOS ROTOS». La mujer dejó el baúl sobre la mesa. Momo se sentó y pasó su mano por la madera oscura y resbaladiza.

—Ábrelo, Hellen.

La señora Schroeder sacó una llave de su chaqueta y abrió el Cofre. En su interior, ocupando todo el espacio, había cuatro cajas del mismo material que el arca que las contenía. Sus tapas estaban numeradas. Hellen extrajo la caja número uno y la abrió, ofreciéndosela a Momo.

—Elige una tira.

El crío metió la mano en la caja y cogió un papel doblado en cuyo interior había algo escrito a mano. Lo desdobló y, sin leerlo, lo puso boca abajo sobre la mesa. La mujer guardó la caja en el Cofre y extrajo la número dos.

Momo volvió a seleccionar una tira de papel y a ponerla boca abajo sobre el mantel. Repitieron la operación con las cajas tres y cuatro. Finalmente, puestas del revés contra la mesa del salón, había cuatro tiras de papel.

—¿A qué esperas, pequeñín? Dales la vuelta.

Momo tomó la primera tira y la giró. Una letra inclinada, como de caligrafía antigua, formulaba en tinta azul una pregunta:

¿Te cuento qué es el miedo?

El muchacho leyó en voz baja las palabras. El Cofre de los Versos Rotos le maravillaba. Siempre que lo consultaban les revelaba algo importante y oportuno, algo sobre lo que acababa de hablar con Hellen y que le concernía personalmente. ¿Era inteligente aquel baúl? Pensó que, del mismo modo que en el inquietante asunto del bajo 1ª, tendría que esperar a ser mayor para poder responder a esa pregunta. La vida estaba llena de incógnitas.

Hellen le señaló con el índice la segunda de las tiras. Momo la tomó entre sus manos y leyó su contenido:

Es la muerte del deseo,

Otra vez estaba ocurriendo. Otra vez el Cofre le hablaba al oído, desvelándole misterios que lo atenazaban, que lo obsesionaban. Momo colocó el papelito debajo del anterior y volteó el siguiente.

es empeñarse en frustrar

A Momo le sonaba el último vocablo, pero no estaba muy seguro de su significado, así que se lo preguntó a su amiga. Tras las explicaciones, levantó la cuarta tira.

vida, alma y sentimiento.

El muchacho puso los cuatro papelitos en orden, uno detrás de otro. Su semblante, como siempre que abrían el Cofre de los Versos Rotos, reflejaba una mezcla de dicha y estupefacción. ¿No era prodigioso que cuatro versos extraídos al azar formaran una poesía completa y comprensible? ¿Acaso no era mágico que todas las dudas del chaval, todas sus incertidumbres, hallaran respuesta en la sabiduría rimada del oscuro cofre de ébano?

Hellen le alcanzó una barra de pegamento y un cuaderno en cuya tapa frontal una mano infantil había escrito, en mayúsculas, «POEMAS DEL COFRE». Momo abrió el cuaderno y pasó varias páginas plagadas de versos escritos en tiras de papel. Cuando llegó a la primera hoja en blanco, tomó la barra de pegamento y, con extremo cuidado, fue pegando uno a uno los cuatro papelitos. Concluida la labor, releyó el poema una y otra vez, tratando de memorizarlo y de penetrar su sentido.

¿Te cuento qué es el miedo? Es la muerte del deseo, es empeñarse en frustrar vida, alma y sentimiento.

Momo no entendía muy bien por qué aquella diminuta arca se denominaba Cofre de los Versos Rotos. Los versos que contenía no estaban rotos, ni quebrados, ni amputados. Los versos estaban enteros. Lo que estaba roto, en todo caso, era el poema, y solo hasta que la mano de Momo extraía de las cajitas las tiras de papel y les daba la vuelta, componiendo un poema completo. Pero Hellen le había dicho que el nombre grabado en la tapa era correcto, porque los versos aislados son versos rotos. Porque un verso, en sí, no tiene sentido. Su significado remite a otros versos y únicamente en ellos alcanza la plenitud. Como las personas. Una persona enclaustrada, le había dicho la mujer, es una persona rota o, al menos, demediada, incompleta. El sentido de nuestra vida solo se cumple en unión de otras vidas, de otras personas. Un hombre aislado es un absurdo. Una mujer solitaria es un concepto vacío. La unión de un hombre y una mujer llena de razón sus vidas, las dota de significado, las nutre de sentido.

—¿No debería alguien ir al colegio?

La irónica interrogación de la señora Schroeder sacó a Momo de su ensimismamiento. El Cofre y sus poéticos contenidos siempre sumían al niño en ensoñaciones.

—Me marcho, Hellen.

Momo fue al recibidor y recogió la mochila del suelo.

—Espera, pequeñín, te dejas algo.

Hellen Schroeder fue hasta la cocina y regresó con un bocadillo envuelto en papel de aluminio.

—Jamón y queso —dijo la mujer—. Y el pan con tomate, como a ti te gusta.

—Muchas gracias, Hellen.

Momo metió el bocadillo en la mochila y se la colgó de los hombros. La bolsa pesaba tanto que amenazó la verticalidad del niño.

—¿Qué llevas ahí?¿Piedras?

El muchacho, ayudándose con pequeños saltitos, ajustó las asas de la mochila y acomodó el peso sobre sus espaldas.

—Los libros del cole.

—Pues pesan más que la Enciclopedia Británica. Si aprendes una cuarta parte de lo que hay ahí, serás el hombre más culto del universo.

Momo sonrió y dio un beso de despedida a su vecina. Esta hizo la señal de la cruz sobre la frente del crío.

—Vai com Deus, filho.

Tras la bendición, el niño salió del piso. La señora se acercó a la ventana lateral del salón y corrió ligeramente el visillo. Momo andaba a paso vivo. En el semáforo lo esperaba Quintanilla, recriminándole de lejos la tardanza. Se saludaron con un gesto de la cabeza y, acompasando sus zancadas, torcieron a la derecha camino del colegio. Hellen Schroeder se santiguó.

Cuida delle, Mãe Santa.

Se alejó de la ventana, recogió el mantel y lo llevó a la cocina. Sacudió las migas sobre el fregadero. Después abrió el armario de los medicamentos y cogió la caja de Sintrom. Se metió dos grageas en la boca y las engulló con el auxilio de un vaso de agua. Tenía que controlarse la tensión y medicarse todos los días. Su viejo corazón, fatigado por la soledad, necesitaba ayuda para palpitar. El tiempo y los disgustos, pensó, no pasan en balde. Se sentó en el sillón y una modorra liviana y perezosa la obligó a cerrar los ojos. Descansar, dormir, reposar. Revivir en sueños los episodios gozosos del pasado. En eso consistía ahora su vida: en un duermevela melancólico del que solo lograba despertarla la sonrisa inocente de Momo. En una espera resignada del sueño eterno, el definitivo, aquel que la reuniría para siempre con el amor perdido. Hasta entonces, solo quedaba recordar, y a eso se entregaba Hellen con las escasas fuerzas de su cuerpo marchito y con toda la energía de su alma intacta.