Cubierta

La distancia entre tú y yo

KASIE WEST

Plataforma Editorial neo

Índice

    1. Capítulo 1
    2. Capítulo 2
    3. Capítulo 3
    4. Capítulo 4
    5. Capítulo 5
    6. Capítulo 6
    7. Capítulo 7
    8. Capítulo 8
    9. Capítulo 9
    10. Capítulo 10
    11. Capítulo 11
    12. Capítulo 12
    13. Capítulo 13
    14. Capítulo 14
    15. Capítulo 15
    16. Capítulo 16
    17. Capítulo 17
    18. Capítulo 18
    19. Capítulo 19
    20. Capítulo 20
    21. Capítulo 21
    22. Capítulo 22
    23. Capítulo 23
    24. Capítulo 24
    25. Capítulo 25
    26. Capítulo 26
    27. Capítulo 27
    28. Capítulo 28
    29. Capítulo 29
    30. Capítulo 30
    31. Capítulo 31
    32. Capítulo 32
    33. Capítulo 33
    34. Capítulo 34
    35. Capítulo 35
    36. Capítulo 36
    37. Capítulo 37
    38. Capítulo 38
    39. Capítulo 39
    40. Capítulo 40
    41. Capítulo 41
    1. Agradecimientos

CAPÍTULO 1

Estoy a punto de quemar la página con la mirada. Debería saber esto. Normalmente puedo analizar una ecuación con facilidad, pero hoy no soy capaz de encontrar la respuesta. Suena la campanilla de la puerta, así que me apresuro a ocultar los deberes debajo del mostrador y levanto la mirada. Veo que entra un chico hablando por el teléfono móvil.

Esto es nuevo.

No lo del teléfono móvil, sino lo del chico. No es que los hombres no suelan entrar en las tiendas de muñecas de porcelana… Vale, no, en realidad no lo hacen. Los hombres no suelen entrar en la tienda. Son una visión extraña. Cuando entran, caminan arrastrando los pies tras figuras femeninas y parecen extremadamente cohibidos… o aburridos. Pero este chico no parece ni cohibido ni aburrido. Se encuentra completamente solo, y se lo ve muy confiado. La clase de confianza que solo el dinero es capaz de comprar. Muchísimo dinero.

Sonrío un poco. Hay dos clases de personas en nuestro pequeño pueblo costero: los ricos y la gente que vende cosas a los ricos. Al parecer, tener dinero significa coleccionar cosas inútiles, como muñecas de porcelana (el adjetivo «inútil» jamás debería utilizarse cerca de mi madre para referirse a las muñecas). Los ricos son nuestra fuente constante de entretenimiento.

–¿Cómo que quieres que sea yo quien la elija? –dice el señor Ricachón al teléfono–. ¿No te dijo la abuela cuál era la que quería? –Suelta un prolongado suspiro–. Vale. Yo me encargaré.

Se guarda el móvil en el bolsillo y me hace señas para que me acerque a él. Sí. Me hace señas. Eso es exactamente lo que hace. Ni siquiera ha mirado en mi dirección, pero ha levantado la mano para mover dos dedos hacia él. Con la otra mano se rasca la barbilla mientras examina las muñecas que tiene delante.

Lo evalúo con la mirada mientras camino hacia él. Un ojo poco entrenado tal vez no captaría la riqueza que emana, pero yo la conozco bien, y el chico apesta a ella. Tan solo el conjunto que lleva puesto probablemente cueste más que toda la ropa que hay en mi pequeño armario. Sin embargo, no parece caro; es un conjunto que trata de disimular a propósito lo mucho que cuesta: unos pantalones cargo y una camisa de botones de color rosa, con las mangas enrolladas. Pero la ropa está comprada en algún lugar especializado en conteo de hilos y puntadas triples. Es evidente que el muchacho podría comprar la tienda entera si quisiera. Bueno, él no, sus padres. No me había dado cuenta al principio, porque la confianza lo hacía parecer mayor, pero ahora que me encuentro más cerca de él puedo ver que es joven. ¿Tal vez de mi edad, diecisiete años? Aunque puede que tenga un año más que yo. ¿Cómo es que alguien de mi edad es ya tan experto en hacer señas? Habrá tenido una vida de privilegios, evidentemente.

–¿Puedo ayudarlo, señor?

Solo mi madre habría sido capaz de oír el sarcasmo que envenenaba esa única pregunta.

–Sí, necesito una muñeca de porcelana.

–Lo siento, se nos han acabado todas.

Muchas personas no entienden mi sentido del humor. Mi madre dice que soy demasiado irónica. Creo que eso significa que no le parecen graciosas las cosas que digo, pero también significa que yo soy la única que sabe siempre si estoy bromeando o no. A lo mejor, si me riera después de alguna broma, como hace mi madre cuando está ayudando a los clientes, más gente me comprendería, pero no soy capaz de hacerlo.

–Qué gracioso –dice, pero no lo hace como si pensara que es gracioso de verdad, sino más bien como si deseara que yo no hablara en absoluto. Todavía no me ha mirado ni una sola vez–. En cualquier caso, ¿cuál de estas crees que le gustaría a una mujer mayor?

–Todas.

Un músculo se tensa en su mandíbula, y entonces se gira hacia mí. Durante una fracción de segundo veo sorpresa en sus ojos, como si hubiese esperado tener delante a una anciana… la culpa es de mi voz, que es algo más grave de lo normal. Sin embargo, eso no le impide decir la frase que ya se está derramando de sus labios:

–¿Y cuál te gusta más a ti?

¿Se me permite decir que no me gusta ninguna? A pesar del hecho de que es mi futuro inevitable, esta tienda es el amor de mi madre, no el mío.

–Me inclino por los eternos llorones.

–¿Disculpa?

Señalo la versión de porcelana de un bebé que tiene la boca abierta en un llanto silencioso y los ojos cerrados con fuerza.

–Prefiero no verles los ojos. Los ojos pueden decir muchas cosas. Los de estos muñecos dicen «queremos robarte el alma, así que no nos des la espalda».

El chico me recompensa con una sonrisa que borra todos los contornos duros y arrogantes de su rostro, dejándole un aspecto muy atractivo. Sin duda, debería convertir eso en algo permanente. Pero, antes de que termine de pensarlo siquiera, la sonrisa desaparece.

–Se acerca el cumpleaños de mi abuela, y se supone que tengo que comprarle una muñeca.

–Es imposible equivocarse. Si le gustan las muñecas de porcelana, le gustará cualquiera de las que tenemos.

Vuelve a mirar hacia la estantería de muñecas.

–¿Por qué los llorones? ¿Por qué no los que duermen?

Está mirando fijamente a una bebé de aspecto pacífico, con un lazo rosa en sus rizos rubios, las manos debajo de la mejilla y la expresión relajada.

Yo también la miro fijamente, y la comparo con el llorón que hay a su lado. El que tiene los puños apretados, los dedos de los pies curvados y las mejillas rosadas por la irritación.

–Porque esa es mi vida: gritar sin producir ningún sonido.

Vale, en realidad no he dicho eso. Pero lo he pensado. Lo que digo de verdad después de encogerme de hombros es:

–Los dos están bien.

Porque si he aprendido algo de los clientes es que en realidad no quieren que les des tu opinión. Quieren que les digas que su opinión es válida. Así que si el señor Ricachón quiere a la bebé dormilona para su abuela, ¿quién soy yo para tratar de detenerlo?

Niega con la cabeza, como si estuviera sacudiéndose un pensamiento de encima, y después señala un estante completamente diferente, lleno de muñecas de las que absorben el alma. La chica a la que señala está vestida con un uniforme escolar a cuadros y lleva de la correa a un terrier escocés negro.

–Creo que esa valdrá. Le gustan los perros.

–¿A quién? ¿A tu abuela, o a…? –Entrecierro los ojos para leer el cartel de la muñeca–. ¿O a Peggy?

–Es bastante evidente que a Peggy le gustan los perros –dice el chico, con el fantasma de una sonrisa bailando en sus labios–. Me refería a mi abuela.

Abro el armarito de abajo para buscar la caja de Peggy. Tras sacarla, tomo con cuidado a la niña y al perro del estante, junto al cartel con su nombre, y me dirijo hacia la caja registradora. Mientras la empaqueto cuidadosamente, el señor Ricachón señala la caja.

–¿Cómo es que el perro no tiene nombre? –Lee el nombre en la caja–: «Peggy y su perro».

–Porque la gente suele querer poner el nombre de sus queridas mascotas a los animales.

–¿De verdad?

–No. No tengo ni idea. Puedo darte el número del fabricante de Peggy, por si quieres preguntárselo.

–¿Tienes el número del fabricante de esta muñeca?

–No.

Introduzco el precio en la caja registradora y presiono la tecla de «Total».

–Eres difícil de entender –dice.

¿Por qué está tratando de entenderme? Estábamos hablando de muñecas. Me entrega una tarjeta de crédito, y yo la paso por la máquina. El nombre de la tarjeta es Xander Spence. ¿Se pronunciará como «Zander», con zeta, o «Xander», con equis? No voy a preguntárselo. En realidad, me da igual. Ya he sido lo bastante agradable. Esta conversación ni siquiera habría necesitado una lección de mi madre si hubiera estado aquí. A mi madre se le da mucho mejor que a mí esconder el resentimiento. Incluso es capaz de escondérmelo a mí. Supongo que se debe a años de entrenamiento.

Suena un teléfono móvil, y el chico se lo saca del bolsillo.

–¿Diga?

Mientras espero a que la máquina escupa el tique, abro el cajón que hay debajo de la caja registradora y guardo el cartel del nombre junto a los otros que hemos vendido este mes. Eso nos ayuda a recordar qué muñecas tenemos que volver a encargar.

–Sí, he encontrado una. Tiene un perro. –Escucha durante un minuto–. No. No es que sea un perro. Es que tiene un perro. La muñeca tiene un perro. –Hace girar la caja y mira la imagen de Peggy, ya que la verdadera Peggy está protegida en su interior–. Supongo que sí que es mona. –Me mira y se encoge de hombros, como si estuviera preguntándome si estoy de acuerdo. Asiento con la cabeza: sin duda, Peggy es mona–. Sí, acaba de confirmármelo la vendedora. Es muy mona.

Sé que no estaba diciendo que yo fuera mona, pero, tal como lo ha enfatizado, ha sonado como si fuera así. Bajo la mirada, arranco el papel y después le doy un bolígrafo al chico para que lo firme. Lo hace con una mano, y comparo la firma con la de la tarjeta antes de devolvérsela.

–No, no me refiero a… A ver, ella también, pero… Bueno, ya sabes lo que quiero decir. No pasa nada. Llegaré pronto a casa. –Suelta un suspiro–. Sí, después de ir a la panadería. Recuérdame que me vaya de casa cuando tu ayudante tenga un día libre. –Cierra los ojos con fuerza–. No me refería a eso. Sí, por supuesto que me hace apreciar más las cosas. Vale, mamá, nos vemos pronto. Adiós.

Le entrego la muñeca dentro de una bolsa.

–Gracias por tu ayuda.

–No hay de qué.

Toma una tarjeta profesional del recipiente junto a la caja registradora y la examina durante un momento.

–¿«Y más»?

El nombre de la tienda es Muñecas y Más. Está preguntando qué otras cosas hay en la tienda, dado que solo ve muñecas. Asiento con la cabeza.

–Muñecas y más muñecas –respondo, y él inclina la cabeza hacia un lado–. Antes vendíamos pulseras, animales de peluche y esas cosas, pero las muñecas se pusieron celosas.

Me dirige una mirada que parece decir: «¿Estás hablando en serio?». Evidentemente, nunca se ha encontrado a nadie como yo en ninguna de sus salidas para «visitar a la gente común y apreciar más tu vida».

–Déjame adivinarlo: las muñecas os amenazaron con robaros el alma si no cumplíais con sus exigencias.

–No, nos amenazaron con liberar las almas de los clientes anteriores. No podíamos permitir eso.

Se ríe, cosa que me sorprende. Me siento como si me hubiera ganado algo que no muchas otras personas se han ganado, y sonrío aun a mi pesar.

Señalo la tarjeta con la cabeza.

–A mi madre le gustan más las muñecas. Se cansó de vender ratones de peluche.

Además, ya no podíamos permitirnos los extras. Teníamos que abandonar algo, y no iban a ser las muñecas. Y dado que estamos en un estado perpetuo de bancarrota (con apenas dinero suficiente para mantenernos a flote), el nombre de la tienda y de las tarjetas profesionales sigue siendo el mismo.

Le da un golpecito a la tarjeta con el dedo.

–¿Susan? ¿Esta es tu madre?

Y eso es lo único que dice la tarjeta, su nombre de pila seguido por el número de la tienda, como si fuera una stripper o algo parecido. Siempre me da vergüenza cuando entrega tarjetas fuera de la tienda.

–Sí, señor.

–¿Y tú quién eres?

Me mira a los ojos.

–Su hija.

Sé que está preguntándome mi nombre, pero no quiero decírselo. Lo primero que aprendí de los ricos es que la gente común es para ellos una distracción divertida, pero nunca quieren nada que sea real. Y a mí me parece bien. Los ricos son otra clase de especie, que observo solo desde una distancia segura. No interactúo con ellos.

Vuelve a colocar la tarjeta en su sitio y da unos pocos pasos hacia atrás.

–¿Sabes dónde está la panadería de Eddie?

–A dos manzanas de distancia, en esa dirección. Ten cuidado. Sus magdalenas de arándanos tienen alguna clase de sustancia adictiva.

Asiente con la cabeza.

–Tomo nota.

CAPÍTULO 2

No, no trabajamos con Barbies, solo con muñecas de porcelana –digo al teléfono por quinta vez. Pero la mujer no me escucha, y continúa diciendo que su hija se morirá si no le consigue la reina de las hadas–. Lo entiendo. Tal vez debería probar en el centro comercial.

–Lo he hecho, pero se les han acabado.

Murmura algo sobre que pensaba que éramos una juguetería, y después cuelga.

Dejo el teléfono en su sitio y miro a Skye poniendo los ojos en blanco, pero ella no se entera, porque está tumbada en el suelo, sosteniendo su collar en el aire y observándolo balancearse de un lado a otro sobre ella.

Skye Lockwood es mi mejor y única amiga. No es porque los compañeros del instituto sean mala gente ni nada parecido; simplemente se olvidan de que existo. Teniendo en cuenta que me marcho antes de la hora de la comida y nunca asisto a sus reuniones sociales, es normal que lo hagan.

Skye tiene un par de años más que yo y trabaja en el local de al lado, en una tienda que vende muchos «y más». Es una tienda de antigüedades llamada Tesoros Ocultos que yo llamo Basura Evidente. Pero a la gente le encanta esa tienda.

En el mundo de la ciencia, si Skye fuera un cuerpo anfitrión, yo sería su parásito. Ella tiene una vida, y yo finjo que es la mía. En otras palabras, a ella le gustan de verdad algunas cosas (música, ropa vintage ecléctica y peinados extraños), y yo finjo que esas cosas también me interesan. No es que las odie; es solo que realmente no me importan. Pero Skye me cae bien, así que ¿por qué no unirme a ella? Sobre todo porque no tengo ni idea de qué es lo que me gusta a mí realmente.

Paso sobre ella con un suspiro.

–¿Has averiguado ya las respuestas a las grandes cuestiones de la vida?

Skye utiliza a menudo el suelo de la tienda para tener divagaciones filosóficas, que en realidad es una forma bonita de decir «discusiones consigo misma».

Suelta un gemido y se pone el brazo sobre los ojos.

–¿Qué podría estudiar si fuera a la universidad?

Si dependiera de ella, se quedaría trabajando en la tienda para siempre, pero la universidad es muy importante para su padre, que nunca pudo asistir y ahora dirige una funeraria.

–¿Quejología?

–Ja, ja. –Se impulsa para quedarse sentada–. ¿Qué vas a estudiar tú cuando vayas?

Ni idea.

–Los efectos a largo plazo de las divagaciones filosóficas.

–¿Qué hay del arte del sarcasmo?

–Estoy convencida de que ya me he ganado el equivalente a un máster en eso.

–No, en serio, ¿qué vas a estudiar?

Oigo mucho esas palabras: «no, en serio», o «de verdad», o «venga, en serio». Son las palabras de alguien que quiere que le dé una respuesta real. Y yo no quiero darla.

–No he pensado demasiado en ello. Supongo que seré una de esas personas sin especialidad durante algún tiempo.

Vuelve a tumbarse.

–Sí, a lo mejor eso es lo que hago yo también. A lo mejor cuando vayamos a algunas clases encontraremos nuestro verdadero camino.

De pronto, se sienta y suelta un jadeo.

–¿Qué pasa?

–¡Deberíamos ir juntas a clase! El curso que viene. Tú y yo. ¡Sería increíble!

Ya le he dicho un millón de veces que no voy a ir a la universidad el próximo curso. Mi madre se opondrá a este plan (es la razón por la que no se lo he contado), pero voy a tomarme uno o dos años libres para poder ayudar a tiempo completo en la tienda. Sin embargo, Skye parece tan feliz que me limito a sonreír y asentir con la cabeza sin comprometerme a nada.

Comienza a cantar una canción inventada.

–Caymen y yo yendo juntas a clase, encontrando nuestro verdadero camino…

Su voz se suaviza y se convierte en un tarareo feliz mientras vuelve a bajar al suelo.

Un par de niñas pequeñas acaban de marcharse después de toquetearlo todo. Mi madre insiste en que, cuando la gente conoce el nombre de un muñeco, es más fácil que se enamore de él, así que hay un cartel enfrente de cada uno. Ahora las tarjetitas de los nombres están todas hechas un desastre, giradas y volcadas. Es muy triste que sepa que la tarjeta del nombre de Bethany está delante de Susie. Muy. Muy. Triste.

Suena el teléfono de Skye.

–¿Hola? No. Estoy en la tiendecita de los horrores.

Así es como llama a mi tienda.

Hay un momento de silencio antes de que continúe.

–No sabía que ibas a venir. –Se pone en pie y se reclina contra el mostrador–. ¿Ah, sí? ¿Cuándo? –Se retuerce un mechón de pelo en el dedo–. Bueno, estaba un poco distraída durante la serie. –La voz de Skye encaja con su nombre, ligera y etérea, lo que provoca que todo lo que sale de su boca suene dulce e inocente–. Entonces, ¿sigues aquí? –Rodea unas cunas de bebés y mesas cubiertas de mantas para dirigirse hasta el escaparate y mira al exterior–. Ya te veo… Estoy al lado, en la tienda de muñecas. Ven aquí.

Se guarda el teléfono en el bolsillo.

–¿Quién era?

–Mi novio.

–El novio. Entonces, ¿eso significa que por fin voy a conocerlo?

Sonríe.

–Sí, estás a punto de ver por qué le dije que sí en cuanto me pidió salir la semana pasada. –Abre la puerta principal de golpe, y la campanilla casi sale volando–. Hola, cariño. –Él la rodea con los brazos, y entonces ella se aparta–. Caymen, este es Henry. Henry, Caymen.

No sé si es que no estoy mirando con suficiente fuerza, pero realmente no veo gran cosa. Es flacucho, con el pelo largo y grasiento y la nariz puntiaguda. Unas gafas de sol cuelgan del cuello de su camiseta, de un grupo musical, y tiene una larga cadena enganchada a la hebilla del cinturón que le cae hasta la mitad de la pierna antes de desaparecer en su bolsillo trasero. Sin pretenderlo, calculo cuántos pasos le habrá costado llegar desde la tienda de Skye hasta la mía, y cuántas veces debe de haberle golpeado la cadena en la pierna.

–Qué pasa –dice a modo de saludo. Sí, en serio. Eso es lo que ha dicho.

–Eh… ¿nada?

Skye me dirige una amplia sonrisa que dice: «¿Ves? Sabía que te encantaría». Esta chica podría encontrar cualidades positivas hasta en una rata ahogada, pero yo todavía estoy tratando de hallar sentido a la pareja. Skye es guapa, aunque no tiene una belleza convencional. De hecho, la gente normalmente se para a mirarla primero porque les impresiona su pelo rubio y revuelto con las puntas rosa, el piercing con forma de diamante de su barbilla o su ropa alocada. Pero después siguen mirándola porque es impresionante, con sus penetrantes ojos azules y unos pómulos preciosos.

Henry está girando en círculo, mirando las muñecas de porcelana.

–Vaya, qué flipe.

–Sí, ¿verdad? La primera vez es un poco abrumador.

Miro a mi alrededor. Lo cierto es que sí que resulta un poco abrumador al principio. Las muñecas cubren casi cada centímetro de la pared, en una explosión de colores y expresiones. Todas nos miran fijamente. Y no solo se encuentran en las paredes, sino que el espacio del suelo es un laberinto de mesas, cunas y cochecitos abarrotados de muñecas. Si hubiera un incendio, no habría ningún camino despejado para llegar hasta la puerta. Tendría que apartar a los bebés de mi camino para escapar. Puede que sean bebés falsos, pero, aun así…

Henry camina hasta una muñeca con una falda escocesa.

–Aislyn –dice, leyendo el nombre de la tarjeta–. Yo tengo esta ropa. Debería comprar la muñeca para irnos juntos de gira.

–¿Tocas la gaita? –pregunto.

Me dirige una mirada extraña.

–Nop. Soy el guitarrista de Sapos Crujientes.

Ah, así que es eso. Es la razón por la que Skye está con él: siente debilidad por los músicos. Pero podría encontrar a alguien mucho mejor que un tío que parece haber sido la inspiración para el nombre de su grupo musical.

–Die, ¿estás lista?

–Sip.

¿«Die»? Tendría que preguntarle al respecto.

–Hasta luego, Caimán –dice Henry con una carcajada, como si hubiera estado guardándose el chiste sobre mi nombre desde el momento en que nos presentaron.

No iba a tener que preguntarle a Skye lo de «Die», después de todo. Es uno de esos tipos que ponen motes a todo el mundo.

–Adiós –Sapo Crujiente–, Henry.

Mi madre entra por la puerta trasera mientras ellos salen por la delantera. Lleva los brazos llenos de bolsas de la compra.

–Caymen, hay unas cuantas bolsas más; ¿puedes ir a por ellas?

Se dirige directamente hacia la escalera.

–¿Quieres que salga de la tienda?

Parece una pregunta tonta, pero realmente es muy especialita con eso de salir de la tienda. En primer lugar, porque las muñecas son caras, y si alguien robara alguna de ellas, sería una gran faena. No tenemos ninguna clase de sistema de vigilancia en vídeo, ni ninguna alarma en la tienda: sería demasiado caro mantenerlos. Y, en segundo lugar, mi madre le da mucha importancia al servicio al cliente. Si alguien entra en la tienda, se supone que no puede pasar ni un segundo antes de que le dé la bienvenida.

–Sí, por favor.

Suena como si le faltara aliento. ¿Mi madre, la reina del yoga, está sin aliento? ¿Es que ha estado corriendo?

–Vale.

Me dirijo hacia la puerta principal para asegurarme de que no viene nadie, y después voy a la parte de atrás a por el resto de la compra. Cuando la llevo al piso de arriba, paso por encima de las bolsas que ha dejado justo al otro lado de la puerta y a continuación dejo las mías sobre la encimera de nuestra cocina, del tamaño de una casa de muñecas. Ese es el verdadero tema de nuestras vidas. Las muñecas. Las vendemos. Vivimos en su casa… o al menos el equivalente en tamaño: tres habitaciones diminutas, un baño y una cocina en miniatura. Y estoy convencida de que el tamaño es la principal razón por la que mi madre y yo estamos tan unidas. Miro por el lateral de la pared y veo a mi madre tumbada en el sofá.

–¿Estás bien, mamá?

Se sienta, pero no se pone en pie.

–Solo estoy cansada. Me he levantado muy temprano esta mañana.

Comienzo a guardar la compra y meto la carne y el zumo de manzana congelado en el congelador. Una vez le pregunté a mi madre si no podríamos comprar zumo embotellado, y me dijo que era demasiado caro. Yo tenía seis años, y fue la primera vez que me di cuenta de que éramos pobres. Y desde luego, no fue la última.

–Ay, cariño, no hace falta que guardes las cosas. Lo haré yo dentro de un momento. ¿Puedes volver a la tienda?

–Claro.

De camino hacia la puerta, llevo también a la encimera las bolsas que mi madre había abandonado en el suelo, y después me marcho. Mi cerebro tarda todo el trayecto hacia el piso inferior en recordar que cuando he ido a clase por la mañana mi madre seguía en la cama. ¿Cómo va a haberse levantado muy temprano, entonces? Miro por encima del hombro, hacia la empinada escalera, tentada de darme la vuelta y decirle que he descubierto su mentira. Pero no lo hago. Ocupo mi lugar detrás de la caja registradora, saco la lectura para clase de Inglés y no levanto la mirada hasta que suena la campanilla de la puerta principal.

CAPÍTULO 3

Por la puerta entra una de mis clientas favoritas. Es una mujer mayor, pero es muy ingeniosa y divertida. Tiene el pelo de un rojo intenso, a veces rozando el púrpura, dependiendo de cuánto tiempo haya pasado desde que se lo tiñó. Y siempre lleva un pañuelo al cuello, sin importar el calor que haga fuera. Estos días, el tiempo otoñal justifica ocasionalmente el uso de un pañuelo, y el de hoy es de un naranja brillante con flores púrpura.

–Caymen –me saluda con una sonrisa.

–Hola, señora Dalton.

–¿Está tu madre hoy, cariño?

–Está arriba. ¿Quiere que vaya a buscarla, o puedo ayudarla yo?

–Había hecho un pedido especial de una muñeca, y me preguntaba si ya habría llegado.

–Voy a comprobarlo. –Saco una carpeta del cajón de debajo de la caja registradora, donde anotamos los pedidos. Encuentro fácilmente el nombre de la señora Dalton, ya que solo hay unas pocas entradas, y la mayoría son suyas–. Parece que la entrega está programada para mañana, pero voy a llamar para asegurarme, no sea que venga usted para nada.

Hago una llamada y averiguo que la muñeca llegará mañana, después del mediodía.

–Siento haberte molestado. Tu madre ya me lo dijo, pero esperaba que hubiera suerte. –Sonríe–. Esta es para mi nieta. Su cumpleaños es dentro de unas semanas.

–Qué bien. Seguro que le encanta. ¿Cuántos años cumplirá la pequeña afortunada?

–Dieciséis.

–Ah. La pequeña afortunada… es mayor.

No sé qué más decir sin parecer maleducada.

La señora Dalton se ríe.

–No te preocupes, Caymen, tengo más regalos para ella. Este es más para complacer a su abuela. Le he comprado una muñeca todos los años desde que cumplió uno. Me resulta muy difícil romper las tradiciones, por muy viejas que sean.

–Mi madre le da las gracias por ello.

La señora Dalton se ríe. Siempre pilla mis bromas; tal vez porque ella también tiene un punto irónico.

–Es la única chica, así que la tengo muy mimada.

–¿Y qué tradición tiene para los chicos?

–Una patada en el trasero.

–Esa es una estupenda tradición. Creo que también debería comprarles una muñeca a ellos por sus cumpleaños. Seguramente se sienten excluidos.

Se ríe.

–Tal vez debería probar. –Mira la carpeta encima del mostrador con ojos tristes, como si esperase que la fecha cambiara mágicamente y su muñeca hubiera llegado ya. Abre el bolso y comienza a escarbar en él–. ¿Cómo le va a Susan?

Echo un vistazo hacia la parte trasera, como si mi madre fuera a bajar ante la simple mención de su nombre.

–Está bien.

La mujer saca un librito rojo y comienza a pasar las páginas.

–¿Mañana por la tarde, has dicho? –Asiento con la cabeza–. Vaya, no puedo. Tengo hora para ir a la peluquería.

–No pasa nada. Se la guardaremos hasta que venga. Puede venir el miércoles, o cualquier día de esta semana, en realidad. Como usted prefiera.

Toma el bolígrafo negro que hay encima del mostrador y anota algo en el libro.

–A lo mejor puedo enviar a alguien para que la recoja por mí. ¿Podría hacerlo?

–Por supuesto.

–Se llama Alex.

Escribo el nombre de Alex en la línea de recogida.

–De acuerdo.

Me toma la mano y la aprieta con las suyas.

–Eres muy buena chica, Caymen. Me alegra que estés aquí para tu madre.

A veces me pregunto cuánto hablarán estas señoras con mi madre. ¿Qué es lo que saben sobre nuestra historia? ¿Saben lo de mi padre? Hijo consentido de una familia rica, salió corriendo antes de que mi madre pudiera terminar de decir: «Estoy embarazada. ¿Qué deberíamos hacer?». Mis abuelos paternos la obligaron a firmar unos papeles que ella no comprendía y en los que básicamente ponía que no podía ir tras él para pedirle la pensión alimenticia. Le dieron dinero para cerrarle la boca, dinero que acabó convirtiéndose en los fondos iniciales para abrir la tienda de muñecas. Y por eso no tengo ningún deseo en absoluto de conocer a la joya que tengo por padre. Aunque él ni siquiera lo ha intentado.

Vale, tal vez sí que tenga un pequeño deseo. Pero, después de lo que le hizo a mi madre, me parece mal.

Le aprieto las manos a la señora Dalton.

–Ah, ya me conoce, estoy compitiendo por el premio de Mejor Hija del Universo. He oído que este año te regalan una taza.

Vuelve a sonreír.

–Creo que ya te lo has ganado.

Pongo los ojos en blanco. Ella me da una palmadita en la mano, y después se toma su tiempo al salir de la tienda, examinando las muñecas a su paso.

Me siento en mi taburete y sigo leyendo un rato. Cuando dan las siete, echo un vistazo a la escalera por enésima vez. Mi madre no ha bajado, y eso es muy extraño. Casi nunca me hace quedarme aquí abajo sola si ella está en casa. Después de cerrar, bajar las persianas y apagar las luces, tomo el fajo de cartas y voy al piso de arriba.

La casa huele increíblemente bien. Huele como a zanahorias dulces cocidas y puré de patatas con salsa.

Mi madre está junto al fogón, removiendo la salsa. Justo cuando estoy a punto de saludarla, ella habla:

–Lo sé. Y ese es el problema. –Me doy cuenta de que está hablando por teléfono, así que me dirijo a mi habitación para quitarme los zapatos. A mitad de camino, oigo que dice–: Oh, por favor. No viven por aquí para mezclarse con la gente normal.

Debe de estar hablando con su mejor amiga. Ella no sabe que he escuchado a escondidas muchas conversaciones como esta, pero así es. Me quito los zapatos en mi habitación y vuelvo otra vez a la cocina.

–Huele muy bien, mamá –comento.

Ella da un salto, y entonces dice:

–Bueno, Caymen acaba de llegar. Será mejor que te deje.

Se ríe por algo que dice su amiga, y su risa es como una canción melódica.

A la cocina no le gusta que haya dos personas dentro al mismo tiempo, así que continuamente me ataca con los bordes de la encimera y las manijas de los cajones en las caderas y la parte inferior de la espalda. Enseguida abandono la idea de que vayamos a caber las dos, así que paso junto a la encimera para dirigirme hacia la pequeña zona para comer.

–Siento no haber bajado contigo –dice tras colgar el teléfono–. Pensaba que sería buena idea hacer una cena caliente. Ha pasado ya algún tiempo desde la última vez.

Me siento y examino el correo que he traído.

–¿Es que es algún día especial?

–No. No hay ninguna razón.

–Gracias, mamá. –Levanto una factura de la luz dentro de un sobre rosa. No tengo ni idea de por qué eligen el rosa para los retrasos. ¿De verdad es el color que anuncia al mundo (o al menos al cartero): «Esta gente son unos fracasados y unos irresponsables»? Cualquiera pensaría que un amarillo vómito serviría mejor para hacer ese anuncio–. Aviso de cuarenta y ocho horas.

–Uf. ¿Es el único?

–Eso parece.

–Vale. Lo pagaré después por internet. Déjalo en la encimera.

Ni siquiera tengo que ponerme en pie para alcanzarla; está a menos de un brazo de distancia de la mesa. Mi madre lleva dos platos de comida humeante y coloca uno delante de mí. Hablamos mientras comemos.

–Ah, mamá, se me olvidó contarte lo del tío que entró en la tienda el otro día.

–¿Ah, sí?

–Me hizo señas para que me acercara.

–Seguro que solo estaba tratando de llamar tu atención.

Continúo.

–Además, nadie le ha enseñado a sonreír, y en algún momento hasta frunció los labios.

–Bueno, pues espero que te guardaras esos pensamientos para ti.

Toma un poco de puré de patatas.

–No, le dije que impartías clases de sonreír por las tardes. Creo que vendrá mañana. –Levanta los ojos de golpe, pero debe de darse cuenta de que estoy bromeando, porque suelta un suspiro a pesar de que veo que está tratando de ocultar una sonrisa–. La señora Dalton ha vuelto a venir hoy.

Esta vez me dirige una sonrisa de verdad.

–También vino la semana pasada. Se emociona mucho cuando está esperando a que le llegue alguna muñeca.

–Lo sé. Es muy mona.

Me aclaro la garganta y paseo el tenedor por el puré de patatas formando un remolino antes de mirar a mi madre.

–Siento haberte abandonado abajo hoy. Me he quedado inmersa en el papeleo aquí arriba.

–Tranquila.

–Sabes que aprecio mucho lo que haces, ¿verdad?

Me encojo de hombros.

–No es nada.

–Pues claro que sí. No sé qué haría sin ti.

–Creo que tendrías un montón de gatos.

–¿En serio? ¿Crees que sería una loca de los gatos?

Asiento lentamente con la cabeza.

–Sí. Eso, o muchos cascanueces.

–¿Qué? ¿Cascanueces? Si ni siquiera me gustan las nueces.

–No hace falta que te gusten las nueces para tener un montón de muñecos de madera con la boca enorme.

–Entonces, ¿crees que sin ti yo tendría una personalidad completamente diferente y me gustarían los gatos o los cascanueces?

Sin mí, tendría una vida completamente diferente. Probablemente habría ido a la universidad y se habría casado, en lugar de que sus padres la repudiaran.

–Bueno, pues claro. ¿Hola? Si no me tuvieras a mí en tu vida, no tendrías humor ni amor. Serías una mujer muy muy triste.

Vuelve a reír.

–Muy cierto. –Pone el tenedor encima del plato y se levanta–. ¿Has terminado?

–Sí.

Toma mi plato y lo coloca debajo del suyo, pero no antes de que me dé cuenta de que apenas ha comido. En el fregadero, se apresura a enjuagar los platos.

–Mamá, tú has cocinado. Yo limpiaré.

–Gracias, cariño. Creo que voy a irme a la cama a leer.

Tan solo tardo unos veinte minutos en limpiarlo todo. De camino a mi habitación meto la cabeza en el cuarto de mi madre para darle las buenas noches, pero veo que está profundamente dormida, con un libro abierto sobre el pecho. Debe de estar verdaderamente cansada hoy. A lo mejor sí que se levantó temprano, como me ha dicho, para hacer ejercicio o algo así, y después se volvió a la cama. Le cierro el libro, lo dejo sobre la mesita de noche y apago la luz.