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A la raíz gallega en el alma de Cuba

 

 

A mi abuelo, 

Manuel Castiñeira Fernández

 

 

 

Gratitudes

 

Este volumen es heredero del trabajo de investigación, escritura y edición realizado para el libro Todo el tiempo de los cedros y, por esa razón, el esfuerzo de quienes entonces participaron del sueño, está presente también en estas páginas.

Abrazo a la Casa Editora Abril y a la Oficina de Asuntos Históricos (OAH), al Equipo de Versiones Taquigráficas, la Dirección de Informática, el Grupo Creativo y la Secretaría del Consejo de Estado, y a las imprentas Alejo Carpentier y Federico Engels, que hicieron posible palpar este ejemplar en rostro, cuerpo y estampas de papel.

A la misión diplomática cubana en Madrid, a quienes facilitaron las búsquedas y las entrevistas realizadas durante la visita de la autora y de Asunción Pelletier –especialista de la OAH– a España, realizada entre el 28 de mayo y el 11 de junio del año 2007. En especial, en Madrid, al embajador Alberto Velazco San José, María del Pilar Fernández y Rubén Abelenda; y en el Consulado de Santiago de Compostela, al cónsul Alejandro Fuentes y a los fraternales Miriam Arestuche, Luis García, Coral Prieto y a María Sánchez (anterior cónsul en esa ciudad).

Considero de gran valor las referencias ofrecidas por el investigador gallego Javier Cordero Aparicio, hasta quien nos llevó otro gallego amigo de Cuba, Antón Alonso; el médico­ José Eladio Fernández Alfonso en Vigo; y el investigador Luis López Pombo, en Lugo.

Valoro afectuosa la hospitalidad de Carlos López Sierra, concejal de Láncara, y de todos los que allí ofrecieron su colaboración como Eladio Capón López, Victoria­ López Castro y Manuela Argiz, entre otros.

Agradezco especialmente a Tania Fraga Castro, nieta de don Ángel, quien en mayo de 2007 entregó a la Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado una fotocopia del expediente del Cuerpo de Sanidad Militar, corres­­pondiente a don Ángel Castro Argiz en el período en que cumplió el servicio militar como soldado en la isla de Cuba, lo cual permitió confirmar la concordancia de su itinerario con el registrado en el Historial del Regimiento­ Isabel II No 32. Legajo 4.

Reconozco al Archivo del Servicio Histórico Militar en Madrid del Instituto de Historia y Cultura Militar del Ministerio de Defensa en España, y específicamente a María de Jesús Franco Durán, técnica; y al funcionario Luis Mateo González, por el rigor, la prontitud y delicadeza con que orientaron las indagaciones.

Agradezco la disposición de los archiveros del Archivo Diocesano del Obispado de Lugo y de la iglesia parro­quial de San Pedro de Láncara, y la de los especialistas del Archivo Histórico Provincial de Lugo.

Como siempre, doy gracias a los seres queridos, a mi esposo y mis hijos, quienes me alientan y apoyan en el estudio y cada cuartilla que escribo.

Finalmente, la autora corresponde con un abrazo fraternal al noble empeño de Alba Orta Pérez, quien callada y eficaz ayudó en las investigaciones, aportó sugerencias y revisó todo el material para entregarlo a la mirada acu­ciosa de la editora Lilian Sabina, al dominio técnico de Enrique D. Medero y a la imaginación diseñadora de Ernesto Niebla, quienes se entregaron al trabajo como enamorados del libro.

 

 

Abrigo

 

Recorrió con la mirada la madera de los robles y castaños, la armadura del techo de la casa. Las vigas eran como una calle ancha de Lugo donde desembocaban modositas otras callejas deslizadas por tramos y arcos umbrosos al interior de las murallas romanas. Las arañas se descolgaban en las esquinas, a salvo del deshollinador que Antonia paseaba por los techos asiduamente. Los palos entretejidos en lo alto terminaban en los maderos recios, estos sostenían el cielo de su vida y las tejas de pizarra azul que protegían de las nevadas lluviosas o del implacable sol de mitad del día en veranos ardorosos. Todavía la resina escurría­ de los árboles acostados en días de humedad y él sentía el agua en las piedras de la casa. Sentía su frescor y fluir… El agua fluía y fluía como la del Neira y los días vividos hasta entonces, como la música lejana y sombría de una gaita en invierno.

Los López y los Osorio, más viejos por los lados de Láncara, hablaban del manantial en lo hondo de la edificación, una de las más modestas de la aldea, como una parte o dependencia de una propiedad mayor, ubicada en un ángulo esquinado del pueblito, en el lindero más allá del cual los terrenos se extendían lisos hasta comenzar a empinarse tenues hacia las colinas. Rodeada por el fondo de una cerca de piedras, la pequeña construcción se cuidaba de los inviernos y las rachas de aire con gruesos muros y ventanas de cristal como postigos. Las aguas subterráneas brotaban a sus plantas, y la familia bebía el líquido a la puerta o por un costado del hogar. Su madre, desde viejos tiempos, llenaba los baldes de barro allí mismo. Pero esas no eran las aguas que humedecían las piedras, las lajas reposadas unas sobre otras tanto tiempo. Para él, las aguas del río Neira secreteaban su rumor dentro de las piedras de los muros o quizá dentro de sí. Sentía las aguas mientras estaba despierto o dormido, como si las piedras de la casa llovieran o como si las gotas calaran sus huesos de una buena vez, sus huesos desnudos; dolían todos y la pierna abrigada entre alcanfores y paños calientes, único remedio para aliviarse. El malestar iba de la cadera al tobillo y a veces se tornaba irresistible. Él pasaba horas bajo las mantas con la esperanza de calentarse y mejorar, así quizá podría borrar la sensación de que una parte de su cuerpo pesaba y estaba prematuramente viejo, demasiado viejo, como Sebastián, quien encorvado y exhausto vagaba por los caminos de la aldea y ya casi no respondía a los saludos de los compadres y las comadres, porque había perdido la memoria y el oído, y andaba envuelto en un mundo que los otros no percibían y él musitaba bajo e ininteligible como si respondiera a otras voces…

Alguna lamparita de aceite permanecía encendida en la casa porque aún no clareaba. Angelito decidió arrebujarse en el banco, macizo y confortable, cerca de donde humeaban las cenizas del fuego prendido en la noche. Se incorporó del lecho, vadeó con éxito el arcón para la ropa, el pequeño aguamanil, un armario y los veladores, sin enredarse con la cortina divisoria de la estancia para aislar el lecho matrimonial del de los hijos. Su silueta se dibujó efímera en el espejo. Adelantó unos pasos a hurtadillas para no hacer ruido y despertar a sus padres y hermanos, y sobre todo a los animales: de estos sentía el resuello de su respiración bajo el entablado del piso del dormitorio, donde se les resguardaba, mientras las palomas y los murciélagos se refugiaban en lo alto, en la cornisa. A pesar de su sigiloso andar, Angelito ocasionó un resoplido, un acomodo ruidoso del rebaño de ovejas y vacas, un leve trote de caballo, un sordo cacareo de aves. Fue un alboroto pasajero. Todo volvió rápido al plácido y callado reposo.

Sentado en el escano, creía que el tiempo no transcurría. Percibía y observaba minucioso a su alrededor. El péndulo del reloj de pared continuaba moviéndose acompasadamente. Todos dormían y la casa conservaba el silencio como una gruta olvidada. Entre el dolor y el insomnio, ya no soportaba quedarse en cama mucho más, pero a su vez no se despabilaba del todo en medio de la penumbra. Iba y venía su lucidez, como si soñara despierto o viera visiones… En la sala, los hilillos de humo ascendían de vez en vez a intervalos breves y espumosos. En ocasiones, él quería atraparlos. Le fascinaban y transportaban por vericuetos de lo escuchado una y mil veces a las viejas historias de guerreros celtas, suevos, romanos, musulmanes y caballeros cruzados, confundidas en el pasado reciente y remoto: esos espíritus habitaban la niebla espesa de las amanecidas por aquellos confines o la vida de los ilustres hidalgos de la comarca, herederos de esa condición por uno y muchos caminos, todos considerados de buena fortuna.

Una vez había oído a un notario enunciar cada uno de los laberintos del destino por los cuales podría considerarse a alguien como hidalgo de condición. Él estaba sentado junto a su padre bajo la higuera cercana a la iglesia mientras algunos hombres del pueblo reposaban de la caminata al regreso del mercado. Reunidos a la sombra escuchaban al menudillo escribano, un ser endeble, cuyo rostro, perfilado por unos anteojos sobre una nariz prominente, sabía bien de su ascendencia entre los presentes por la exuberancia de sus discernimientos y juicios, perspicacia y conocimiento al dedillo de las directrices, capítulos, apartados y normativas de todas las leyes escritas o por escribirse regidoras de los arbitrios y potestades en las inmediaciones, y porque además andaba de visita por esos lares donde el venido­ de afuera era atracción ceremoniosa y bien visto como sabedor de todas las verdades letradas. El chupatintas dejaba a los inexpertos y neófitos habitantes de la aldea con la boca abierta, mientras discurría­ concienzuda y detalladamente sin que Angelito, por su corta edad, pudiera seguirle el trazo o los significados a aquel tedioso discurso, pronunciado con entonación enfática y modulaciones de voz. El escribano se arreglaba los lentes, alzaba la barbilla en pose de erudito y contaba:

«Existen los hidalgos de sangre por pertenecer a una familia distinguida, de clase noble; los de bragueta –agregaba no sin desplegar una cierta sonrisa maliciosa–, por haber tenido siete hijos varones sin interrupción de hembra alguna; de cuatro costados, por los abuelos paternos y maternos; de devengar quinientos sueldos, quienes por los antiguos fueros de Castilla tenían derecho a cobrar quinientos sueldos en satisfacción de injurias; de ejecutoria, el que hubiere litigado su hidalguía y probado ser hidalgo de sangre y por diferencia a quien la conseguía por privilegio del rey; de gotera, alguien en algún pueblo gozaba de los privilegios de hidalguía, pero de mudarse a otra parte perdía tal merced; de privilegio, por compra o merced real; de solar conocido, quien tenía solar o casa solariega o descendía de quienes hubieren poseído ese bien; por prestar servicio­ al rey, cualquiera al servicio del monarca con armas o con su propia persona, algo enunciado en las leyes de Juan II: “que los caballeros ciudadanos de todas las ciudades y villas y lugares de los reinos de S.M. gozaban de nobleza”; y por graduación militar, los soldados que en los reales ejércitos llegaran a la graduación de coroneles, mariscales, sargentos mayores, maestres de campo y capitanes generales…» –concluyó casi sin respiro su melopea exhaustiva, grandilocuente e innecesaria, pues de todo ello poco pudieron discernir los reunidos a la sombra del árbol, a no ser, constatar lo enrevesado del asunto de ilustres conveniencias y mucho respeto.

Los paisanos de la comarca y también él convivían desde la niñez con signos, huellas o detalles del pasado, algunos explícitos y comprensibles a simple vista; otros, indescifrables o enigmáticos, abundaban en los portones de los templos, los cimientos de los puentes sobre los afluentes del Neira, en las paredes de las capillas, en frescos e imágenes borrosas pero apreciables aún en los escudos, los sellos militares, las ruinas de castillos y las llaves de hierro; las polvorientas veredas al camino real de Santiago, los baúles, armarios y mosaicos; en el deshilado de las sábanas, los bordados de los manteles y la suavidad del tejido empleado para las servilletas; en las iluminaciones, las inscripciones de los muros, las tumbas y los libros parroquiales, las directrices de los petrucios para llevar indumentarias, los mecheros y candelabros, y en las tradiciones del día a día, los hábitos de trabajo y hasta bajo la tierra, desde donde de improviso afloraban vestigios de unos antepasados que vivían en círculos, soñaban en círculos, amaban en círculos­ y hasta morían en círculos, siempre en círculos, como enunciando espirales o infinitos con­cén­tricos. Mágico, mágico mundo en las tierras por largo tiempo la mano de Dios sobre el paisaje, en el séptimo día de la creación, con sus rías y sus lenguas de tierra adentrándose en el mar y todo apreciado por los habitantes como cosa natural y cotidiana sin cavilar mucho en sus significados o en las razones de su abundancia allí, como parte de sus vidas.

Angelito había visto muchas veces los círculos de piedra en algún promontorio del valle, donde se perdía junto a sus primos dando vueltas y vueltas pero hacia adentro, con los brazos extendidos a ambos lados como aves en vuelo con destino a un punto.

¡Ah, el pasado!, otros pormenores eran más palpables y deliciosos y olientes como el pan y el vino, las filloas y los cocidos, las avellanas y castañas, los jamones, el tocino, las morcillas y chorizos, y el aroma de la leña al fuego vivo invadiendo hasta el último resquicio de las moradas y el alma, o la certeza de que las piedras de las tapias habían sido colocadas allí cientos, quizá hasta miles de años atrás… Los sueños no, los sueños tenían en toda Galicia y en la aldea de Láncara el sonido del mar inmenso nunca visto por la mayoría de sus pobladores y la forma de un barco surcando las aguas tormentosas del Norte, hacia donde se ponía el sol en las tardes y desde donde se avistaba a poco de navegar la Torre de Hércules, el Faro romano protector de los marinos, no más salir del puerto en A Coruña… Los sueños viajaban lejos a las tierras nuevas de América. Al hablar, a los indianos se les subía a la cabeza y a los ojos la euforia de su corazón. Musitaban o exclamaban febriles: ¡América! ¡América!, para referirse a intensidades y abundancias, mujeres hermosas y riquezas sin límite: ¡América!: un paraíso al alcance de unas pocas semanas por mar desde que la máquina de vapor irrumpiera en el itinerario de las navegaciones y las acortara en el tiempo. Y en América: Cuba, a pesar de la guerra, pues la guerra se había acabado cuando él tenía tres años y la isla seguía siendo «la fidelísima» tierra de promisión con olor a fruta fresca, a rocío mañanero, a sahumerio de tabaco envuelto en pencas de guano y el sabor a mieles y alcoholes de los azúcares prodigiosos… Todo eran sueños, sueños, sueños interminables alcanzados por quienes se iban lejos del terruño, del hogar y no permanecían en el tedio y la decadencia, la ruina abarcándolo todo: se morían los nobles hijos de los señores feudales más encumbrados, la hiedra iba cubriendo los muros de los castillos, se desplomaba el esplendor de las habitaciones y vidas, volvíanse polvo títulos y nombramientos, se perdían los pazos y hasta los empeños de progreso pues las nacientes industrias eran superadas por las de otras provincias y reinos más capaces de sacudirse el pasado, la rudeza y el pudor…

Pero Angelito no conjeturaba nada de esto, desde su sitio, junto al hornuelo donde su madre cocía el pan todos los días, en la esquinita, solo vislumbraba la cruz para evitar que «trasgos y otros seres entre villanos y pícaros» malograran la hornada en un exceso fugaz. En ese instante, imaginó sobre la mesa las crujientes y doradas rebanadas de pan caliente embadurnadas de aceite de oliva o acompañadas de un trozo del tocino preparado por sus padres en días de matanza. Paladeó los olores de su imaginación y sintió hambre. Anheló el amanecer cuanto antes.

Con la clareada, Antonia se puso en pie y comenzó a trajinar por la cocina. Petra María Juana invadió poco después, como un torbellino, los espacios del aposento. Con sus cinco años, le haló el cabello a Angelito, se coló bajo la frazada que le cubría las piernas, saltó alegre en su regazo, señaló los pajarillos en el cristal de la ventana, entreabrió la puerta de la entrada, parloteó sin descanso y asomó el rostro afuera a la frialdad para mirar si alguien pasaba por el sendero, porque pronto se vería a las beatas cubiertas por sus mantillas y en corro andar camino de la iglesia; los hombres llevarían sombrero de fieltro y expresión solemne, y los niños, muy compuestos, se preguntarían cómo brotaba una música tan bella del órgano, unos acordes que trasponían invariablemente el recinto de la casa de Dios y se esparcían por la campiña como rocío de mañana. Petra rió bulliciosa hasta que su madre le pidió un poco de moderación.

—Mira, hijita, me hace falta sosiego –le dijo.

Antonia contaba ocho meses de embarazo según las lunas transcurridas y pronto alumbraría a otro ser, justo a la llegada de la primavera.

—Habla bajo, niña, habla bajo. Respeta el descanso de los otros. Aprende, aprende eso en tu vida –amonestó otra vez con dulce y paciente voz a Petra María.

Terminaba abril de 1884. El padre descansaba un poco más porque era día domingo de irse a misa con el resonar de las campanadas de la iglesia, a unos pocos pasos con sus contrafuertes medievales y el camposanto en los flancos como cubriéndola o abrazándola.

Con un chal por encima de los hombros y del refajo de dormir, Antonia, le preguntó a Angelito por qué no había permanecido hasta la alborada en el dormitorio, donde había más calor y abrigo, pero él no dio razones, porque si confesaba el dolor entonces sería más tiempo el que habría de permanecer inmóvil. La seguía con la mirada a todas partes sin perder un segundo.

Desde su atalaya, a un lado de la habitación, seguía todos sus movimientos; ella se desplazaba con la fuerza de la costumbre. Cuando él estaba horas fuera de la casa la extrañaba y entonces corría para verla. A él le gustaba acompañarla en las solitarias amanecidas silenciosas.

De pronto, a su espalda, desde el pollero empotrado en la pared del fondo de la estancia principal, las gallinas armaron un revuelo de mil demonios cuando­ Antonia recogió los huevos; batieron alas y picotearon las manos de la mujer. A poco, su madre serviría huevos fritos, tocino, tostadas y chocolate caliente.

Sin dejar de seguirla con los ojos, Angelito apreciaba cómo ella iba de uno a otro quehacer propio del despuntar el alba sin asomo de fatiga por el abultado vientre. Poco después, le ponía entre las manos un tazón humeante de chocolate. Lo sorbía observándola. Los ojos del niño repasaban todos los rincones de la cocina donde ella reinaba como en ningún otro sitio de la casa. La mesa donde se agolpaban los potes, ollas y baldes, el escurridor donde colocaban los platos y fuentes después de fregarlos en el vertedero, los estantes con vasos; los ganchos de hierro de los que pendían sartenes, potas y cazos; los armarios para guardar botellas y copas, la alacena donde conservaban los granos, y en una caja de madera, la sal; en un entrante en la pared, la leñera, y en otro espacio, la masera útil para amasar el pan o picar las berzas o cortar las carnes; y al fondo, como el gallero donde se resguardan de los ratones, las viandas; las touciñeiras o claveiras, de donde pendían los ganchos de hierro en forma de áncora, con los tocinos, morcillas, chorizos, jamones y cachuchas… Pero lo más colorido de la cocina eran los racimos de mazorcas de maíz tierno colgados del techo, puestos a secar al aire fresco, refulgían con los destellos de la lumbre, sobre todo cada día al oscurecer.

Su madre se inclinó para lavar y cortar las patatas y los trozos de puerco y los puso con los garbanzos en una misma olla colocada al fuego. Así adelantaría al menos lo más difícil. Hacer sopa o estofado de cabrito, o cualquier otra cosa, llevaba mucho menos tiempo. Al momento, acomodó una mesita de cuatro pies y un diminuto tallo redondo para que Petra María se sentara a desayunar. Luego puso agua a calentar en un pote de hierro. Por donde en otro tiempo iluminaban las antorchas, encima del fuego, las piedras habían perdido su color de monte y estaban renegridas, tiznadas.

Antonia llevaba todavía el pelo suelto y el ropón de dormir. Debía apresurarse si quería componerse, asearse, cepillarse el cabello y recogerlo en un­­ moño en la nuca y, sobre todo, cambiarse el atuendo que, a pesar de ser sobrio, recatado y holgado para llevar con comodidad las prominencias del embarazo, por el color oscuro afirmaba en ella la lozanía y belleza de su juventud. Pero antes de dedicarse un tiempo a sí misma, Antonia envolvió queso en un paño húmedo y envasó en pomos de cristal la confitura de higos que había dejado refrescar en la cazuela desde la noche anterior. Era temprano y aprovechó para adelantar algunas labores antes de irse en procesión dominguera al templo. Bajó la mesa de alzar adosada a la pared y le pidió a Angelito que recogiera los pies; a un costado del banco estaba el cajón donde guardaba los manteles y las servilletas. Luego de extender el tejido sobre la mesa y disponerlo todo con prontitud, Angelito vio cómo ella, tras secarse las manos en el mandilón, ascendía sin dificultad los peldaños al entablado del dormitorio para despertar con un beso a su padre y a Gonzalo. Él ya no sentía frío. Vio a su madre moverse displicente y de buen ánimo y eso lo contentó mucho. Decidió levantarse y probar suerte, a ver si la pierna no le daba ya más molestias.

 

 

Frialdades