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Akal / Hipecu / 4

Joaquín Córdoba

Genio de Oriente

Cuatro mil años de cultura y pensamiento en el Asia Anterior y el Irán

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Félix Duque

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Sergio Ramírez

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© Ediciones Akal, S. A., 1995

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4039-2

A Juan y Mercedes, en

recuerdo de los años que vivimos

en Oriente

Prolegómenos

Pensamiento y cultura en el Oriente antiguo

Con toda certeza, cualquier lector curioso de nuestros días habrá de quedarse sorprendido al leer este proverbio común en el Oriente antiguo: “En boca abierta entran moscas”. Y pienso que su sorpresa tal vez se deba a dos evidencias inmediatas: la chocante proximidad del dicho a uno de nuestros más populares proverbios —“En boca cerrada no entran moscas”— , y la sintonía de sensaciones y sentimientos que la similitud de ambas expresiones de la sabiduría popular dejan traslucir. Pero su asombro ha de crecer todavía más, cuando sepa que las gentes que usaban dicho proverbio en su lenguaje corriente fueron los sumerios, un pueblo que hace más de cuatro mil años habitaba las tierras meridionales de Mesopotamia. Acostumbrados como estamos a escuchar que nuestra cultura nace con el pensamiento griego y la literatura bíblica, una tan curiosa comunión popular por encima del tiempo nos ha de hacer reflexionar. ¿Acaso no fueron las cosas como se suele decir? Pues resulta que miles de tablillas de arcilla y papiros demuestran que no. Y si de los griegos heredamos la acción, por fuerza tendremos que corregir a Fausto, que quería verla en el principio de todas las cosas. Pues en el principio de nuestra cultura está la palabra. La palabra de los sumerios. La palabra y el pensamiento de Oriente.

Escribe Jean Bottéro que, queramos o no, nuestra civilización occidental fue originalmente dinamizada por el cristianismo, y éste a su vez nacido en la confluencia de la cultura grecorromana y la ideología bíblica, dos vías tributarias del lejano mundo de sumerios y babilonios. Pero más allá de la autoridad que queramos conceder a su pensamiento, su aserto ha de quedar validado por la simple constatación de los documentos. Hemos de remontarnos en el tiempo muchos miles de años atrás, mucho antes de que los griegos fueran griegos y la Biblia fuera Biblia. Más allá de esa Edad Oscura de cuyas tinieblas emerge el canto de Homero. Más allá de las tablillas micénicas, balbuceante sistema de notación elemental pronto olvidado. Más allá de la versión bíblica de los setenta, que recoge tradiciones nacidas en varias épocas pero nunca más atrás de algunos siglos. Más allá de todo eso están los antepasados más remotos de nuestra cultura y nuestro pensamiento: las gentes y los pueblos del Oriente antiguo. A diferencia de los modernos diletantes, los antiguos griegos y los viejos judíos de la prerromanidad lo sabían y lo reconocían. Como R. Rtskhiladze demostrara tiempo atrás, cuando Heródoto se refería a los orientales hablaba de bárbaros, pero no con el significado peyorativo que nosotros le damos al concepto, sino con el de alóglosos, los que hablan otra lengua. Porque Heródoto estimaba que la historia de los pueblos del Oriente Próximo constituía una aportación valiosa a la civilización humana. Y cuando los judíos deportados a Babilonia evocaban a la orilla del Éufrates su añorada Sión, lo hacían viendo ante sí la inmensidad de la zigurat del templo de Marduk, el modelo de lo que sería en sus relatos la torre de Babel. Por ello y por mucho más, si se pretende escribir sobre la historia del pensamiento y la cultura, detenernos en los griegos —el milagro griego— o en el mundo bíblico —la santidad de la Biblia como esencia suprema— equivale a quedarnos en la mitad del camino. Teogonías y cosmogonías, sistemas religiosos y rituales, cultura política y administrativa, matemática, astronomía y física, literatura, historiografía, ciencias de la naturaleza, medicina, arquitectura, todo tiene sus raíces en Oriente. Pero más allá que las disciplinas las tiene sobre todo lo que más importa para nosotros, base del espíritu de la cultura y la ciencia: el espíritu deductivo. El espiritu observador. El espíritu ordenador. El espíritu científico.

Este libro intenta adentrarse en todos los campos posibles de la cultura y el pensamiento de los antiguos pueblos del Oriente Próximo, especialmente en aquellos que tienen que ver con el reposo de la reflexión solitaria, con la proyección escrita del espíritu humano. Excluyo por tanto cualquier consideración relativa a la cultura material, el arte o la arquitectura en sus manifestaciones físicas, no así en lo que la arquitectura tiene de aplicación o evidencia de un espíritu científico. Porque en todo aquel mundo existió un pensamiento singular, una forma de analizar, de exponer. Una cultura profunda en todos los sentidos. Sin embargo, con frecuencia se dice que en los textos escritos de la cultura oriental antigua faltan los enunciados abstractos a partir de la observación de los hechos. Y se repite que el espíritu oriental antiguo no fue capaz de dar el paso que hay entre el análisis y la ley. Más aún, que dada la pretendida ausencia de elaboraciones teóricas, sus números y sus medidas por ejemplo no eran más que simples habilidades técnicas, progresos si se quiere, pero poco más, reservando a los griegos la virtualidad matemática y geométrica. Mas, dejando aparte lo erróneo de tal reserva, hay que avanzar desde ahora que todos los principios teóricos que hacen posible el pensamiento creador y el espíritu científico estaban presentes sin duda en las primeras manifestaciones de la cultura.

Los primeros textos escritos nacen de una voluntad de racionalización administrativa, de un plan de organización elaborado por un cuerpo de especialistas. En ellos estaba pues presente la conciencia de la necesidad de recopilar los datos, organizarlos mediante códigos y guardarlos. Es una experiencia de la lógica que se remonta al 3500-3200 a. C. Al tiempo o poco después, se comenzaría la definición intelectual de las cosmogonías y las teogonías, para lo que era preciso un esfuerzo previo de abstracción de las fuerzas naturales que llevaría en principio a una teología poética que es casi filosofía o metafísica. Y luego vendrían las primeras empresas enciclopédicas, como esas diez mil rúbricas que organizan en listas todo el universo material, un esfuerzo sobrehumano de clasificación emprendido por los escribas sumerios y que hoy conocemos bien gracias a B. Landsberger. Para acabar, en fin, con verdaderos tratados escritos en una o en cien tablillas, según la importancia o la complejidad del asunto. Cuando estudiamos las tablillas de Mul.Apin, por ejemplo, ¿qué importa que los autores hablen de constelaciones, estrellas y planetas de Enlil, Anu o Ea, si al leerlas y contemplar el universo nos damos cuenta que lo que hacen con tal clasificación no es otra cosa que dividir el hemisferio Norte en tres sectores según la observación, más allá de los 13,5°, en la banda de ± 13° y por debajo? Así lo tradujo L. W. King en 1912, y no hace mucho lo explicó como astrónomo Vladimir S. Tuman. No había pues simple astrología como dicen algunos, sino verdadera y tenaz observación del universo y los fenómenos celestes, refrendada en tablillas separadas por más de mil años. Incluso la adivinación y la magia, como pensaba J. Bottéro, se convertía en conocimiento deductivo y sistemático, capaz de prever.

La cultura y el pensamiento del Oriente antiguo responden en conjunto a la primera expresión de madurez intelectual de la humanidad. Porque aquellos antiguos antepasados de nuestra cultura fueron capaces de mirar el universo de las cosas y las ideas con el suficiente espíritu analítico, con el suficiente sentimiento de curiosidad ante lo desconocido, con la suficiente capacidad de abstracción como para que veamos en ellos el origen de las más altas expresiones de la ciencia, la cultura y el pensamiento que hoy llamamos occidental. Y eso, preciso es recordarlo, miles de años antes de que Sócrates se preguntara sobre el todo.